EDUARDO CRUZ ACILLONA | Tengo un amigo que escucha villancicos en agosto, en plena canícula, lo que vulgarmente se conoce como cuarenta grados a la sombra… Sostiene (y no se apellida Pereira) que esa música le recuerda a los paisajes nevados de su infancia y que le entra el fresquito… No sé si resultará efectivo, pero más barato que el aire acondicionado ya es…
En pleno ataque de borrascas y temporales de viento y nieve a escala nacional, abro las primeras páginas de Resort pensando en la estrategia climática de mi amigo… Porque Resort transcurre en verano, en un hotel como tantos junto a la playa, de esos en los que con una pulsera puedes tener acceso a todo lo que tú quieras, lo mismo que pensaban los innumerables y almacándidas pretendientes de Marilyn Monroe…
Resort es un hotel de los de buffet libre atestado de alemanes para cenar a primera hora, las ocho y media de la tarde, y donde las verduras para la ensalada están “separadas por especies: hazlo tú mismo. El Ikea de la gastronomía”. Es un hotel de los de piscina rodeada de incontables tumbonas que ya a primera hora de la mañana aparecen ocupadas por toallas a modo de reserva de un espacio que, quizás, no vaya a ser ocupado hasta última hora de la tarde. Es un hotel de los de monitores de tiempo libre disfrazando con actividades presuntamente lúdicas las horas muertas de la jornada…
A base de capítulos cortos, como si de un álbum de fotografías se tratara, el autor realiza una detallada autopsia de esta forma de hacer turismo, tan abominable como otra cualquiera…
Pero lo que hace Juan Carlos Márquez con esta novela no encaja en ningún género literario preconcebido. Porque empieza contando, con toda la mala leche que le permite el estilo, los movimientos rutinarios de un hotel de vacaciones para, apenas alcanzada la página 25, introducir lo que debería ser el eje central, núcleo duro, leit motiv, esto es lo que hay, etc… de la novela: un niño desaparece…
Nadie sabe cómo ha sucedido, nadie tiene pista fiable alguna con la que empezar a desmadejar el misterio. Simplemente, ya no está.
Es en ese justo momento cuando el autor le dice al género negro que se tome un descanso y aprovecha para mirar alrededor. De repente, se ha inventado un nuevo y original noir: sus afueras. Porque él disecciona como nadie la vida de los turistas en el hotel, los desnuda de artificios y los pasa por un «callejón del gato» en el que no queda sino claudicar a nada que uno haya sido testigo, activo o pasivo, de semejante experiencia. Claro que aparece la policía. Imprescindible. Pero el acierto de esta novela no es seguirla en sus indagaciones del caso que se planteaba al principio, sino en dirigir el foco a sus propias relaciones inter pares, a sus contingencias más allá de lo profesional, a sus miserias y a sus deseos. A nadie parece, pues, importarle la resolución del caso. Ni siquiera al lector, que se deja llevar por unos paisajes y unos perfiles humanos tan reconocibles como parodiables. Es como si uno mezclara los Diez negritos de Agatha Christie con La cena de los idiotas, la de Francis Veber, no la de Jay Roach, claro.
La novela, con su inicial y brillante argumento repleto de intriga, deviene en un virtuoso y ácido mural de un micromundo, de un ecosistema low-cost donde los valores se miden en función de la distancia de tu mesa a la mesa del mostrador donde se sirve el desayuno.
Si tú sólo quieres conocer la resolución del caso del niño desaparecido, no leas esta novela. Pero si quieres saber cómo se resuelve el caso de un niño desaparecido en tan sólo una frase de cinco palabras, ponte las chanclas y el bañador, da igual que todavía sea invierno, y disfruta.
Resort (Salto de Página, 2017), de Juan Carlos Márquez | 128 páginas | 14,50 euros
Buena reseña, Eduardo, de esas que terminas y apuntas el libro en «pendientes».
Me alegro. Espero que te guste el libro 😉