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War Requiem

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Si ayer leíamos la Primera Guerra Mundial desde el prisma de la ficción, hoy toca hacerlo a través de los tristes pero privilegiados ojos de Stefan Zweig.

Nuestro Coradino Vega repasa sus míticas memorias, recogidas bajo el título El mundo de ayer (1942), que vieron la luz de forma póstuma pues su autor se suicidaría junto a su esposa, al poco de escribirlas, ante el advenimiento del nazismo.

Unas palabras y un acto que ejemplifican como pocos los horrores que se vivieron durante la Gran Guerra.

 

 

Coradino  Vega

Hay algo permanente en las generaciones protagonistas de la historia que tiene más que ver con la naturaleza del hombre que con las ideas colectivas. Uno se rebela contra el padre en casa y luego convierte su ira personal en una forma de militar en la ideología más extrema de su tiempo. Los padres no comprenden a los hijos; los hijos ven todo lo que simboliza la vida de sus padres como un sistema caduco y opresivo que es necesario derribar si se quiere establecer un mundo nuevo. La seguridad y el bienestar albergan en su seno las posibilidades más fieras de insatisfacción y descontento que acabarán dinamitando el orden viejo. Los entusiasmos son cíclicos; el hastío, también. Sólo después llega el lamento. Y muy pocas personas, en comparación con quienes respaldan o se apuntan o se sitúan a favor del viento de la época, han sabido mantener la calma, la cabeza fría en medio de las turbulencias, en medio de los arrebatos de las mayorías; pocos han sabido ver lo que, a toro pasado, resulta tan evidente: que si el cielo se tiñe de pronto de nubarrones, lo más probable es que estalle una tormenta. El inmovilismo tiene algo de resignación. Pero preservar cuanto de logro tiene el presente, esa actitud entre pragmática y escéptica en apariencia conservadora consciente de que una reforma consensuada y gradual consigue más que una revolución rupturista, a menudo es añorada ‘a posteriori’ cuando lo fácil fue echar gasolina al fuego en un acto que siempre tiene menos de rebeldía que de insensatez aplaudida por las circunstancias del momento.

Al joven Stefan Zweig que vivió en la capital cosmopolita y finisecular del imperio austrohúngaro sólo le importaba lo nuevo, desde la poesía de Hofmannsthal a la música de Schönberg, y el orden sólido que representaba la austeridad próspera de la generación de sus padres le resultaba tan cansino y aburrido como las venerables barbas blancas de Brahms. Y quizás no fuese hasta el estallido de la tormenta de la Gran Guerra cuando comprendió que todo ese mundo que había despreciado o ignorado desde su torre de marfil —al tiempo que proporcionado las condiciones materiales para disfrutar de una vida lo suficientemente acomodada y ociosa e ideal para el cultivo del espíritu y la entrega al arte— no sólo corría el peligro de desaparecer, sino que la estética de la que participaba había contribuido en cierto modo a su aniquilación definitiva. Pues de otra forma no es posible entender el elogio al “mundo de la seguridad” con el que abre sus memorias en comparación con los capítulos que le siguen, y en los que la alabanza de la juventud y el arte nuevo casi pecan de la misma satisfacción y falta de autocrítica que su defensa de la libertad individual o del derecho legítimo a ser un burgués o creer en el humanismo.

Lo que la Primera Guerra Mundial barrió, y que apenas tuvo un tímido resurgir en la Europa de los años veinte para desaparecer por completo con la llegada de Hitler, fue un mundo en el que todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de razón. El continente llevaba décadas sin experimentar el horror de una guerra duradera. Al sentimiento de seguridad se le unía un ideal común de vida que creía en los valores ilustrados, la fuerza aglutinadora de la conciliación, la ilusión optimista de que el progreso técnico y moral nunca se detendría ni, mucho menos, podría servir a su reverso. “Lo que un hombre, durante su infancia, ha tomado de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre”, dice Zweig, “perdura en él y no se puede eliminar nunca”. En el verano apacible de 1914 nadie podía imaginar que aquella existencia cómoda y silenciosa caería como un castillo de naipes meses después del asesinato del archiduque Francisco Fernando. Y posiblemente ni el propio Zweig supiera hasta qué punto su deseo profundo de libertad interior y de ascenso cultural, que en cierta medida era un deseo muy extendido en la secularizada comunidad judía a la que pertenecía sin haberlo elegido, se vería pronto amenazado por la hostilidad y el odio. De pronto la tolerancia pasó de ser ponderada como una virtud ética a transformarse en lo que en parte sigue siendo hoy: una debilidad, una flaqueza. La confianza en la humanidad murió aquel 28 de junio. Y precisamente porque aquella edad de oro puede que sólo existiera en la mente de los poetas, Zweig hizo de su obra una misión de reconciliación entre naciones, de solidaridad cultural, de un europeísmo pacífico sin fronteras que si todavía sigue pareciendo ingenuo, es a consecuencia de la barbarie y el terror y el darwinismo social de las ideologías duras del siglo XX.

El mundo de ayer obedece a ese deber de dar fe y a la necesidad íntima de un hombre que vio cómo, mientras Europa se destruía a sí misma, todo lo que daba sentido a su vida, todo lo que de bueno había tenido su existencia particular, saltaba por los aires. Por sus páginas aparecen de cerca Rilke, Theodor Herzl, Gorki, Richard Strauss, ese otro exiliado lúcido y visionario que fue Sigmund Freud entre otros. Y aunque a veces la mucha complacencia de Zweig a la hora de recordar sus logros personales, su idealización de lo que se perdió y su creencia un poco mitómana en los grandes hitos del arte vuelva en ocasiones puntuales su lectura algo empalagosa, el valor de su testimonio alcanza aún mayor magnitud cuando pensamos que Zweig se suicidó junto a su mujer en Brasil nada más acabar el manuscrito. Dice Margaret MacMillan que muy pocas cosas en la historia son inevitables, que pocas veces miramos atrás para comprender lo que sucede, que necesitamos pensar cuidadosamente acerca de cómo se generan las guerras y cómo podemos preservar la paz cuando sobreviene otra crisis. La guerra no es un accidente: es un resultado. Y nunca se mira lo suficiente atrás para indagar las causas de lo que no tendría por qué haber pasado. Leer la evocación de los días de vacaciones previos al atentado de Sarajevo que hace Zweig demuestra hasta qué punto las guerras siempre toman por sorpresa a la gente. Leer su relato de la eclosión del nazismo prueba además cómo la incredulidad y la conmoción de lo que ocurrió en Europa en 1914, los más de nueve millones de soldados que murieron en los cuatro años siguientes, la devastación de todo un continente (simbolizada en el saqueo de Lovaina, la catedral de Reims o el corazón de Treviso), todo ese horror, puede olvidarse apenas una década más tarde cuando del centro de la humillación emerge un salvador con sus ideas fuertes.

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