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Abrazos que no caben en los libros

EDUARDO CRUZ ACILLONA | Era uno de los grandes autores invitados en aquella edición de la Feria del Libro de Sevilla cuyo año no recuerdo y, como solía repetir en sus artículos diarios Francisco Umbral, no me voy a levantar ahora a mirarlo (esto lo decía porque usaba máquina de escribir y el internete le quedaba muy lejos).

Yo había leído El libro de los abrazos hacía tiempo y a él regresaba de vez en cuando en busca de esas pequeñas historias que eran auténticos descubrimientos, en algunos casos por su lenguaje coqueteando con la prosa poética, en otros por tratarse de leyendas arcaicas traídas al presente con extrema delicadeza y verosimilitud, en otros por hacer magia de la cotidianeidad y en otros más, quizás los que más me interesaban por mi manera de escribir microrrelatos, por darle la vuelta al calcetín de la realidad y descubrir nuevos mundos donde aparentemente sólo podía uno toparse con la rutina.

Llegué tarde a la caseta donde firmaba. Quería ser el último por tentar a la suerte y poder charlar más de medio minuto con él. Incluso dejé pasar en la cola a unos cuantos que llegaron más tarde que yo.

Cuando le extendí mi ejemplar y le comenté que era uno de mis libros de cabecera, me preguntó mi nombre. Y me dijo que siempre se le hacía raro dedicar un libro a alguien que se llamaba como él.  Le contesté que no importaba, que me conformaba con que nos tomáramos una cerveza juntos y charlar un rato. Y por increíble que pareciera, aceptó de buen grado, se lo comunicó a la responsable de prensa de la editorial que le acompañaba y nos instalamos en la barra de un establecimiento de los alrededores de la Feria. Y no diré cuál es por no hacerle publicidad al bar Laredo.

Antes de la segunda caña (segunda caña mía, él pidió una infusión, si mal no recuerdo), ya me había contado una historia que nunca llegó a convertir en relato. Hablaba de unas montañas que parecían crecer según les diera la luz al abrigo del sol, y de unos árboles en injustificada decrepitud. También se explayó, y disfrutaba con ello, contándome cuán felices eran los animales de la zona pues vivían en libertad y desconocían el término “destino”, valga la redundancia. Por último, se quiso detener con más detalle en describirme la vida cotidiana de unos indígenas que no tenían más normas de convivencia que el sentido común y que trataban de usted a los vientos.

Si cerraba los ojos, era como si estuviera escuchando un relato inédito de la versión audiolibro del ejemplar que reposaba a mi lado.

El tiempo pasó, la responsable de prensa acudió móvil en mano, como es preceptivo en cualquiera que ostente un cargo similar, y su agenda impuso nuevos escenarios. Se despidió con exquisita amabilidad, celebrando aquel rato de tan agradable charla (cuando yo apenas había podido colar algunas preguntas sueltas), y con un abrazo que sentí sincero. Me quedé en la barra del bar, con un vaso de cerveza a medio llenar y con una historia que él nunca llegó a convertir en relato y que guardaré para siempre.

A día de hoy, conservo con especial cariño aquel ejemplar de El libro de los abrazos. Sin firmar, porque a Eduardo Galeano se le hacía raro dedicar un libro a alguien que se llamaba como él.

El libro de los abrazos (Siglo XXI de España, 2006) | Eduardo Galeano | 272 págs. | 21,85€

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