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Ut pictura poesis o al revés

A mano alzadaROSARIO PÉREZ CABAÑA | En tiempos de prodigalidad y no de prodigios, la colección «Poesía en resistencia» de la editorial Libros de la Herida vuelve a hacer de las suyas, que no es otra cosa que frecuentar el esmero, el gusto y el difícil arte de la selección. Ya es hábito reconocer detrás de cada libro que sale de este proyecto un trabajo serio. En esta ocasión, nos ofrecen A mano alzada, de la poeta sevillana Esther Garboni; autora también de los poemarios Las estaciones perdidas (2006), Tarjeta de embarque (2009) y Sala de espera (2014).

Leo este libro con avidez y con calma. Apenas hago anotaciones, acaso unas cuantas pinceladas diluidas. Sé que en algún momento comenzaré a deslizar el lápiz desgastado sobre estos poemas de pigmentos puros, saturados de belleza. Y lo hago. Tal vez como antes la poeta agarró el pincel, el buril, el pecho… y consiguió el hallazgo en este libro cuya estructura central adquiere, precisamente, nombres de técnicas pictóricas («Aguafuerte», «Pincel seco», «Invinación»), que sirven aquí de símbolo, de analogía, de metáfora que se proyectan especularmente en los textos. Porque, al fin y al cabo, un poema en un libro es un signario, un sistema de registro que signa lo no inscrito a través de lo escrito. Y ahí está lo visible, justo en el momento en que la mímesis pierde su trono, cuando el artista grita “no me sirves” a la evidencia, cuando lo velado surge y se aparece y estalla en imagen poética, esa otra visión solo divisable desde distorsión (o extorsión) del lenguaje y la desfiguración (o refiguración) de la emoción del lector. La escritura será entonces ese experimento casi alquímico que promete hallarse en lo otro: es decir, ofrecer una revelación y consagrarse a ella. Y Esther Garboni consigue el milagro en este, ya adelanto, excelente poemario.

Desde el poema pórtico del prefacio, se va dibujando una poética que da sentido unitario a todo el libro. Ahí ya la búsqueda incesante y laboriosa «del trazo preciso», la huida heroica hacia un lenguaje que imagine, que dé imagen, a la emoción desde la vasta «soledad del verbo primero». Pero no es A mano alzada una escritura alla prima. No, esta mano que se alza sin boceto previo vuelve una y otra vez a la palabra para llevarla a un ritmo caudaloso que la arrastra, a través del cuidado y del dominio de la combinatoria clásica, por nuevas vertientes hasta encontrar su forma, su curva precisa.

Es la primera parte del libro, «Aguafuerte», quizá la más doliente, la más indigesta, la que revela el revés, ese espacio en sombras cuya revelación es el fin de todo acto poético. «El resultado ─se nos aclara─ será la imagen invertida». Aquí encontramos un espacio poético que se alza desde el dolor y la rabia, desde la injusticia social, desde la necesidad original de comprender el mundo, un vacío que roza la angustia pero que no llega a la desolación, porque siempre hay una huida sanadora:

Dejo la puerta…
Entrad, mirad, buscad…
No queda lo que fui:
queda la jaula.

Hallamos también en esta primera parte del libro un foco de indagación que se dirige al concepto de mujer-poeta como elemento componencial del ser en el mundo. Mujer y poeta tal vez como materia única que insiste ensimismada en la disolución de los géneros como retorno, como viaje inverso hacia lo prístino, hacia la negación del eterno femenino. La voz del sujeto poético es la de “una mujer de agua y un hombre que la habita”. Confusión y claridad para quien mire de cerca: “Soy mi padre, soy tú y soy mi hijo”, dice la voz. Pero también la voz se funda mujer y a la vez, nombra el espacio simbólico de su crecimiento refigurada en la niña del poema “Los desterrados”, que ya camina de la mano de su conciencia de clase:

[…] pero entiende
que al conjugar tus verbos defectivos
invocaba a la hija del obrero
que iba sola al colegio y a la vida,
haciendo del camino una promesa
de sílabas contadas en los charcos.

O en la niña que sufre la agresión del mundo en “Tenía trece años”, poema inspirado en la lapidación en Somalia de Asha Ibrahim Dhuhulow. Sobre todas ellas, sin embargo, persiste la gloriosa soberbia de quien conoce la fuerza de su verbo.

No les guardo rencor, perdieron ellos.
¡Lo ven! Me reconstruyo en el barro.

La segunda parte del libro, titulada «Pincel seco», hace referencia a una técnica consistente en pasar el pincel poco impregnado de pigmento «una y otra vez»: hasta dar con lo visible. “Verás lo que pocos ven. / Y el mundo será el fin / luminosamente tuyo”, se nos dice en el poema “Solo para tus ojos (Poema en braille)”. Y es que encontramos aquí una escritura impresa capa a capa que va revelando su propia poética impregnada más apaciblemente de una rara nostalgia, de origen, de gratitud y autoconocimiento. Soberbios son los endecasílabos del poema “Verano de 1930, vuelta a casa”, donde la imaginación evoca el retorno al hogar de Federico García Lorca después su estancia americana como trascendencia de todo regreso. Y rotunda la indagación sobre la naturaleza ficticia del acto poético, de lo bello como simulacro que desafía a la indiferencia en “El poeta”:

Y a cambio, poeta, se te dio el dolor
el desgarro infinito, inconsolable, impúdico
de contemplar
cómo lo bello se hace mentira…

Morirá el poeta y quedará el signáculo que registra la emoción inmemorial y destiempada. Solo la ebriedad parece lograr la asunción de esta existencia efímera en la carne y eterna en el poema; lo ebrio que se abre en la tercera parte del poemario, «Invinación», técnica que consiste en convertir en tinta el vino, donde encontramos el espacio del eros, los sentimientos en fiebre, el celaje turbio de la memoria, en fin, la “sed de siglos”: ese pasado perdido que prometen las vides. Voz y silencio en un brindis luminoso que culmina con un endecasílabo de diez acentos que cierra el poema con la osadía que provocan la embriaguez y el dominio técnico: «soy vid, fui sed; fui dios, soy fe. Soy tú!». Alzo mi copa, poeta.

El libro se recoge en el colofón titulado «Epílogo y Testamento» donde la voz se rastrea al tiempo que interpela al lector en una especie de diálogo in absentia, que nos permite oír el susurro a ratos suicida de quien escribe y el consejo-súplica a quien coge un libro entre las manos. Sal y búscame —parece decir la poeta—, «no dejes que un artista te encuentre», no, «sal en su busca», no permitas esta inmolación estéril. Búscame a pesar de mí porque yo ya no existo, pero he testado a tu favor. Al fin y al cabo, dice Esther Garboni: “Es la poesía, y no tú, poeta, / la que resiste al tiempo”. Es la poesía, sí, esa pintura ciega de la que hablaban los antiguos, que nos hace ver…

A mano alzada (Libros de la Herida, 2018), de Esther Garboni | 72 páginas  | 12 euros

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