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Virutas de Estambul

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El arquitecto del universo

Elif Shafak

Lumen, 2015

ISBN: 978-84-2640-139-7

620 páginas

22,90 €

Traducción de Aurora Echevarría

 

 

Ilya U. Topper

Dicen los entendidos que nunca hay que intentar quedar con los escritores a los que uno admira, porque en las distancias cortas se suelen revelar maniáticos, sesgados, triviales: nada queda de su grandeza literaria. Puede ser. Pero resulta que también funciona al revés: si no te gusta determinado libro, queda con su autora. Es probable que descubras una persona cariñosa, luchadora por una causa justa, comprometida.

Eso, al menos, me pasa con Elif Shafak: es difícil sustraerse a su encanto pausado durante una entrevista, no apreciar la claridad con la que explica sus posturas sobre Turquía, armenios, kurdos y, sobre todo, los derechos de las mujeres. Te identificas. Te alegras cuando acaba sonriendo en la foto. Quieres volver a verla. Y te preguntas cómo explicarle que no te gusta su libro.

En la entrevista no hay que explicarlo: nadie te pide opinión. En la reseña, sí. Así que ahí va: no me gusta porque le falla el trenzado de los mimbres con los que compone la historia. (No voy a añadir esa coletilla de “en mi opinión” porque ustedes ya saben que es mi opinión, para eso estamos aquí).

La historia es buena: un aprendiz que llega a la Corte del sultán otomano Suleimán, allá por el siglo XVI, como domador de elefantes y se convierte en aprendiz de Mimar Sinan, uno de los mayores arquitectos de la historia (ustedes admirarán sus obras cuando viajen a Estambul aunque los libros de colegio europeos cometan el grave error de no mencionarlo al lado de Da Vinci y Miguel Ángel). Observar a un gran personaje de la historia desde abajo, como si dijéramos, en lugar de impostar su voz, es una buena herramienta literaria. Y la figura de un chaval forastero que sólo poco a poco se mete en el entramado palaciego, promete juego.

Pero el juego se pierde por descuido. Dejar al lector engañado durante medio libro sobre el origen verdadero del protagonista está muy bien, pero resolver el misterio de repente en menos de dos folios a través de un personaje de tercera, es malgastar las cartas. Si usted, lector, se saltase esas dos páginas en un descuido, nunca se daría cuenta.

Las paredes de este serrallo otomano están llenos de fusiles que no se llegan a disparar en ningún momento de la historia, contraviniendo el principio de Chéjov. Arcabuces, trabucos y cañones, si usted quiere. Eso no es bueno para una historia. Porque cuando al final se dispara alguno –sí: al final alguno se dispara– es preciso recordarle al lector que estaba colgado en el primer acto, porque ya se le ha olvidado.

Esto es algo que no le pasa solo a Elif Shafak. Parece ser moneda común entre quienes escriben novela histórica, aparentemente convencidos de que para tener éxito en este género basta con documentarse bien y superar las 500 páginas, sin necesidad de tener, además, una trama bien construida. Tengo para mí que eso de las 500 páginas tiene mucho que ver y que es culpa de las editoriales de hoy día, convencidas de que los lectores juzgan la calidad de un libro por su peso. No digo que no tengan motivo. Las editoriales, digo.

Porque la misma historia, contada en 200 páginas, habría sido mucho mejor: habría permitido prescindir de un enorme cóctel de anécdotas que cada una por su cuenta abren el hambre y prometen llevar a alguna parte, hasta que el lector se da cuenta de que era otro ‘cul de sac’. Hay ‘macguffins’ que se entierran poco a poco bajo la hojarasca, a ver si nos olvidamos.

A ratos, más que novela, el texto parece una colección de relatos breves en torno al personaje, cual capa de virutas de hierro esparcidas en la mesa a los que les falta el imán que los oriente a todas hacia el desenlace.

Sí: hay un desenlace. Y es bueno incluso, es una breve, una fugaz lucha de gigantes que de repente pone en duda todo el sentido del libro, todo lo que llevábamos absorbiendo, creyendo, amando. De repente sale el villano de la historia y tiene estatura. Tiene grandeza de personaje. Como debe ser. Y es capaz de sacudirnos, hacernos dudar del héroe (sí, del venerable Sinan), despreciarlo de repente, pasarnos con armas y bagajes al enemigo… casi.

Sólo casi. Porque la autora parece asustarse ante su propio arrojo y ventila en folio y medio ese apoteosis, cierra la caja de pandora, nos deja como antes. Como si no hubiera querido llegar hasta aquí. Como si las pistas sueltas, muy sueltas, demasiado sueltas, repartidas a lo largo de 550 páginas, no hubiesen sido para esto. Vale, ya lo han visto, ahora circulen, nos queda terminar la función como si nada hubiera pasado.

Es una pena, porque esto podría haber sido una muy buena novela en lugar de un paseo por la historia de Estambul.

Reitero: es común en las novelas históricas. Desafortunadamente. Tan común que “novela histórica” se ha convertido en una especie de concepto matizado, como “democracia islámica”: algo que no llega a novela de verdad. Y esto no debería ser así, porque un autor tiene la obligación de construir sus personajes con la misma atención a las reglas del arte, ubíquelos en el tiempo en que los ubique. Ni una novela de ciencia ficción se salva porque nos explique la ciencia robótica, ni una histórica porque nos acerque la vida de Samarcanda. (Ni una negra porque haya mucho tiroteo, ni una erótica porque se folle mucho. Las rosas, directamente, no se salvan).

Estoy juzgando el libro como novela, no como novela histórica en el mencionado sentido de la palabra. Como novela histórica está muy correcta: bien investigada, fiable, entretenida, original. Le da a usted una imagen bastante certera de cómo era aquella época. Eso nadie se lo negará a Elif Shafak: se ha tomado su trabajo muy en serio y sabe de qué habla.

Tan en serio –es algo que no he visto en casi ningún autor que se aventure en el género– que en el epílogo llega a apuntar los pequeños ajustes realizados en la novela porque lo exigía el guión, contrario a la historiografía. Eso es de aplaudir: demuestra una enorme responsabilidad respecto al material, a la historia, al lector.

Tengan eso claro: Elif Shafak no escribe peor que Noah Gordon. Ni mucho menos. Si a usted le gustan los mamotretos de El médico o similares, no dude en llevarse El arquitecto… a la playa. A ese, Shafak todavía le gana por goleada. Puestos a repartir leña: hay mucha novela de Amin Maalouf que se mueve a ese mismo nivel. Las más famosas, incluso. Maalouf, otro de estos tipos a los que uno admira más por lo que son y por lo que dicen que por lo que escriben. Pero Elif es más guapa.

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