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Yo soy, yo soy, yo soy

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Respiré hondo y oí la consabida fanfarronada de mi corazón. Sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí. (Sylvia Plath, La campana de cristal)

 

CAROLINA EXTREMERA | ¿Recuerdan aquella vez en la que estuvieron a punto de morir? Claro que sí. Todos lo recordamos.  Hay un instante en el que lo vemos claro y creemos que es el final pero, en realidad, nunca lo asumimos de verdad. Tiendo a pensar, de hecho, que tampoco lo asimilaríamos si fuera cierto. El avión que cae, por ejemplo, el coche que está a punto de estrellarse. Nuestro cerebro parece dividido en dos zonas, una que sabe que va a morir y otra que no lo imagina bajo ningún concepto porque, sencillamente, morir no es real. Hay una obra de arte de Damien Hirst  – que tiene el dudoso honor de hacerse detestar a la vez por los detractores absolutos de cualquier arte posterior al impresionismo y por los expertos en arte contemporáneo –  que lo expresa muy bien. La del tiburón en el tanque de formol. Supongo que ustedes también la conocen y también la odian, pero quédense por un momento con su título: La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo. Esa es la esencia de nuestra incredulidad en el momento de asimilar que el choque es inminente, que mientras estamos vivos es la muerte la que no existe.

Imaginen ahora que aquel instante que pudo ser decisivo pero que al final no lo fue, en lugar de ser tan único en sus vidas, se hubiera repetido con más frecuencia. En concreto, diecisiete veces. Estarían en el caso de Maggie O’Farrell, que en Sigo aquí esboza una autobiografía basada no en sus logros, estudios, amores o lecturas, sino en diecisiete roces con la muerte que ha tenido a lo largo de su vida.

Antes de que pongan los ojos en blanco ante otro libro autobiográfico más, permítanme que les diga que  su hilo conductor es tan peculiar que es difícil tratarlo como unas memorias al uso. Además, la narración no sigue un orden cronológico, sino que va saltando en puntos diferentes del tiempo, desde la juventud a la infancia, a la vida adulta, a la adolescencia, al momento de nacer. Así, encontramos un encuentro con un asesino, un accidente de aviación, una enfermedad que le dejó secuelas o un parto complicado. Cada uno de los capítulos está dedicado a un “roce con la muerte” y tiene como título una parte del cuerpo – la que corrió peligro – y una fecha, así como una ilustración pequeña, a lápiz, con aspecto médico, de la anatomía del órgano correspondiente.  De esta manera vamos de “Cuello,  1990” a “Pulmones, 1988” y a “Garganta, 2002”. Estos saltos temporales están manejados con maestría, porque O’Farrell se traslada siempre a su yo de ese momento y nos muestra los diferentes estados de las distintas edades de su vida. Por ejemplo, en el capítulo “Todo el cuerpo, 1993” asistimos no solo a un accidente de avión narrado de forma aterradora, sino también a los cambios en su vida, a su crisis personal y amorosa y a su traslado a otro continente para salir de su situación mientras que en “Pulmones, 1988” todo sucede desde el punto de vista de la adolescente que era entonces. En ese sentido, el título del libro en su idioma original es mucho más pertinente, ya que en La campana de cristal lo que escribe Plath textualmente no es “sigo aquí” sino “I am, I am, I am”. Yo estoy, pero también se podría leer como “yo soy”. Es de eso de lo que trata esta obra, no tanto de cómo permanecemos a pesar de las experiencias sino de quiénes somos a causa de ellas.

Vayamos un momento, antes de terminar, al capítulo “Cerebelo, 1980”. En él, se cuenta cómo sufrió encefalitis a los ocho años: “Nunca antes había padecido un dolor igual ni lo padecería después. No tenía bordes, era perfecto en el sentido en que lo es la cáscara del huevo. Y era invasivo, me colonizaba, sabía que pretendía apoderarse de mí, usurparme, como un espíritu maligno, como un demonio”. El dolor inmenso y la cercanía a la muerte a una edad tan temprana marcan a la autora de forma que todo el resto de su vida – y del libro – está convencida de que morir es natural. De las dos opciones posibles que se pueden tomar en esa situación – el miedo o el riesgo – ella elige la segunda y a veces su valentía se convierte en temeridad. Algunas de las situaciones descritas en Sigo aquí las provoca ella misma por su escaso temor. Sin embargo, cada capítulo se puede leer como una oda a la vida, a la supervivencia. Nos dice que estamos aquí por muy poco, que podríamos no estar vivos. Durante un instante, reflexionando sobre esta lectura, somos conscientes de la finitud de nuestra estancia en el mundo y nos proponemos aprovechar cada día al máximo. Por supuesto, se nos pasa enseguida, porque la muerte, para nosotros que estamos vivos, simplemente no es real.

Una de esas noches estoy despierta. La enfermera que me cuida ha dicho que no, que no podemos poner otra cinta, que necesito descansar. Pasos, la voz aflautada de un niño, un ruido rítmico como si arrastraran un juguete por el linóleo. El niño dice algo en un tono agudo e interrogante y la enfermera le pide silencio. – Chsss – le dice –. Hay una niñita muy cerca que se está muriendo.

Sigo aquí (Libros del Asteroide, 2019) | Maggie O’Farrell | 272 páginas | 19,95 euros | Traducción de Concha Cardeñoso

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