Getting up / Hacerse ver. El grafiti metropolitano en Nueva York
Craig Castleman
Capitán Swing, 2012
ISBN: 978-84-940279-0-1
264 páginas
18,50 €
Traducción de Pilar Vázquez Álvarez
Introducción de Fernando Figueroa Saavedra
Manolo Haro
A mediados del siglo XVI, el poliartista Giorgio Vasari quiso contribuir a la historiografía de las manifestaciones estéticas de su tiempo con una portentosa obra que dio en llamar Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos. En ella recogía la vida y legado de los mayores creadores que había visto la ‘Bella Italia’ desde Cimabue hasta Michelangelo Buonarroti. A pesar de no observar con demasiada atención los límites de parcelas tan distantes como la historia y la recreación ficcional –la falta de datos llevó a entender la Biblia como una fuente de documentación al historiador Alfonso X el Sabio–, la obra de Vasari constituye un documento de época esencial para rastrear los latidos del corazón del Arte en el Renacimiento. Evidentemente la velocidad del tiempo para Vasari era muy diferente a la que marcaba allá por los 80 el tictac de la muñeca de Craig Castleman, autor de Getting Up / Hacerse ver. El grafiti metropolitano en Nueva York. Su libro hace lo propio con los «artistas» urbanos de la Nueva Florencia pero sólo con afán de recoger al vuelo –apenas una década– todo lo que estaba pasando dentro de una forma de expresión a la que aún las cátedras universitarias –si es que sabían de su existencia– no habían sabido si quitar el marchamo de gamberrada o colocarle el de arte. Precisamente el valor del libro reside en ser un material cercano cronológica y físicamente al momento de explosión del grafiti en Nueva York. Su publicación en USA supuso uno de los primeros espaldarazos al movimiento y, a su vez, la consecución de un estatus inicial que con el paso de los años y su paulatina e imparable expansión a todos los confines del mundo post-industrial le ha valido la atención del mundo académico.
El contenido del libro se plantea como una crónica vivaz entreverada por las voces de protagonistas de muy distinto signo. Además, cuenta con un interesante ‘corpus’ terminológico para los no iniciados en el asunto. No hay enjuiciamiento alguno por parte del autor; sus principales actores hablan directamente: «escritores» (así se les llama a los grafiteros), policías, detectives, operarios de la empresa de la Metropolitan Transit Authority, periodistas, el alcalde Lindsay, etc. narran en primera persona sus causas y azares en aquel New York donde un primigenio Basquiat –por cierto, la voz del artista no pasó por la grabadora de Castleman en un momento donde todavía no había saltado al lienzo– grafiteaba también y los Talking Heads ya estaban dando señales de su talento musical. El autor no se para a dirimir si el grafiti que tapiza los vagones del metro por dentro y que los decora por fuera son una manifestación cultural o un producto de individualidades atenazadas por su color o condición. De hecho, algún testimonio policial recogido en el libro deja claro que ni raza, nacionalidad, estatus económico o social determinados esclarecen nada acerca del fenómeno, pues todos los adolescentes pintan por igual sin que se puedan adscribir a unas determinadas coordenadas socioeconómicas. Sí que es cierto que el grueso de los que se aventuran a garabatear en la red del metro provienen de barrios como el Bronx, Brooklyn o Queens, en donde residían muchos desheredados.
Taki 183 fue el descorche del movimiento grafitero en N.Y.C. Un joven parado de Washington Heights llamado Demetrius colocó en 1971 así su firma en el metro. El New York Times mandó a un periodista en el verano de ese año a investigar sobre el jeroglífico. El reportaje convirtió de la noche a la mañana a Demetrius en un héroe popular fácil de emular con la mera ayuda de un simple rotulador Unis más tinta Flowmark. Las cuitas de estos jóvenes seguidores de Taki 183 iban desde el diseño de las pintadas a la organización silenciosa para decorar un vagón o un tren entero, del robo masivo de pintura a la búsqueda del reconocimiento de sus pares. Los más espabilados quisieron ver en tales trabajos una forma manifiestamente original de arte urbano, por lo que el nacimiento de organizaciones que dieran cobijo y formación a tal cantidad de artistas –a la manera de los talleres de pintura en el París de la bohemia– suponía un paso determinante. Hugo Martínez con la UGA (‘United Graffiti Artist’) y Jack Pelsinger con la NOGA (‘Nation of Graffiti Artist’) dieron la posibilidad de que una cierta normalización llegara a una actividad totalmente criminalizada por la Alcaldía de la ciudad. De hecho, será John Lindsay, alcalde en activo en ese momento, el auténtico cruzado contra un fenómeno que era tan difícil de erradicar como una plaga de insectos. En 1972 la alcaldía neoyorquina estaba en bancarrota; las medidas como la aplicación de sustancias como el Hydron 300 para combatir las pintadas en el metro, el uso de perros adiestrados, las vallas de espinos o el aumento de vigilancia estaba saliendo por un pico cuando había que recortar de todos sitios. Se creó una ‘Transit Police’ en la que destacaron auténticos cabrones como el agente Schwartz, que era capaz de rociar con spray rojo incautado el pelo afro de un muchacho y esperar hasta que se le secara. Lindsay mostró su absoluta gratitud hacia este prohombre. O los agentes Kevin Hickey y Conrad Lesnewski, auténticos superpolicías para los grafiteros de toda la ciudad.
En fin, como dijo en su momento Jack Pelsinger, fundador de la NOGA, “todo el mundo necesita ser alguien, sentirse importante y ser importante para los otros. El arte es la manera más rápida de conseguirlo y estos chavales lo necesitan. ¿Por qué no pueden verlo así esos burócratas que lo controlan todo?” Controvertidas palabras que contienen la semilla de lo que aún hoy, a pesar de la absorción social e institucional del movimiento en algunos trances de nuestro tiempo –sólo hay que ver cómo la aceptación del grafiti «controlado» deja huella en nuestras ciudades–, sigue suscitando pasiones encontradas. Cerner lo tosco de lo sublime en este arte resulta interesante todavía. Quede el libro de Craig Castleman como arqueología necesaria para seguir preguntándonos acerca del tema y felicitaciones a Capitán Swing por correr riesgos editoriales propios de un grafitero en tiempos de Lindsay. Salud y al spray.