MANUEL MACHUCA| Conocí a Eduardo Jordá hace muchos años, cuando, tras participar, por pura envidia a una compañera de profesión, en un concurso similar al que el autor mallorquín afincado en Sevilla ha ganado con Pájaros que se quedan. Otoño en Pensilvania, decidí migrar a una tierra hasta entonces desconocida para mí, la literatura, que solo había visitado como lector.
Después de haber quedado como Cagancho en Almagro en aquel premio de relatos que promovían los hoteles NH, inasequible al desaliento, consulté con Fernando Iwasaki, otro afincado, y le pedí que me recomendase algún curso de escritura creativa. Deseaba aprender ciertas claves que me permitieran en el futuro escribir algo decente, algo de lo que al menos pudiera no sentirme avergonzado con el paso del tiempo, tal y como sucedía con aquel texto que con tan buen juicio rechazó el jurado. Desde entonces, entre clases y paseos de vuelta a casa, entre hijos que compartían colegio, y con el aderezo común de un pasado en el África subsahariana, se tejió una relación personal de amistad y afecto, de admiración por mi parte, a pesar de nuestras diferencias en la forma de ver e interpretar el mundo. Porque no son las ideas las que separan a las personas sino su capacidad de escucha. Puedo decir sin exagerar que fue Eduardo Jordá quien me enseñó a leer, cuarenta y tantos años después de que mi madre y mi abuela lo hicieran, y ante eso, ante su talento a la hora de analizar textos literarios, ante su ingente capacidad lectora, porque él sí, él es un escritor que lee, no hago sino descubrirme. Termino ya este extenso inciso sobre mi relación con Eduardo, porque en lugar de una crítica sobre su obra parece más bien su obituario, ese género en el que quien escribe habla sobre él en lugar de sobre el muerto. Y Eduardo es un escritor muy pero muy vivo.
La obra narra la estancia del autor durante el otoño de 2012 en una universidad norteamericana, que lo había contratado como profesor visitante a raíz de la lectura, por parte de uno de los profesores del Departamento de Español de un college del estado de Pensilvania, de uno de sus poemas, «Corazón», que acababa de ser publicado como plaquette por el Centro Cultural de la Generación del 27, de Málaga. Aunque el tiempo de la historia se circunscribe al semestre en el que el autor ejerce como profesor de español en Carlisle (Pensilvania), el tiempo narrativo va mucho más allá de aquel, y en realidad comienza cuando el niño Jordá recibe por parte de su padre, el doctor Jordá, la noticia, luego fracasada, de que en breve se irán a vivir a Estados Unidos. La narración es, en realidad, y a pesar de que se lo haya dedicado a sus hijos, un homenaje a su padre, y de alguna forma, la novela es el homenaje de un hijo al sueño fallido de su padre.
De lectura ágil, con una prosa tan sencilla de leer como dificultosa de escribir y de apreciar, la novela se desarrolla en capítulos no demasiado extensos a lo largo de los cuales, el professor Jorda nos relata sus vicisitudes desde que llega en septiembre hasta que regresa. Unas vicisitudes que no tienen que ver tanto con experiencias extraordinarias, de aventuras sin límite en la América profunda, sino que relatan algo mucho más importante, el único viaje posible y real, la única aventura de la vida, la del viaje interior. En mi opinión particular, me han resultado especialmente emotivas el relato de la batalla de Gettysburg y el homenaje a Woody Guthrie, sin contar con ese maravilloso epílogo que lleva por título «Somos los pájaros que se quedan».
«Somos los pájaros que se quedan» es el verso de Emily Dickinson que inspira el título de la novela. Un poema que la poeta norteamericana escribe a los treinta y tres años en la carta en la que les da el pésame a sus primas por la muerte de su padre. Esos pájaros que se quedan que son, en la interpretación de Jordá, los seres vivos que no pueden acompañar a los muertos en ese viaje al lugar donde no hay dolor ni soledad ni nieve ni frío ni angustia.
Indudablemente, y esta es mi interpretación personal de la novela, es Eduardo Jordá el pájaro que se queda, el que no puede acompañar a su padre a esa reconfortante Latitud que está a salvo de las heladas. Es la respuesta a la pregunta que nunca se atrevió a hacerle, ni siquiera en sus últimos días, a por qué aquella migración prometida a América en 1965 no fue posible. Casi cincuenta años después, el niño Jordá se hizo americano durante unos meses para saldar la deuda con su padre. Y se fue, para quedarse.
Pájaros que se quedan. Otoño en Pensilvania, de Eduardo Jordá, ha sido la obra ganadora del XV Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes.
Pájaros que se quedan. Otoño en Pensilvania (RBA Libros, 2019) | Eduardo Jordá| 255 páginas | 18,00 € |