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A favor de las farmacias y en contra de Walt Disney

Hay sótanos que debemos cerrar. La depresión te sonambuliza, te mata. Es un estado de pánico constante. Te ha salido una enemiga inesperada que no se va, no se va, no se larga ni se pronuncia: dadme todos los fármacos del planeta. Solo hay dos opciones a la hora de tapar una depresión, dos descansos auténticos:

Dormir y morir

CAROLINA EXTREMERA | Me irrita la gente que no se medica. Sobre todo, los que  lo hacen con superioridad moral. Tienen un resfriado horrible y llevan todo el día echando mocos, lagrimeando. Se quejan y, cuando les preguntamos si se han tomado algo, responden que no. Entonces, ¿qué quieres? Si te duele la cabeza y no te tomas un ibuprofeno, ¿por qué me hablas de tu dolor de cabeza? Y esas caritas que ponen, entre contritas y orgullosas, al decir que no, que ellos prefieren no tomar medicamentos. Los hay incluso que, soportando todos los padecimientos sin tomar ni un triste paracetamol, van diciendo por ahí que son ateos y laicos, sin saber la carga judeocristiana que llevan encima. Aguantar el dolor, ese mito. Me dirán ustedes que no puedes tomar un ibuprofeno cada día y tendrán razón, pero de ahí a no tomar nunca ninguno hay un trecho muy grande. Otro día hablamos de los que no se ponen las gafas porque “los ojos se acostumbran”. ¿Se acostumbran a qué? ¿A no ser Rompetechos?

            Sabiendo esto sobre mí y mis preferencias vitales – a algunos les gusta aguantar el dolor y otros queremos ser felices – entenderán lo mucho que me vi reconocida en estas palabras: “Estoy en contra de Walt Disney y muy a favor de las farmacias. Larga vida a los polvos blancos que nos alegran la existencia, al ibuprofeno que en ocasiones me salva de una ciática horrorosa. A la pasiflora en extracto seco, me da igual.” Solo en el primer capítulo ya me había ganado Almudena Sánchez con esta declaración. Pero hay más.

            Fármaco es la historia de una depresión, de una medicación, de cómo se instala la tristeza en las mentes, en los cuerpos, en la propia biografía y en el concepto mismo de la vida, y nos la cuenta mostrando cuáles son los paisajes que la acompañan. Está narrada en forma de escenas y momentos. Algunos son instantes recogidos de la infancia donde, nos guste o no, está siempre el origen de todo lo que nos acaba persiguiendo en la vida adulta. “Este libro va de la infancia, la infancia malvada, que empezó con una bicicleta y terminó con un vómito, como la mayoría de las infancias”. Nos lleva con ella al pueblo mallorquín en el que se crio, a su familia, a su instituto donde sufrió acoso y la cama de hospital donde la operaron de un cáncer a los diecisiete años. Nos da acceso, también, a otros momentos de su vida adulta, como sus visitas al Dr. Magnus o la vez en la que se alojó en un hostal para desaparecer con el objeto de hablarnos de la depresión no como un dolor pasado que te enseña a ser mejor ni desde la posición de una experta, sino como una experiencia real, su propia experiencia. Al fin y al cabo, en eso consiste la literatura, en describir la vivencia de alguien, ya sea la de uno mismo o la de otro personaje de ficción.

            Hay una elección muy clara por parte de la autora en cuanto a la forma de narrarnos esta época de su vida. No es autocompasiva, pero sí compasiva. No es irónica, pero hay muchas secuencias con un fondo de humor extraordinario como, por ejemplo, una anécdota de su infancia en la que se queda enganchada con un pie en la bicicleta y su padre aparece con una sierra para ayudarla a salir. Ella empieza a llorar y, para rematar, llega un vecino empeñado en darle un plátano como si fuera la solución a todos los males. Leyendo eso pensé en esas escenas de las películas de Woody Allen en las que todo es patético pero lógico y me reí a carcajadas. Elige también utilizar un lenguaje muy poético,  pero no creo que lo haga como una forma de edulcorar su experiencia, sino porque más bien es así como ella ordena sus pensamientos a la hora de expresarse. Una muestra: “A pesar de que mis manos son parecidas a un atizador de mosquitos, para algo sirven, pues con ellas escribo, alcanzo estantes, desentierro una canica, me lleno de pétalos, pago un pimiento, saludo tristemente, firmo acuerdos, me subo y me bajo la cremallera, desvarío”.

            A pesar de que en una entrevista la he escuchado decir que ella no es una intelectual y que ha querido primar ante todo las emociones en este libro, no tengo muy claro que lo haya logrado del todo, porque contiene muchas reflexiones interesantes y  racionales sobre su estado y sobre la depresión en sí misma que van más allá de sus sentimientos, así como alusiones muy bien elegidas a autores que han escrito sobre temas como el suicidio o la enfermedad como William Styron, Simon Critchley, Roger Bartra, Janet Frame o Andrew Solomon . Demuestra una especial sensibilidad y discernimiento al analizar las palabras de Julia Stephen, la madre de Virginia Woolf, que escribió sobre la enfermedad y sobre la condición del enfermo que pasa mucho tiempo en la cama.

No busquen un manual de autoayuda en Fármaco, ni tampoco el morbo o la mera autobiografía. Busquen literatura. Si todavía necesitan algún consuelo, piensen que esta historia la cuenta una persona que ha sobrevivido. Esa es la esperanza que contiene.

Si a mí una persona que quiero me dejara una nota de suicidio en su mesita de noche, la analizaría gramaticalmente palabra a palabra, hasta sacarle todo el jugo. La perfumaría con el olor que trasmitiese su pérdida. La guardaría en el interior de una cajita de música de la que sonara, no sé, “Into My Arms” de Nick Cave o “The Blower´s Daughter” de Damien Rice. La trasladaría al latín, por si me aclarara algo su raíz primera. La traduciría al francés, que es un idioma elegante.”

Fármaco (Literatura Random House, 2021) |Almudena Sánchez| 192 páginas | 17,90 euros

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