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Ya no existe la soledad

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MANOLO HARO | La huida o el compromiso son dos elementos consustanciales al ser humano. El primero requiere de un lugar, un motivo, un paraíso artificial; el otro, de la corriente del mundo. A Kamo No Chōmei la corriente de aquel mundo a caballo entre el siglo XII y el XIII lo llevó a ser huérfano, luego monje sintoísta, más tarde poeta y, por último, eremita, confluyendo en este último estadio, como no podía ser de otra forma, todos los Chōmeis anteriores. La orfandad lo recluyó en un templo en el que apenas se relacionó con nadie. Por su talento poético, fue admitido en la residencia del Emperador retirado. Los oropeles y los favores imperiales le hicieron abrigar la esperanza de ocupar un puesto como servidor en el santuario de Kawai. No fue así. La desabrida corriente del mundo seguía horadando la piedra caliza de su existencia. Más tarde, la Oficina Imperial de la Música –órgano oficial encargado de los entretenimientos de la realeza– hizo saber al Emperador que el poeta había ejecutado “una pieza de transmisión secreta”, desvelada sin haber obtenido el permiso del maestro (aunque existen otras versiones de este pasaje). La búsqueda de un lugar en la Tierra comenzaría tras estos varapalos del poder, entendidos por el autor como una continua humillación.

Leyendo los Pensamientos desde mi cabaña se reconoce la finísima sensibilidad de este clásico de la literatura japonesa. Chōmei buscó en el apartamiento del mundo el desarrollo personal y la búsqueda de lo esencial. En apenas cincuenta páginas se pasa revista general –sus reflexiones nunca buscan hurgar en las heridas personales sino que se afanan en plasmar un pensamiento de carácter universal–  al dolor de los hombres por mor de las guerras, las enfermedades y la muerte. Su retiro en varias cabañas construidas por él mismo fue una búsqueda continua para conocer y entender el corazón humano por medio de la poesía y la meditación. Este ermitaño japonés no lo fue en el sentido estricto de la palabra; al igual que tampoco lo fue San Jerónimo. Chōmei no renunció ni al laúd ni a una lírica que perseguía conmover el corazón y expresar lo que se siente de forma exhaustiva:

“En primavera, las glicinas, rizándose como olas, florecen en el oeste como la sagrada nube purpúrea que acompaña a Amida. En verano, escucho el canto de los cucos, y les suplico que me prometan servirme de guías en el supremo paso montañoso de la muerte. En otoño, las voces de las cigarras vespertinas me llenan el oído, como despreciando la efímera cáscara de este mundo. Y, en invierno, contemplo la nieve que se acumula como nuestras faltas y se derrite como una expiación”.

Su escritura pugna por recoger los ciclos de la vida y el recuerdo constante de la muerte:

“En las noches serenas, mirando la luna por la ventana, recuerdo a los viejos amigos. Escucho los plañidos lejanos de los monos y las lágrimas humedecen mis mangas. Las luciérnagas entre las hierbas semejan fogatas de los remotos pescadores de Makinoshima. El sonido de la lluvia matutina lo siento como el viento que golpea las hojas. Cuando oigo los melodiosos cantos de los faisanes, los confundo con las voces de mi padre y de mi madre. Cuando los ciervos bajan de las cumbres y, mansos, se acercan a mí, pienso lo lejos que estoy del mundo. Al despertar durante las noches de invierno, atizo los rescoldos entre las cenizas y los convierto en mis amigos. Las montañas no me atemorizan, no son tan altas ni tan profundas sus cuencas, y me agradan los ululatos de los búhos. En cada estación que pasa, la montaña me ofrece su encanto inagotable. Debo añadir que el interés de lo que en este lugar se puede contemplar se agranda para aquel que desarrolla aquí sus pensamientos y trata de adquirir un saber aún más profundo”.

T.E. Lawrence  decía que “los aviadores no tienen posesiones, ataduras, ni mezquinas preocupaciones cotidianas… En verano pertenecemos al sol. En invierno luchamos indefensos a lo largo del camino, y la lluvia y el viento nos acosan hasta que pronto nos convertimos en viento y lluvia… En todas partes hay comunicación; ya no existe la soledad”. Casi un siglo despúes de estas palabras, se acentúa en nuestro mundo la imposibilidad de la soledad debido a la hiperconectividad que nos ha hecho olvidarnos de nosotros mismos. Desde el adagio horaciano del beatus ille, pasando por el Menosprecio de corte y alabanza de aldea de Fray Antonio de Guevara (escrito y dedicado al rey de Portugal y no a Carlos V como respuesta airada a que el emperador no le otorgara un puesto de importancia en la corte), y rematando con la grandísima hermandad de los “cabañistas” habidos y por haber (Martin Heidegger, Mahler, Knut Hamsun, Wittgenstein, Strindberg, Evuard Grieg, Virginia Woolf, Bernard Shaw o el citado Lawrence), muchos han sido, por palabras o hechos, paradigma de una actitud necesaria para encontrarse con las musas o con uno mismo, cuando no con ambas cosas. Tal vez sean estos tiempos propicios para dedicarle  una lectura a este librito que con tanto mimo edita Errata Naturae con prólogo de Natsume Sōseki, postfacio de Jaqueline Pigeot y el texto de Tamamura Kyo que cierra el volumen. Y si todo ello no fuera suficiente, no hay nada como deleitarse con el cierre, tan mágico como remoto e improbable ya, de: “Yo, monje bonzo Ren´in, escribí esto en la cabaña de Toyana al final de la tercera luna del segundo año de la era Renryaku” (1212).

Pensamientos desde mi cabaña  (Errata Naturae) | Kamo No Chōmei | 152 páginas | 16 € |  Traducción de Kazuya Sakai

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