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A vueltas con Julio Verne

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Comenzamos a «destrozar» clásicos (o, al menos, a ponerlos en tela de juicio) por nuestro V AniversarioSi el año pasado nos dio por confesar aquellas lecturas que nos daba vergüenza reconocer en público que nos habían gustado, ahora toca lo contrario: obras que (hasta ahora) nos daba vergüenza admitir que NO nos habían gustado, y nuestro estadista Juan Carlos Sierra empieza fuerte, con una referencia casi intocable, La vuelta al mundo en ochenta días (1872) de Julio Verne. Veamos en qué momento se le desinfló el globo a Juan Carlos…

 

 

Juan Carlos Sierra

Como bien saben amigos y familia, fui un lector tardío y, como confesé en este blog hace ahora aproximadamente un año, me inicié con un libro que ahora me sonroja, Ilusiones del americano Richard Bach, precursor sin duda del inefable Paulo Coelho.

Esta tardanza, según cuentan los entendidos en la materia, me ha privado de unas cuantas lecturas imprescindibles que con seguridad me habrían enriquecido eso que llaman «mundo interior» -el mío, se supone- y que además habrían contribuido a matizar con algo más de imaginación mis cuadrículas mentales. No obstante, y como uno es de naturaleza optimista, supongo que también me he ahorrado algún que otro volumen supuestamente infantil y/o juvenil que no lo era tanto. Por otra parte, creo asimismo que me ha hecho bien que algunas de esas lecturas me hayan llegado a una edad en la que el lector ingenuo infantil y/o juvenil ya no lo es tanto por edad y, sobre todo, por formación -y deformación- profesional.

A propósito de esto, me gustaría sacar a la palestra al francés Julio Verne, autor que me debería haber acompañado en más tierna edad y que posee el muy discutible marchamo de imprescindible autor de literatura juvenil. Más concretamente me centraré en La vuelta al mundo en 80 días, ese clásico de la literatura de siempre. He de admitir, ahora sin sonrojo alguno, que lo he intentado con otros títulos de este escritor, por si me había precipitado en mi juicio sobre mi primera incursión «verneana», pero en todas las ocasiones no he podido avanzar más allá de la página 40.

Lo que me inquieta de la categoría de clásico aplicado a La vuelta al mundo en 80 días es que lo tenga por el simple hecho de haberse reeditado y traducido incansablemente desde 1872. Esto no demuestra ni su valía ni su inclusión en dicha categoría, pues bajo mi punto de vista carece de lo esencial para que pueda ser considerado como tal; a saber, que envejezca bien, que parezca que el tiempo no ha desgastado al relato, porque plantea cuestiones que, pasados los siglos, siguen enraizadas en los desvelos fundamentales del ser humano, esas preguntas insoslayables que cuestionan nuestras esencias. Y además debe estar bien escrito.

No digo que no plantee Julio Verne asuntos de plena actualidad, como sus hagiógrafos insisten en remarcar. No voy a ser yo quien cuestione su valor profético o visionario. No me van a pillar en un renuncio quienes ven en el autor francés a uno de los precursores de la ciencia ficción. No van por ahí mis desavenencias ni creo que estas virtudes sean suficientes para pasar a la historia de la literatura como un clásico.

Lo que fundamentalmente echo en falta en La vuelta al mundo en 80 días es su calidad literaria. No sé francés, así que no he podido leer el original y, por consiguiente, no puedo hacerme una idea fiel de su estilo. No obstante, las traducciones que he manejado me sugieren una prosa fácil, directa, ágil, muy en consonancia con la historia que se narra. Supongo que esto tiene que ver con el hecho de que se publicara originalmente por entregas en el periódico Le Temps; de ahí quizá también la brevedad de la mayoría de los capítulos, que contribuyen a esa sensación de ligereza y amenidad en la lectura.

No obstante, lo llamativo del libro tiene que ver, bajo mi punto de vista, con la construcción de personajes o su ausencia, más bien. Digamos que se trata de personajes planos, esquemáticos, sin matices. Leídas las primeras líneas sobre cada uno de ellos, se puede predecir sin margen de error cómo van a reaccionar ante los sucesos que les van a salir al paso. Quien viaja o ha viajado, sabe que uno no es el mismo cuando vuelve a casa. Y más en un periplo tan movido como el que se narra en La vuelta al mundo en 80 días. Sin embargo, el Phileas Fogg que plantea su apuesta en el Reform Club -hierático, cuadriculado, frío y rutinario hasta la exasperación- regresa tal cual tras 80 días fuera de sus inamovibles costumbres de gentleman londinense. Ni siquiera, Jean Passepartout, el criado francés del caballero inglés, evoluciona. No se trata de que Sancho se «quijotice» ni de que don Quijote se «sanchifique», pero resulta muy extraño que un viaje como el que se describe en este libro deje a cada uno de los personajes principales como se encontraban en la casilla de salida.

