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Agustín de Foxá. Una aproximación a su vida y su obra

Luis Sagrera

Editorial Dos Soles, 2009

ISBN: 978-84-96606-57-9

248 páginas

22’50 euros






Jesús Cotta
Siempre me había gustado el Soneto a un centauro adolescente y gracias a este libro me acabo de enterar de que lo había escrito Agustín de Foxá. Pero confieso que mi interés por él se suscitó a raíz de la prohibición que en Sevilla hizo la Delegada de ¡Participación Ciudadana! de un acto literario en su homenaje a cargo de Aquilino Duque y Antonio Rivero Taravillo. Me pareció tan surrealista que la encargada de agilizar y promover los actos ciudadanos se dedicara precisamente a prohibirlos, me indignó tanto que dejase en la calle al público interesado y a dos escritores que admiro, que me puse a leer su Madrid, de corte a checa, una joya literaria (a propósito, recomiendo vivamente a los editores realizar en Sevilla homenajes literarios a autores que no le gusten al ayuntamiento: venta segura.)

Al aprobar la carrera diplomática, Luis Sagrera se vio obligado a realizar una memoria y decidió que el tema sería Agustín de Foxá y, con los debidos retoques, ahora se publica. El libro repasa la vida, la obra y el trabajo del poeta y articulista y novelista que fue Foxá y, dado que Luis Sagrera ha trabajado en la Carrera Diplomática, presta especial interés a esta faceta del escritor, inseparable de su obra y de sus temas de inspiración.

Echo en falta un poco más de desarrollo de su relación con Federico García Lorca, a quien conoció en casa del diplomático chileno Carlos Morla Lynch, y de sus primeros años falangistas durante la República, que es a mi juicio la época más interesante del siglo pasado; y me habría gustado que, tratándose de un escritor tan brillante, el libro estuviera escrito con un estilo más personal y literario: a ciertos escritores no se les puede hacer una biografía a modo de apuntes. No se puede hablar de san Juan de la Cruz en el mismo estilo que de Antonio Pérez. Pero el autor ha optado por no hacerse notar y de hecho habla de sí en tercera persona y prefiere, con buen criterio, ser claro, ameno, correcto y pulcro, para que el protagonista sea exclusivamente Foxá. Y desde luego logra el objetivo de abrirnos el apetito.

Con Foxá uno corre el riesgo de creer que fue un señor muy brillante y muy culto con una personalidad desbordante y un estro agudo y fecundo que igual que iba de acá para allá, escribía de esto y lo otro. Pero Luis Sagrera, con su prosa ágil y transparente, nos muestra el misterio profundo de aquel hombre que buscaba el sosiego que su trabajo le impedía tener y la profundidad de la obra que su romanticismo y sus efectismos le frustraron muchas veces.

Foxá fue un hombre inquieto y brillante, amante de la luz y el color, de una capacidad asombrosa para la imagen deslumbrante y la metáfora, que en su juventud participó en aquellas veladas madrileñas consistentes en leer poemas en lugares románticos como cementerios y palacios abandonados. Y compuso por encargo de José Antonio algunos de los versos del Cara al sol. Tras la rebelión militar, aquel conde falangista se salvó de la muerte a manos de unos milicianos entreteniéndolos con la lectura de unos versos y la República lo envió como diplomático a Bucarest, donde Foxá actuaba en realidad como agente de Franco, hasta que el Gobierno cayó en la cuenta de que estaba pagando a un agente del enemigo. A su regreso a España se sorprendió de ver cantados por la muchedumbre sus versos de Cara al Sol, que él había compuesto en la bañera.

Entonces comienza una larga y brillante carrera de diplomático en Helsinki, Roma, Montevideo, La Habana, su favorita, y otros lugares. Es famosa la anécdota que cuenta cómo en Finlandia, Malaparte lo hizo venir bajo temperaturas de cuarenta y cinco grados bajo cero porque había dieciocho soldados rusos que declaraban ser españoles, hijos de aquellos huérfanos de la guerra civil que fueron enviados a Rusia. Foxá les trajo tabaco, comida y medicinas y quiso salvarlos del fusilamiento proponiéndoles firmar una declaración de adhesión al régimen de Franco, cosa que sólo hizo uno de ellos. Los demás, mientras se enterraba el cadáver de uno de ellos muerto de pulmonía, saludaban con el puño cerrado. Foxá siempre los consideró españoles y valientes y consiguió que no fueran fusilados. Era, desde luego, un hombre donde lo humano primaba sobre lo tontamente ideológico.

Participó, en 1949, a iniciativa del Instituto de Cultura Hispánica, en la Misión Poética: cuatro poetas, Foxá, Panero, Rosales y Zubiaurre, harían una gira por Hispanoamérica, para leer sus poemas y acabar con la imagen de una España sin poetas desde la muerte de Lorca. Aunque en La Habana y en Caracas hubo abucheos y lanzamiento de huevos contra ellos y los llamaron asesinos y delatores de Lorca, la Misión fue en sí un éxito.

Luis Sagrera nos ofrece, en fin, una semblanza lúcida de un hombre que “apedreó con rosas un mundo que le disgustaba, pero al que no quería hacer daño”, que decía que la buena poesía es la que hace llorar a las mecanógrafas, un poeta más intuitivo y emocional que conceptual e ideológico, de estilo centelleante, un clásico, según González Ruano, que luchó a brazo partido con el romanticismo de siete cabezas. Fue además espléndido con su dinero, españolista y europeísta, sin prejuicios, simpático y un buen embajador, con esa doble naturaleza de centauro que lo llevaba a disfrutar de la vida con un aire helénico y pagano y a amar y temer al Dios del misterio y del amor y que disfrutó de la vida y la pintó con versos brillantes hasta que la enfermedad lo trajo de Filipinas a España para morir en brazos de su madre, como un centauro ya viejo que nunca había dejado de ser el niño que mira asombrado las maravillas de la Tierra.

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