Ravelstein
Saul Bellow
Debols!llo, 2014
ISBN: 978-84-8346-183-9
256 páginas
9,95 €
Traducción de Roser Berdagué
Coradino Vega
Tal día como hoy, hace cien años, nació Saul Bellow. Sin embargo, a quien vuelve a sus novelas, sus cuentos o a la magnífica recopilación de cartas que publicó en 2011 Alfabia, no sólo le cuesta creer que haya alcanzado la centuria, sino que también lleve diez años muerto. Cualquier texto de Bellow exuda un vitalismo expansivo, una chispa repleta de energía que se funde con la variedad del mundo, una sacudida eléctrica que hace que parezca escrito ahora mismo. Pero por más que su tono se nos antoje de lo más cercano, el mundo que nos describió Saul Bellow dejó en parte de existir —como refleja tan bien El planeta de Mr. Sammler— incluso cuando él estaba vivo. El golfillo forjado en las calles del Chicago de la Gran Depresión había escuchado hablar de Trotsky y de Lenin desde la trona; la picaresca y el lenguaje de Division Street se unían a las expresiones yidis de los inmigrantes judíos y a las lecturas de las bibliotecas públicas auspiciadas por Roosevelt: la Biblia y los Patriarcas mezclados con los novelistas rusos, Dickens, Nietzsche o Balzac eran deglutidos por el adolescente ávido de alta cultura para quien la literatura formaba un todo insoluble junto a los trabajos sociales del New Deal. “En mi juventud la literatura formaba parte integrante de la vida —dijo en una entrevista de los años noventa—; se absorbía, se asimilaba en el organismo. No se era conocedor, esteta, amante de la literatura. No, con la literatura daba uno forma a su vida, era algo que se ingería, que pasaba a ser parte de la propia sustancia, que constituía la senda de la liberación y la libertad plena”. Primero era la vida real, las abstracciones venían luego. La literatura que sólo trata de sí misma siempre fue para él una chorrada. Cuando a los nueve años salió del hospital tras una enfermedad, Bellow decidió robustecerse llevando cubos de carbón con los brazos extendidos como había leído en un manual de un entrenador de fútbol americano. Y puede que ahí empezara su proceso insaciable de construcción personal, autoafirmación y mejora —el béisbol junto a Heidegger y Freud— que moldeó también su carácter: nada ni nadie podría oponerse a su objetivo de comerse el mundo con una “arrolladora vitalidad” y una “alegría desbordante”.
Sin embargo, sus dos primeras novelas bebían en cierto modo del sentimiento de alienación de moda por entonces y del “espíritu de negación” que después combatiría durante toda su vida. Cuando a finales de los cuarenta Bellow residió en París gracias a una beca Guggenheim, comprendió que su temperamento no tenía nada que ver ni con Beckett ni con el círculo de Les temps modernes. Sus invectivas contra el entorno de Sartre fueron similares a las que dirigió al mundo académico, la crítica literaria, la nueva izquierda o el relativismo cultural, y sirvieron para que sus enemigos acabaran viéndolo como un ogro reaccionario. No en vano Bellow fue el intelectual más anti-intelectual de todos los intelectuales: “Hoy utilizo la palabra ‘intelectual’ en sentido peyorativo —dijo en la misma entrevista—. Nunca me gustó la idea de ser un intelectual, porque pensaba que los intelectuales no podían resistirse a las grandes ortodoxias”. Percibía todo eso como algo hostil. Quería que las cosas fueran cada vez más grandes y sencillas. Los sistemas se desmoronan, pero la exigencia de justificar nuestra presencia en el mundo aumenta. Y el rotundo sí a Norteamérica que supone, según Coetzee, Las aventuras de Augie March es a la vez una apuesta por la exuberancia de la vida —con su fluida forma de mezclar el habla coloquial con un estilo elevado que reverenciaba las grandes ideas a la vez que se burlaba de ellas— y un rechazo a la petulancia y la frialdad del intelectualismo contemporáneo. Ese libro fue su rebelión contra el arte minoritario y las inhibiciones que imponía. Porque él quería llegar a todo el mundo. “Estoy cansado de toda esa melancolía y aburrimiento”, escribió a su amigo Oscar Tarcov en 1949, en una carta en la que se mostraba “a favor de levantar el corazón”. En París se dio cuenta de que no sólo detestaba a los esnobs, sino que echaba de menos la energía americana, “incluso la de Minneápolis, donde nadie es culto”. Y en otra carta escrita diez años después corroboró: “Si lo único que tenemos que decir es que ‘la humanidad apesta en nuestras narices’, entonces el silencio es mejor, porque ya hemos oído ‘esa’ noticia”. Con Las aventuras de Augie March Bellow se destrabó de las restricciones de la gravedad cultural y halló un estilo propio, un flujo de conciencia torrencial que, como dice Muñoz Molina, parece que no necesitaba de corrección posterior ni de ningún tipo de cautela, y que fue su manera natural de levantar su grandiosa concepción afirmativa conectada con la superabundancia; su entusiasmo narcisista por la vida; su inextinguible pasión por la enormidad de detalles deslumbrantes, llenos de gente monumental, charlatana, abrumadora y ambiciosa, con frases atiborradas y precisas que no ocultaban, sino que revelaban, el trasfondo mixto de todas las cosas. La sensación resultante, escribió Philip Roth, fue la de un dinamismo vital encauzado por una voz descomunalmente inteligente y desenfrenada que, al no hallar resistencia, se impregnaba de pensamiento sin perder por ello su conexión con los misterios del sentimiento.
