Frédéric Beigbeder
Anagrama, 2011. Colección «Panorama de narrativas»
ISBN: 978-84-339-7569-0
224 páginas
18,50 €
Traducción de Francesc Rovira
Prefacio de Michel Houellebecq
Fran G. Matute
Frédéric Beigbeder comienza este, su último libro, por el final: la noche que la policía lo pescó esnifando cocaína sobre el capó de un coche, a plena vista, en las calles de París. Es un final porque Una novela francesa (2009) es un continuo ‘flashback’, que va desde la infancia del escritor hasta llegar a ese fatídico día en el que el reputado autor francés terminó con sus huesos en el calabozo. Y nosotros vamos a empezar también esta reseña por el final: Una novela francesa es de las lecturas más honradas y apasionantes que este crítico ha leído en lo que va de año.
Es por culpa de esa pasión y honradez, ese sentimiento de expiación que recorre todo el texto, que nos cuesta catalogar esta obra como una de ficción. De hecho la consideraremos una novela simplemente por empeño de su autor, pero Una novela francesa es, nos pongamos como nos pongamos, una biografía de Beigbeder. Parcial, sentimental, familiar… lo que queráis. Pero es pura vivencia, gracias a la cual descubrimos los orígenes nobles de la familia de Beigbeder, sus suntuosos ‘châteaux’, a la vez que rememoramos a duras penas sus años mozos en las playas del país vasco francés y visualizamos sus correrías por París, Bali y Nueva York… Ese fue el pasado de este ‘enfant terrible’ de laboratorio. Un pijo redomado, de chaleco al hombro. Un vividor con el bolsillo bien prieto. Pero fuera caretas. Fuera poses para intelectuales y babosos. Beigbeder. El gran autor. El putero. El drogadicto. Al que envidiamos por vivir la vida a su antojo. Por su éxito. Por su dinero. Por su osadía. Aquí lo tenemos, meándose encima, enjaulado, con los ojos ahogados en lágrimas y los mocos incrustados en las fosas nasales. Despojado de dignidad. Haciéndonos partícipe de su inseguridad, de sus miedos más profundos. Pues es en este punto de inflexión, vital, espiritual, donde encontramos al hombre tras la barba y la media melena resplandeciente, tras las rayas de coca, la sonrisa burlona y la dentadura perfecta. Y así, entre sollozos, se exhibe Beigbeder, en lo que podría considerarse todo un suicidio artístico. Pocos autores hemos leído tan sinceros como él para confesar que lo tenía todo para ser feliz pero que únicamente lo fingió, porque no tiene ningún recuerdo de haberlo sido nunca.
Comienza, pues, una batalla interior por encontrar su felicidad alojada en algún lugar de su borrosa memoria. Una batalla que presume perdida de antemano por culpa de la cocaína. «La coca prende fuego a la herencia; si escribo sobre ella es porque simboliza nuestro tiempo. (…): es la metáfora de un presente perpetuo, sin pasado ni futuro», afirma Beigbeder. Es la droga el elemento que cohesiona su existencia. Su pegamento. La excusa para no recordar, para vivir en una realidad ficticia, para poder olvidar conscientemente. Pero el autor se esfuerza por luchar contra el olvido voluntario al que se ha sometido a través de un monólogo doloroso que lo lleva a repasar toda su vida en busca de un recuerdo al que agarrarse, de un cuerpo flotante para no seguir a la deriva. Y es tal la exposición del autor, una vez abandonamos la faceta de «chico estropeado», que nos sumerge en lo más profundo de su alma y de su familia. Sus padres, su hermano, su hija. Hacía tiempo que no leíamos el dolor del anhelo con tanta pasión. El dolor de la confesión. No puedo dejar de pensar en lo que habrán llorado los familiares de Beigbeder al leer estas líneas. Tan sinceras, tan hermosas, tan desgarradoras. Pues pocas cosas hay tan humillantes como observar a alguien que se cree superior a los demás arrodillado ante sus seres queridos a los que nunca dijo algo tan simple como «te quiero».
A lo largo de este ejercicio de superación, Beigbeder se enfrenta, por un lado, a sus padres y comprende, como si estuviera ante un espejo, el patrón por el que se repiten los errores, una vez alcanzada por su parte la tan ansiada paternidad. «Quizá no todas las infancias son una novela, pero la mía sí. Una ficción triste, una historia de amor fracasado cuyos frutos somos mi hermano y yo». Y, por otro lado, Beigbeder se agarra a esa infancia desdichada, vista con el paso del tiempo, para entender a sus padres y al hombre -no al escritor- en el que se ha convertido hoy, siendo sus asideras los discos, películas y lecturas de juventud. A este respecto, Michel Houellebecq, en el prefacio, alaba la honestidad de Beigbeder respecto a estos pasajes y afirma que «[e]n la adolescencia, todo cambia y los recuerdos afluyen, pero en el fondo son dos cosas, y sobre todo dos, las que perviven en la memoria del autor: las chicas que le han gustado y los libros que ha leído. ¿Acaso es esto y sólo esto la vida y lo que de ella permanece? Parece ser que sí.» Así, Una novela francesa, resulta ser un canto a la vida, pero a su desperdicio. Y ahí descansa prácticamente todo el valor de esta novela. Por el reto que supone despojarse de la vanidad de uno, de salir del cascarón y mostrarse desnudo ante tu público a través de este acto tan salvaje de exhibicionismo que es escribir sin ocultar las fuentes. Y al final del libro, un epílogo hermoso en el que, como tan poéticamente describe Houellebecq, Beigbeder encuentra, por fin, su recuerdo de felicidad, en lo que no es más que una victoria, limitada, sobre la pesadez. Esa que conmina a los pesos muertos a hundirse hasta las profundidades de la miseria humana.
Sin haber leído nada de este Sr, tenía la impresión probablemente prejuiciosa de que se trataba de un idiota, basada en un par de entrevistas; impresión acentuada por su retrato en la última novela de Houellebecq, donde su supuesto amigo le describe, básicamente, como un gilipollas; su reseña positiva me hace dudar…
Confluimos el amigo Houellebecq y un servidor. Beigbeder es un gilipollas y él mismo lo reconoce. Esta novela es la prueba definitiva. Otra cosa es que sea un gilipollas digno de ser leído.
No sé si la palabra adecuada será gilipollas, pero un poco trilero de la literatura sí me ha parecido siempre Beigbeder, en el mismo sentido en que me lo parece, por ejemplo, Baricco. Lo cual no ha impedido nunca pasar un rato entretenido con sus libros, dicho sea de paso. Este último lo tenía en la reserva, pero el entusiasmo de mon ami Matute me ha animado a hincarle el diente. Sin prisa, claro.
A Alicante no ha llegado.
Me parece que es un poco una pena que el crítico – amigo Fran – haya dejado para los (púdicamente semiocultos) comentarios una frase tan rotunda que bien podría haber encabezado la reseña: «Es un gilipollas y lo reconoce. Otra cosa es que sea un gilipollas digno de ser leído». Tajante. Así queremos las críticas!