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Utopía versus fantasmagoría

Los perros negros

Ian McEwan

Quinteto, 2009
ISBN: 978-84-9711-113-3
211 páginas
8 euros
traducción de Maribel De Juan

Javier Mije

En obituario dedicado a su amado Thomas Bernhard, Javier Marías se congratulaba de no haber leído las obras completas del autor austriaco. Marías se había, digámoslo así, administrado las novelas de Bernhard para no llegar huérfano a aquel momento de desamparo. Otra civilizada forma de ir apaciguando la ansiedad de novedades de los escritores que admiramos son las reimpresiones en bolsillo de obras antiguas e incluso menores. Roth antes de ser Roth. Amis, Barnes, Bolaño o el propio Marías antes de que sus nombres se asentaran entre los clásicos contemporáneos. Ian McEwan ha escrito Solar, a tenor de su página Web “una absorbente y satírica novela sobre el cambio climático” que Random House publicará el próximo 18 de marzo y es de suponer habrá comprado Jorge Herralde para el catálogo –esa novela en marcha- de Anagrama. Tenía mono de McEwan después de releer recientemente esa pieza de relojería emocional que es Chesil Beach. El síndrome de abstinencia me llevó a perder unas horas en la Red en busca de noticias. Así me enteré, lo cuenta lamentándose del olor nauseabundo de los tabloides británicos el propio McEwan en una entrevista, de que acaba de conocerse que la madre del autor de Expiación había dado a luz y en adopción a un hijo antes del matrimonio en que fue concebido el novelista, un hermanastro al que la prensa sensacionalista persigue hasta los lavabos de cualquier pub de Clapham Junction. También supe que McEwan ha sido denunciado por robar un par de guijarros de la protegida playa de Chesil Beach, que reconoció llevarse “en busca de inspiración”. Qué raritos son los ingleses cuando se lo proponen. El final de aquella jornada de pesquisas me llevó a conocer que Quinteto había publicado Los perros negros, una de esas novelas de McEwan que estaba administrando para días como hoy.
Los perros negros parece construida en torno a un par de epifanías. De un lado una escena en una estación francesa de ferrocarril “cerca de una pequeña ciudad cuyo nombre no recuerdo ahora”, de otro el sumidero emocional al que tiende toda la novela y en torno al cual gira la organización del discurso del narrador, cuya crónica se promete y anticipa parcialmente casi desde la primera página como recurso generador de intriga y que terminará bifurcando el destino de un joven matrimonio en luna de miel en la Francia de la inmediata postguerra, esto es, el encuentro de June Tremaine con los perros del título en un Dolmen de la Prunarede que actúa como una especie de damasquina caída del caballo. Como se nos adelanta en el prefacio, “June llegó a Dios en 1946 a través de un encuentro con el mal en forma de dos perros”, sendos residuos del horror del nazismo, confrontación que la conducirá a abandonar por vía de una iluminación interior el comunismo en el que militaba y en el que dejará solo y perplejo a su marido. McEwan contrapone en esta novela dos visiones del mundo, una científica, materialista, racional, y otra basada en la espiritualidad, la fe, Dios y el mundo interior. El narrador, hijo político de June y Bertrand Tremaine, huérfano él mismo, se convierte en una especie de depositario neutral de dos voces que lo utilizan como vehículo de su propia expresión. Religión: mezquindad, intolerancia, ignorancia, crueldad. Comunismo: red de privilegios, corrupción y violencia autorizada en nombre del progreso. Bertrand: en la religión la convicción y el propio interés -el consuelo que proporcionan unas ideas fantasiosas- están demasiado entrelazados. June: también la ideología se ve obligada a distorsionar los hechos para ajustarlos a un concepto. Una revolución de la vida interior es imprescindible para cambiar la sociedad. Bertrand: para que esa transformación se produzca necesitamos un conjunto de ideas que sean buenas. ¿Cómo se puede tener vida interior con el estómago vacío? De esta manera se suceden los golpes dialécticos en Los perros negros sin que el narrador tome partido por ninguno de los pugilistas.
No es, ciertamente, la mejor novela de McEwan que he leído. Aunque el mismo narrador se cura en salud –cuestionando él mismo su banalidad- respecto a la falta de emotividad y de valor como sólida epifanía que puede achacarse al episodio de los perros que da título al libro, desproporcionado respecto a su repercusión en la vida de los protagonistas, la autocrítica de la instancia narrativa no redime al autor que ha dirigido en vuelo rasante toda la novela hacia ese punto, en el que la credibilidad y trascendencia de la fábula parece jugarse gran parte de sus bazas. En la descripción y ambientación de otros episodios McEwan no parece haber afinado aún sus prodigiosas dotes, aunque sobresalen ya en esta novela –publicada, recordemos, en 1992- la minuciosa atención a los detalles, el poder de condensación y la gran economía expresiva que definirán obras posteriores. Un ejemplo de todo ello es la escena de la estación de ferrocarril citada anteriormente, a mi juicio la de mayor carga emotiva de esta novela menor de uno de los más grandes. Con todo, una obra interesante.

admin

Un comentario

  1. No creo que McEwan sea un autor dotado para «el poder de condensación y la gran economía expresiva», como Vd. asegura. A la citada «Expiación» me remito, un ejercicio que se lee como una especie de revivalismo de la novela realista del XIX, con un marcado regodeo por el psicologismo y por la descripción, donde lo único innovador que encontré fue un cierto perspectivismo. Y un final que me pareció más bien tramposo, la verdad. Creo que McEwan será uno de esos autores con prestigio y ventas en vida pero que no perdurarán (compararlo con Bernhard o Roth me parece excesivo). En todo caso, una reseña muy interesante. Disconforme pero agradecido.

    Uno cualquiera

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