Bellow concebía la vida como una mezcla incesante de celebración y tristeza, de exaltación y decadencia, de felicidad y amargura. Al igual que Proust, creía que la misión del escritor consistía en dar fe de las “impresiones de vida”, en tratar de llegar al corazón del gran enigma e interpretar el caos para darle sentido: que la escritura no fuera otra cosa que una acción transformadora del alma. De ahí el carácter ciclotímico de sus novelas, lo que Roth denominó “las alternancias temperamentales de Bellow”, pues cada libro optimista y más o menos cómico (Las aventuras de Augie March, Henderson, el rey de la lluvia o El legado de Humboldt) quedaba contrarrestado por el siguiente (Carpe Diem, El planeta de Mr. Sammler o El diciembre del decano), donde el sufrimiento nunca recibía un tratamiento ligero ni por su autor ni por los personajes que lo padecen. Sólo Herzog, que es su obra maestra, lograría integrar esa divergencia. Aunque también Ravelstein, su última novela.
Asombra pensar que este libro fuera publicado sólo cinco años antes de morir. Porque en él está muy presente el descaro y la frescura y la potencia narrativa del mejor Bellow: el que, como muchos de sus personajes, se pasó la vida de un lado a otro, pleiteando contra esposas y colegas, atendiendo a multitud de compromisos retrasados, angustiado y exaltado, sin un momento de tranquilidad, sin respiro: aquel que sostenía, presa del torbellino y de su mente en constante ebullición, que lo mejor era no pararse, puesto que escribía mejor con estrés. Bellow no inventaba prácticamente nada. Tenía un talento ácido para ficcionalizar la experiencia inmediata. Cada vez que publicaba una novela huía de Estados Unidos para no leer las reseñas y escapar de las demandas de sus exmujeres. Pasional y sarcástico, severo y vigorizante y a menudo vengativo, el Bellow de Ravelstein parece ser el de siempre: el advenedizo judío que quiere abrirse hueco en el mundo y respirar a bocanadas grandes, aquel que no se somete jamás al chantaje de la crítica, de la familia o de una sociedad determinada por el dinero. La llegada con su mujer de Chick, el biógrafo que cuenta la vida excesiva del erudito Abe Ravelstein, a una isla caribeña es toda una muestra de exotismo, exuberancia y comicidad impropia de un hombre de 85 años. Allí cuenta cómo cae intoxicado por un pescado en mal estado y, si hemos leído sus cartas, rápidamente detectamos que esa experiencia fue la del propio Bellow: en 1994, él también cayó gravemente enfermo a causa de la ciguatera tras comer pescado contaminado en la isla de San Martín y, prácticamente, tuvo que aprender a escribir de nuevo. Pero de cada dificultad salió adelante echando mano de su temperamento, aferrándose al oficio, escribiendo un nuevo libro. Ese vitalismo impregna de algún modo también Ravelstein, que es una reflexión sobre la vida, la cultura y la muerte, pero sobre todo una manera de oponerse frontalmente a ésta. Abe Ravelestein es un trasunto literario apenas maquillado del que fuera su amigo Allan Bloom. Y la figura del profesor Grielescu fue el medio por el que Saul Bellow ajustó cuentas con el pasado fascista de Mircea Eliade. Pero lo que más sorprende es el denso ritmo vital de la novela, que al Nobel no se le agotara la chispa, que aun contando lo mismo de casi siempre fuera capaz de hacerlo otra vez tan brillantemente.
A partir de 1964, con la publicación de Herzog, Bellow había escapado definitivamente del gueto y se había convertido en un escritor famoso y rico, por más que dilapidara su fortuna sufragando divorcios y pensiones de hijos. Cada nueva novela se convertía en un éxito de ventas y en objeto de polémicas. Su literatura era leída ampliamente y, a pesar de su elevado contenido intelectual, rebasaba el círculo literario e influía en una parte importante de la sociedad norteamericana. Sin embargo, y como decíamos al principio, el mundo en el que Bellow se formó hacía ya tiempo que había dejado de existir, enterrado por la vulgaridad, el consumo y los estudios culturales. En España, Debols!llo ha ido reeditando prácticamente toda su obra, y Galaxia Gutenberg inició hace unos años la heroica tarea de encargar traducciones nuevas de algunas de sus novelas. Pero quizás cabría preguntarse quién sigue leyendo de verdad hoy día a Saul Bellow. Quien no lo haya hecho aún se encontrará con un clásico contemporáneo, con un autor que rehuye todo lo que en apariencia importa para no evitar lo que realmente importa, con una compleja mezcla de belleza, chiste y dolor que, explorándola como nadie, trasciende de la neurosis instalada en el presente. Él quería que los escritores volvieran al mundo, satisfacer las preguntas sobre la conciencia humana a las que no llegaba el materialismo. Bellow sigue vivo. Sólo ha cumplido cien años.
Nos vas a jubilar a todos, chaval…