Por otra parte, ya que hablamos de estos personajes, la caricaturización del extremadamente puntual y ordenado caballero inglés se puede interpretar como un intento de introducir una crítica a la idiosincrasia británica. Sin embargo, me da la impresión de que Julio Verne no supo explotar este recurso. Primero, porque cae en los más burdos tópicos y, en segundo lugar, porque ni siquiera consigue, al colocarle al lado al criado Passepartout, un inquieto e intrépido francés, que este funcione como contrapunto de Phileas Fogg, debido al servilismo y fidelidad que demuestra el galo a lo largo de la historia.

Y ya que he sacado el tema de los tópicos, se detecta que el autor cae sistemáticamente en prejuicios geográficos y étnicos, por llamarlos de alguna manera. Se habla de los países por los que transcurre el viaje y de sus habitantes con un conocimiento que no levanta el vuelo de lo que superficial y extendidamente un lector medio de la época poseería. Y supongo que un autor, en aras de la verosimilitud y de la riqueza de su relato, no ha de quedarse en ese nivel. En este sentido, es especialmente llamativo el cuadro hindú del rescate de Auda, la joven y bella viuda del anciano rajah de Bundelkund. En este relato, así como en otros capítulos de la novela, los tópicos parecen surgir de una cosmovisión europea u occidental -es decir, como quien desde la civilizada metrópoli mira al resto del mundo por encima del hombro-. Bajo esta perspectiva se observa a los territorios por los que transcurre la historia como lugares exóticos, incomprensibles o directamente salvajes. En esta lógica, que podríamos llamar imperialista, no se da ni siquiera una posibilidad al «buen salvaje», que podría haberse encarnado, por ejemplo, en Auda, pues el autor nos deja claro que se trata de una aborigen cuya educación ha corrido a cargo de los colonizadores británicos.

Para no desentonar, en el final del libro también cae Julio Verne en uno de esos tópicos y típicos ‘happy endings’ tan caros a cierta subliteratura melodramática y a lo peor de la fórmula nada secreta de los exitazos del cine americano. No me refiero al giro postrero sobre la resolución de la apuesta de Phileas Fogg, que no deja de tener su gracia y su chispa, sino a la escena inmediatamente anterior en la que intervienen Auda y el señor Fogg. No voy a desvelar el argumento, aunque cualquiera puede imaginarlo, aun sin haber leído el libro -de ahí eso que le reprochábamos desde un principio: su previsibilidad-, sino que insistiré en la inverosimilitud de esta escena para las costumbres de la época y, sobre todo, en lo cursi del diálogo en que todo este asunto queda resuelto -con algún “¡Ah!” que se escapa por ahí acompañando a la mano de la muchacha sobre su pecho encendido y con un atisbo de emoción en los ojos vidriosos del flemático Fogg-.

Alguien podría justificar todas estos pecadillos al contexto de su publicación por entregas en Le Temps y a la adaptación al público al que iba dirigido. Bien, pues entonces dejemos las cosas como estuvieron, olvidémonos de que es un clásico, pensemos que el autor subestimaba a sus lectores y admitamos que otras novelas verdaderamente gigantes también se publicaron por entregas.

Reproducir de oídas, recomendar de oídas, editar de oídas no es buen negocio para la literatura, si queremos dignificarla. No se debería reeditar una y otra vez un libro sin argumentos literarios sólidos como si fuera la quintaesencia de lo clásico; no se debería seguir incluyendo en los listados de títulos juveniles una obra como esta sin unas advertencias previas; pero, fundamentalmente, no se debería seguir editando un libro como La vuelta al mundo en 80 días con portadas en las que sus protagonistas aparecen montados en globo, el único medio de transporte del momento que no utilizaron durante los 80 días de viaje. Porque, en cualquier caso, aunque por todo lo dicho hasta aquí se pueda concluir que La vuelta al mundo en 80 días tampoco es para mantenerla en el olimpo de los clásicos universales de la literatura, tampoco es cuestión de hundir la mucha o poca dignidad que le queda a Julio Verne en esta novela.

admin

2 comentarios

  1. Lo del globo ya me ha matado…
    Por lo demás sólo conozco un libro de Verne donde crea realmente un personaje: 20.000 leguas de viaje submarino, con su capitán Nemo.
    Pero tampoco puedo juzgar mucho más, porque prácticamente todo lo que he leído de Verne ha sido en adaptaciones para público juvenil. Incluso el Viaje a la Luna, que leí en una edición larga, completa y aparentemente sólo traducida, me di cuenta mucho más tarde de que era una enorme simplificación respecto al espeso original.

  2. Yo también me he quedado desinfladísimo con lo del globo… Por cierto, ¿y esa absurda tendencia a «traducir» los nombres? ¿Por qué decidimos aquí que este buen hombre se tenía que llamar Julio?

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