RAFAEL ROBLAS CARIDE | Me reconozco un fetichista literario. De esos que coleccionan no sólo libros, sino también firmas y dedicatorias de escritores estampadas sobre las páginas de respeto de sus ejemplares. Por esta manía tengo comprobado que no siempre es buena idea tratar con un autor cuyo trabajo se admira. Porque, en no en pocas ocasiones, el personal abandona la cola decepcionado, no sólo por un trato humano deficiente o por un exabrupto de artista venido a más –véase el caso de Fernando Fernán Gómez y su famosísimo “¡a la mierda!”-, sino también por haber idealizado demasiado una biografía. Ese es el momento en que, indefectiblemente, advierto la corta distancia que separa a un creador de su personaje y el instante en el que el crítico devora al friki que en mí habita: recuerden aquello del poeta fingidor de Pessoa y tal. Mas, con mucha frecuencia, la maniobra de repliegue ya resulta infructuosa y el daño perdura. Irremediablemente.
Afortunadamente, a este Karmelo C. Iribarren no lo conozco en persona, quiero decir, que mi impresión se mantiene aún virgen, apegada a lo que de él he leído -descubrí su obra hace relativamente poco tiempo- y sin contaminación afectiva de ningún tipo. Y me gusta imaginarlo escépticamente hastiado tras la barra del bar, despachando cafés y desayunos de primera mañana; o poéticamente lúcido, habitando esas altas horas de la madrugada en las que, ya algo pasado de alcohol, el hombre sorprende sus verdades resplandeciendo bajo las bombillas de las farolas vecinas. O de cara a la pared en la amanecida de cualquier día, desnudo, odiándose a sí mismo y odiando a la desconocida mujer con la que ha compartido esa noche su olvido y su dolor de existir.
Cada vez que me aproximo a Iribarren –y me ha vuelto a ocurrir con este ejemplar de La frontera y otros poemas– forzosamente regresa a mi memoria la poética de ese otro gran autor vasco que fue Blas de Otero, expresada en estos descarnados endecasílabos: “Ando buscando un verso que supiese / parar a un hombre en medio de la calle, / un verso en pie –ahí está el detalle– / que hasta diese la mano y escupiese”. No se me ocurre mejor manera de describir la poesía de Karmelo C. Iribarren: un imperfecto verso que escupe en la cara del lector para mostrarle que el hombre es un ser hecho para el olvido y que la vida es áspera y cabrona como ella misma. Por eso, quizás, al leer al poeta donostiarra, me despojo de prejuicios varios y, obviando mis preferencias por otro tipo de poesía donde rima y métrica son esenciales, caigo rendido ante el poder de su rotunda palabra. Y comprendo la apuesta de Abelardo Linares que lo sostiene editorialmente como un autor fetiche, con todo merecimiento, por otra parte.
Cierro la última página de esta primera edición exenta de La frontera y otros poemas –la primigenia formaba parte del volumen de su Poesía completa publicada en 2005- y nuevamente percibo esa inevitable sensación de incomodidad y de desamparo. Ese latigazo, esa hostia en plena cara que te despierta de la ensoñación ideal en que está sumido el mundo contemporáneo. Y soy un niño asido a la mano de su padre con toda la desesperanza del porvenir por delante; y un mendigo curtido a cicatrices que camina a través de la niebla para pedir un poco de lumbre a los transeúntes; y un amigo pepla que hace del sablazo su razón de vida; y una anciana a pie de acera en una mañana de lluvia que se atasca ante el semáforo en verde.
De lo único que sí estoy seguro es que con este Karmelo C. Iribarren no soy el crítico que se pierde en inconsistentes análisis métricos o rítmicos. Ni el filólogo que diserta sobre tal o cual influencia, porque… ¿quién habla de tendencias o banderías cuando el verso te estalla en la cabeza como disparado por una Browning del nueve?, ¿quién se para a admitir que el tono del vasco procede de los ecos dejados por el realismo sucio, por Carver o por Bukowski?, ¿quién pontifica ahora sobre la Poesía de la Experiencia poniéndola de vuelta y media y enfrentándola a la Poesía del Conocimiento? No seré yo, por supuesto. Me basta entonces sólo con recordar alguno de los poemas, identificándome con aquel viejo solitario –uno de tantos- que esboza una sonrisa en una esquina del salón mendigando un atisbo de lejana ternura mientras le acecha el final:
Como las sombras
huyen despavoridas hacia los rincones
cuando encendemos la luz,así la muerte –siempre rondándole cerca-
cada vez que su memoria
le regala un recuerdo feliz.
O bien, escapando por la vía del humor –elemento que tanto echo en falta en la poesía española- hacia el mismo centro del laberinto, ese núcleo imantado que parece atraer todo intento de elevación y optimismo, me topo con el peso implacable del tiempo. Tempus fugit, o, en palabras de monsier Salvago, otro ilustre experiencialista: “Si algo enseñan los años / es que todo se acaba. / Que nada, en este juego, / dura ni importa nada”.
El semáforo cambia a ámbar,
no me va a dar tiempo
a pasarlo,
acelero,
pero es inútil,
rojo.
Freno,
y me entretengo mirando
a una deliciosa pelirroja
que empieza a cruzar
la calle,
y que me mira
a su vez,
que no me quita ojo,y que resulta ser
-trágame tierra-
una amiga de mi hija.
O, por último, y por no cansar, me estrello hacia la mitad del libro contra el leit motiv que le da nombre y cuerpo al mundo poético de este poemario de Iribarren: esa frontera percibida como lugar soñado y temido al mismo tiempo por el niño que se apostaba en una estación de provincias. Sí, es ese espacio minúsculo donde el olvido y el aburrimiento pesan tanto que parecen detener las manecillas de un eterno reloj que, no obstante, prosigue implacable hasta hacer caer la noche y la tristeza sobre todos. También sobre las esperanzas futuras:
Era un lugar siniestro,
peligroso, un lugar
donde podía pasarte
cualquier cosa. Los trenes
iban lentos: al otro lado
estaba Francia, nada menos,
y más lejos aún, pero mucho más
lejos, Pekín. Una vez fui
con mi madre hasta Bayona.
Estaba todo limpio y quieto,
como muerto, como si no pasase
nada. Luego lo supe: ser libre
no es igual que ser feliz.
Llegado a este punto de no retorno y desolado por la contemplación descarnada de la vida –la mía también-, miro siempre a mi alrededor y creo sorprender en la lejanía a este Karmelo C. Iribarren con la mirada absorta, perdida en el infinito; asimilando a duras penas ese papel de ser solitario que literariamente ha asumido; observando el mundo como lo hacen los personajes de los cuadros de Edward Hopper. Serio, meditabundo, callado.
O, como hoy en La frontera, olvidado en un rincón y apurando una botella medio vacía, sin hacer nada ni esperar a nadie, desengañado por haber descubierto –tal vez demasiado tarde- que ser libre no es lo mismo que ser feliz. Y en ese momento me alegro por disfrutar de sus versos y compartir olvidos juntos, en la distancia. Entonces, quizás egoístamente, me juro firmemente no pedirle nunca una dedicatoria para mi colección, no sea que le dé por joderme el final de la película. Que ya tuve bastante cuando supe que en verdad Rick Blaine nunca pisó Casablanca.
La frontera y otros poemas (editorial Renacimiento), de Karmelo C. Iribarren | 71 páginas | 14,90 euros