CAROLINA EXTREMERA | Se me va a terminar 2019 y todavía no he compartido con vosotros uno de los mejores libros que leí en 2018. Que me perdonen todos los agraciados en las listas de los libros más importantes de ese año, pero la mayoría de ellos no entraron en la mía de cinco y este sí. Este entró en la lista de los tres mejores. Lo compré sin tener muy claro por qué lo hacía, no había leído ninguna reseña ni conocía el nombre de la autora, pero el color azul turquesa de la portada, como el de las piscinas de los cuadros de David Hockney, me atrajo y lo llevé a casa. Esa navidad tuve que luchar para no devorarlo, para dosificarlo lentamente, relato a relato y, aún así, había días que uno solo me sabía a poco y tenía que llegar hasta tres. Finalmente, lo acabé. Recuerdo cerrarlo una tarde oscura de diciembre, ya cerca del fin de año, y salir a pasear a respirar el frío de Granada para poder retener el poso de lo que había leído. Después, busqué a Natàlia Cerezo en internet y descubrí algo que ya intuía pero igualmente me hizo sufrir, como cuando hace diez años quise ver todas las películas de Tom Ford al salir del cine tras ver Un hombre soltero y descubrí que ese señor era diseñador de moda y solo había dirigido esa. Creo que es mejor que os enteréis por mí en lugar de por un frío motor de búsqueda: la autora solo ha escrito este libro. Y necesitamos más. Si alguien se plantea un secuestro a lo Kathy Bates, que me vaya avisando.
En las ciudades escondidas está compuesto por quince relatos. Quince joyas brillantes, hermosas, pulseras hechas de plata pura o anillos de una sola banda perfecta de acero, sin recargos de piedras, sin aspavientos, construidas con un lenguaje sencillo pero preciso. Natàlia Cerezo necesita muy pocas páginas en cada historia para dejar huella, para desarrollar personajes muy complejos y completos que a veces se enfrentan a situaciones trágicas y difíciles y otras a una simple escena, un breve momento. El título no es el de ninguno de los cuentos, sino la de que todos los relatos transcurren en ambientes diferentes de lo urbano y siempre diferentes a lo que se espera, como un bosque, una carretera, un camping de verano, el bar de una rotonda en las afueras, el interior de una casa, un pueblo costero.
Los protagonistas suelen estar rotos desde el comienzo por una situación del pasado que planea sobre el presente y que se desvela más adelante, nunca al comienzo. La información se nos suministra con una maestría poco común, como en el relato Corazón, en el que se describe la situación de una adolescente que acude a un campamento de verano con este sencillo párrafo: “Mireia sopló el silbato y el grupo se marchó a montar en tirolina y Blanca tuvo que quedarse en la casa. Se sentó en uno de los bancos del porche y recordó cómo papá la había ayudado a hacer la mochila. Habrá muchas actividades que no sean deportivas, le había dicho mientras doblaba las camisetas, calientes aún por la plancha, y las metía en la bolsa”.
Esa elegancia impregna el libro entero, plagado de detalles que hacen la experiencia lectora vívida y real. “Sofía la oye bajar. Sus zapatos de tacón tienen un eco que rebota en las paredes y que la estremece. Las bolsas pesan y, cuando llega a casa, tiene la piel de la palma de las manos arrugada y roja como la de un bebé”. En esta precisión no abundan los adjetivos, porque la autora parece guardarlos y usarlos solo cuando vayan a ser perfectos, como en: “se deja guiar por la blancura ahuesada de las piedras”. Cada pieza del puzzle que es En las ciudades escondidas es perfecta y pulida, no solo por lo que contiene, sino también por lo que no contiene. Por ejemplo, la mayoría de los cuentos se desarrollan en un instante temporal difícil de situar. Podría ser hoy mismo, en los años noventa o en los setenta. Hay una ausencia casi total de móviles y tecnología, sobre todo en los relatos que hablan de la infancia, tal vez porque se refiere a una infancia pretérita o porque la niñez es intemporal o universal. En Incendio, el primero de todos, se puede sentir el ambiente de mi infancia, pero posiblemente es de ella que tiene casi diez años menos que yo. Al leerlo sentí mucha cercanía pero lo que más me convenció fue esa ausencia de nostalgia mal entendida, la ausencia de un “yo fui a EGB”. Tampoco contienen ese giro surrealista que tan de moda estuvo entre los relatos prefabricados para ganar concursos.
Por último, os dejo un consejo: es importante no leerlo del tirón. Cada relato deja su huella, hay que dejarlo madurar. Nos enseña que las vidas están compuestas de momentos, de escenas que pueden ser brillantes si se saben mirar aunque pertenezcan a una realidad anodina.
Cogí una galleta. Cada viernes, papá nos recogía en el camping e íbamos al hospital a verla. Le llevábamos flores silvestres, fresas diminutas que sabían a bosque y piedras de colores que encontrábamos en el río. Cuando entrábamos en la habitación, la abrazábamos y la cubríamos de besos. Tirábamos las flores de la semana anterior, llenábamos el vaso con agua del grifo y poníamos las flores nuevas, que ya empezaban a marchitarse y palidecer, como si estuvieran a punto de desaparecer.
En las ciudades escondidas (Editorial Rata, 2018) |Natàlia Cerezo | 184 páginas | 18.50€
A menudo, al leer una reseña, pienso: este libro me gustaría leerlo. Pero suele bastar una mirada a mi lista de lecturas pendientes para arrinconar ese pensamiento en el cajón de las buenas intenciones.
Esta vez no. Quiero leer este libro.