
JUAN CARLOS SIERRA | En casa siempre hemos tenido en muy alta consideración a Paul Auster. Si uno mira los estantes de la librería familiar, los títulos del escritor americano ocupan aproximadamente balda y media. La trilogía de Nueva York, El Palacio de la Luna, Sunset Park o El libro de las ilusiones tienen un lugar de honor. No obstante, mi favorito de todos los que puedo recorrer con la mirada por las estanterías de casa es A salto de mata. Crónica de un fracaso precoz. No sabría explicar exactamente la razón de esta preferencia, pero lo cierto es que se trata de uno de esos libros supuestamente periféricos en la trayectoria de un autor que sorprendentemente se convierte en central, en mi caso muy probablemente porque me llegó en el momento adecuado. Por cierto, al lado de la obra de Auster colocamos y sumamos algunos títulos de Siri Hustvedt, por aquello de la proximidad marital.
Desde que falleció Auster, paseamos su ausencia de tanto en tanto revisando y revisitando sus libros, aunque solo sea ojeando párrafos elegidos al azar en esos escasos ratos libres de nuestra vida excesivamente ajetreada (como la de cualquiera, supongo). Y es que cuando fallece uno de tus escritores favoritos, sucede algo muy similar a cuando pierdes a un familiar o a un amigo muy querido: de la sorpresa, la incredulidad e incluso la negación, se pasa al dolor del vacío y a la nostalgia. Entonces, los intentamos hacer presentes en el recuerdo de los mejores momentos de vida en común, es decir, durante los más dichosos azares compartidos; y en el caso concreto de los escritores admirados, los rescatamos de ese olvido que a todos nos alcanzará en sus mejores momentos literarios, en los que nos han proporcionado más gozo estético, en los de absoluta emoción.
Siento escribirlo -y bien que me duele-, pero me temo que la última novela de Paul Auster, Baumgartner, no va a correr esta suerte, al menos en lo que a mí respecta. Si las novelas leídas del autor americano, disfrutadas y admiradas, resultaban sorprendentes por esa manera natural de Auster de manejar habilidosamente los elementos azarosos en las tramas, en Baumgartner, la obra que nos ocupa en esta reseña, ese azar aparece ya desde el inicio deslucido, descuidado, desvaído, desorientado. La ruptura de lo previsible siempre nos había llevado a lugares insospechados, pero no por ello extraños a la lógica caprichosa de la existencia de los personajes novelados; en Baumgartner, sin embargo, el giro no nos conducirá a ningún lado, no indicará el camino por donde transitará el personaje principal, no aportará nada sustancial al conjunto de la novela. Supongo que para los habituales de Auster podría ser algo así como un guiño cómplice, pero me temo que poco más, muy poco más; un guiño bastante inútil y decepcionante, por tanto.
La historia que se cuenta, si es que se cuenta alguna y no una miríada algo confusa de ellas, gira alrededor de quien le da nombre a la novela, el profesor Baumgartner, instalado melancólicamente en lo alto de la cuesta abajo de la vida, en su tiempo de descuento. Quizá habrá quien por esta circunstancia quiera o pueda hacer una lectura biográfica de la novela, igualar al personaje principal con el escritor, de una edad y un perfil intelectual similares, pero ni tengo los conocimientos suficientes para apoyar o refutar esta teoría ni creo que resulte realmente relevante para la interpretación de la novela. En cualquier caso, lo narrado, como ya se ha apuntado más arriba, independientemente de esta circunstancia paraliteraria, carece de una solidez aceptable, de un cuerpo más o menos orgánico y coherente, ya que la narración se extiende destartaladamente a lo largo del repaso de la vida del protagonista, como una suerte de enorme digresión (auto)biográfica en tercera persona que llega a marear al lector. Quizá un poquito de stream of consciousness, esa técnica narrativa que traduciríamos como ‘fluir libre de la conciencia’ -aproximadamente-, habría ayudado a encuadrar literariamente el batiburrillo de asuntos tratados en Baumgartner
En cualquier caso, el espejo retrovisor en el que se mira este personaje parece apuntar a una búsqueda muy personal, la de la propia identidad. Entiendo que ese cuerpo orgánico del que arquitectónicamente dije que carecía el libro, sí se puede apreciar en este elemento de indagación retrospectiva, en el repaso de algunos capítulos de un pasado recuperado por quien en su presente narrativo se supone que ya debería tener este asunto de la identidad más que resuelto, pero que su cercana jubilación ha removido y descolocado considerablemente. Supongo que habría que enmarcar este rasgo dentro de una tradición muy norteamericana de búsqueda de las raíces en una sociedad marcada tan vivamente por el fenómeno migratorio y por eso que se ha llamado el sueño americano, el hombre hecho a sí mismo y toda esa épica capitalista norteamericana que a estas alturas del partido se nos antoja tan de cartón piedra. Es ahí precisamente donde se encuadrarían todos los capítulos relativos a la identidad familiar ‘histórica’: el pasado europeo, judío, emigrante y huyente del Holocausto.
Por otra parte, y muy probablemente en un horizonte más interesante, se encuentra el yo más personal, el cuestionamiento de la propia identidad ante un nuevo hito en la vida del protagonista de la novela, su jubilación. Quizá uno de los hallazgos más valiosos del libro se halle precisamente aquí, en esta puesta en solfa del yo en un punto de la vida en que se supone que uno debería tener claro quién es. Pero, como sucede en el poema de José Carlos Rosales ‘Declaración de dependencia’, Baumgartner parece atisbar que uno se construye en relación con los demás y, en su caso, esencialmente en la relación con las mujeres que han pasado por su vida: Anna, su esposa muerta prematura y estúpidamente; Judith, aquella otra mujer bastante más joven que él a la que pidió matrimonio una vez superado el trauma por el fallecimiento de Anna; y finalmente se abren las expectativas de construcción del yo a partir de la próxima convivencia con una joven y brillante investigadora empeñada en sacar a la luz la obra de Anna, especialmente su obra poética, y que se instalará en casa de Baumgartner durante el tiempo que sea necesario para concluir su trabajo académico. En relación con este último asunto, que a la postre cerrará el libro, habría que señalar que el final elegido por Auster resulta abrupto, cortante, seco, pero paradójicamente abierto a una continuación que sabemos imposible por la reciente desaparición del escritor.
Más allá de estos pocos puntos de interés indicados en los párrafos anteriores, Baumgartner no alcanza ni siquiera a algunas de las obras de Paul Auster consideradas menores o periféricas. He intentado explicar por qué desde un juicio crítico sucede esto, pero también puede ser que, al contrario de lo que me ocurrió con A salto de mata, no haya sabido apreciar la novela porque no me encuentre yo en el momento vital adecuado para su lectura, aunque ya me acerque peligrosamente a la edad de jubilación. A pesar de todo, Auster sigue conservando un lugar preferente en el altar literario familiar.
Baumgartner (Seix Barral, 2024) | Paul Auster | 264 páginas | 20,90 euros