El faro del fin del Hudson
Antonio Muñoz Molina
Oficio, 2015. Colección “Lindo&Espinosa”
ISBN: 978-84-606-7320-0
72 páginas
29 €
Ilustraciones de Miguel Sánchez Lindo
Coradino Vega
Publicado originariamente en The Hudson Review, este texto reciente de Antonio Muñoz Molina escapa a cualquier intento de ser adscrito a un género, pues en parte es una narración pero también un ensayo, una crónica personal y un conjunto de observaciones dispuestas en el espacio en blanco de manera fragmentaria. Participa, por un lado, de la familia de esos libros híbridos, casi de apuntes, que van desde El viajero y su sombra a Calle de dirección única, o de El Spleen de París a La tumba inquieta o Marca de agua, pero a la vez tiene resonancias como de los relatos de aventuras y expediciones de Julio Verne, Conrad o Chatwin. Lograr una prosa que combine la frescura instantánea del borrador y la composición laboriosa de la obra acabada, dice más o menos la cita de Virginia Woolf con la que se abre el libro. Toda escritura es un proceso de búsqueda y un dejarse llevar como el agua que baja del río o el caminante que da rienda suelta a sus pasos. Muñoz Molina se fija también en aquello a lo que aspiraban Capote o Baudelaire: producir algo con la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la profundidad y libertad de la prosa, la precisión de la poesía; el milagro de una escritura lo suficientemente versátil para adaptarse a cuanto le rodea y seguir el ritmo de los movimientos del alma, las ondulaciones del sueño y los sobresaltos de la consciencia; una pequeña obra de la que se podría decir sin injusticia que no tiene ni pies ni cabeza, porque en ella todo es a la vez principio y final alternativamente, recíprocamente.
Llama la atención cómo Muñoz Molina, con el paso del tiempo, ha ido depurando su propia prosa haciéndola cada vez más esencial, más clara, más exacta; y también da la sensación de que esa evolución en el estilo es el correlato de un desarrollo personal y un esfuerzo por prestar una atención más verdadera al mundo físico, a los objetos concretos, a las señales de la naturaleza, y dejar atrás cierto ensimismamiento, las obsesiones encerradas dentro de uno como en una burbuja o una botella, el humo nebuloso de sus primeras novelas. El camino hacia la palabra justa examina también la conciencia y busca un horizonte de equilibrio, de silencio, de paz serena. Mientras las suelas de las zapatillas de deporte recorren la orilla del Hudson en sentido sur hasta Battery Park, o en sentido norte hacia el puente George Washington, la mirada se fija en las marcas infinitas que va dejando el río, en su forma orgánica, en las botellas de plástico y la basura que queda varada en la margen cuando la marea está baja, en unos zapatos desparejados, en el campo de bloques de hielo durante el invierno, en los troncos de madera desgastados por el agua, en un ramo de rosas rojas tirado el día de San Valentín. Al principio bajaba como siempre a la altura de Riverside Park, “echaba a correr y creía que lo estaba viendo todo”, pero “han bastado unos pocos años —dice pronto Muñoz Molina— para darme cuenta de que apenas me fijaba en nada”. La caminata acompasa mejor la vista que la carrera, propicia la percepción simultánea de lo diverso y los estallidos microscópicos de las neuronas. Entonces aparece la necesidad de conocer la palabra adecuada para nombrar lo que se está viendo, los nombres de los árboles y los pájaros, la traducción exacta de un vocablo o una expresión en inglés, porque de lo que se trata no es de describir el río, sino de escribirlo: captar todos sus instantes a la vez, como el dibujante que esboza rápido un garabato en su bloc, los rasgos de las personas con las que uno se va cruzando y las transformaciones de luz del día y de las estaciones del año, las evocaciones que los detalles provocan en la memoria íntima y en la historia de ese sitio e incluso en la milenaria evolución del “universo objetivo”, como decía Pessoa. Algo en el suelo le hace recordar una moneda de cinco duros que encontró de niño cuando volvía de la huerta de su padre; el propio río dispara la conciencia a un aula de provincias en la que los alumnos memorizaban su definición, los nombres fluviales más importantes de España y del mundo, la célebre metáfora de Jorge Manrique; el sonido del agua que fluye como la tinta sobre el papel hace que se acuerde del piso de Granada en el que vivía cuando su hijo mayor aún no había cumplido un año, y junto al que pasaba otro río muy distinto. “The idea of some continuous stream, not solely of human thought, but of the ship, the night, etc., all flowing together: intersected by the arrival of the bright moths”, dice también Virginia Woolf. Las sirenas de los barcos, el ruido amortiguado de los coches pasando por la autopista cercana, el rumor geológico de los témpanos en medio del invierno ártico, el estruendo alejado de los aviones que se dirigen a La Guardia, la música de jazz un atardecer de verano en el que las luces flotan en el aire como luciérnagas. Esa simultaneidad. Verlo todo, escucharlo todo, prestar atención a todo.
El faro del fin del Hudson es una exploración para la que el aventurero prepara adrede sus provisiones, el reto de alcanzar a pie un punto remoto al noroeste de Nueva York yuxtapuesto a la historia de los descubridores del Half Moon y a la de los indios lenape, que ya estaban allí cuando llegaron a Manhattan los primeros colonos holandeses, y que por entonces se referían al Hudson como el río que fluye en dos direcciones. Pero también es un acto de gratitud frente a la presencia poderosa y benévola de la naturaleza; un testimonio que no rehúye el dolor de la memoria ni la pesadumbre de la conciencia y que, sin embargo, siempre está dispuesto a celebrar la maravilla de lo inesperado; una reflexión paralela sobre la percepción y la escritura y la vida como camino y continuo aprendizaje. “Si llevara un cuaderno a mano y un lápiz y pudiera escribir sin apartar los ojos del agua y sin detenerme haría la lista de todo lo que estoy viendo.” El hecho físico de escribir, su componente gustoso y a la vez atávico, una veces contemplativo y tranquilo y, otras, presa del sonambulismo y del rapto como les ocurrió antes al William Carlos Williams de Paterson, a Allen Ginsberg, a Hart Crane, a Frank O’Hara, al Lorca de Poeta en Nueva York, al Claudio Rodríguez del que manó como un torrente Don de la ebriedad. El descubrimiento mientras se escribe, se anda, se mira, se aprende. ‘Cry me a river. Write me a river.’ “Cuéntamelo, haz que suene en mis oídos, que su aire a limo y a algas y a mar me inunde las fosas nasales, que me lleve su corriente.” El faro como horizonte, como sosiego, como parada para seguir viviendo. Desde aquel verano en que encontré El jinete polaco en la biblioteca de mi pueblo, hace más de veinte años, yo no he aprendido tanto de nadie, y de forma más duradera, como de Antonio Muñoz Molina.