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Al final del río

 

 

InsurgenciasPoesía (1965-2007)

Antonio Hernández

Calambur, 2010. Volumen Uno y Dos

ISBN: 978-84-8359-189-5

487 y 425 páginas, respectivamente

50 €

 

 

 

Rafael Roblas Caride

Todo poeta que se precie como tal persigue al final de su vida el sueño de un volumen antológico que reúna el grueso de su obra bautizado con el título, más o menos explícito, de Poesía completa. De esta manera, descansarán cuidadosamente dispuestos en sus páginas los versos, los poemas y los libros, apacibles, esperando la “mano de nieve” del filólogo de turno que prepara su estudio o su tesis doctoral y que, a su vez, reza a los dioses por un ‘corpus’ ordenado que le permita acometer su labor investigadora sin mayores preámbulos.

La editorial Calambur parece últimamente empeñada en satisfacer a ambos, escritores y críticos, elaborando un catálogo en el que, tras las experiencias -escribo de memoria- de Rafael Morales, de Victoriano Crémer o de la recientemente galardonada Paca Aguirre, han encontrado también acomodo las completas de Javier Lostalé, Basilio Sánchez, Jesús Hilario Tundidor, Joaquín Benito de Lucas o Manuel Ríos Ruiz.

Así, tampoco se ha escapado de esta fiebre antológica Antonio Hernández (1943), estimable y polifacético autor, prosista y poeta, que ha visto reunidos todos sus libros de poemas en los dos volúmenes de los que consta esta cuidada edición titulada Insurgencias (1965-2007). En ellos, el lector puede compartir el extenso trazo de ese largo camino que va desde el primerizo El mar es una tarde con campanas (1965) hasta el último A palo seco, solazándose y recreándose en cada uno de los recovecos temáticos y estilísticos de la obra de Hernández.

De este modo, como si fuera un río o un tren, el verso del poeta arcense recorre estas páginas en paralelo a la vida, fluyendo hacia la conciencia del hombre o hacia el recuerdo del niño, tal y como nos indica Francisco J. Peñas-Bermejo en su extenso prólogo. Hermosos son los paisajes del pueblo y los encuentros desde el presente con la memoria perdida, ahondando en el tono elegíaco que Hernández hereda de uno de sus poetas favoritos, Antonio Machado.

«En esta soledad
que sólo puebla
el recuerdo,
estuvo la choza
donde vivíamos
en agosto.
Y por estas lindes
andaban la mula,
el perro
y las gallinas.

Todo me lo han cambiado
por un nudo
en la garganta.»

Porque el pasado duele, sin duda alguna. “Mira si te amo, que al volver a mirar mi recuerdo lo aprieto en el pecho aunque me haga daño”, recita el autor en uno de sus primeros poemarios. Duele, pero sin embargo, se hace necesaria esa mirada atrás -hacia el primer amor, hacia los familiares muertos, hacia la tierra natal- para, desde el dolor, recuperar la esencia del ser y regresar a esa montaña que, como símbolo, se establece en la poética de Hernández en piedra angular sobre la que gira la vida, desde sus primeros libros, en contraposición a la dura y penosa llanura de la existencia adulta:

«Era la montaña lo mismo que una madre.
Por ella se podía correr, saltar sin el temor
de tener extravío […]
[…] Y de pronto,
cuando más empezaba a tomarle apego,
por miedo, noté que estaba frente
a una llanura prodigiosa…»

Montaña y llanura. Arcos al fondo, como hipónimo de ese paraíso prometido, agrietado y polvoriento, conocido por Andalucía y que tan presente está también para Hernández, antológico es el poema XXVI de «Metaory», digno de figurar junto al archifamoso de Manuel Machado en los libros de texto de todos los escolares andaluces, y que, tras un repaso a las ocho provincias, culmina con el inequívoco sentimiento filial: “Si digo Andalucía / estoy diciendo el nombre de mi patria”.

Y, sobre la tierra madre, junto a su esencia primera representada en ese Arcos que merece el protagonismo de un libro entero -quizás el mejor a los ojos de su propio autor: Habitación en Arcos– surge de la nada esa galería de raros que encabezan El Troy, Kid Betún o Luis el Legionario. Porque no es la obra de Antonio Hernández dada a elevarse sobre malabares que olvidan el aspecto social y la actualidad más inmediata. En A palo seco, concebido según confesión autobiográfica como una suerte de terapia antidepresiva, desfilan los fantasmas del presente, con un prosaísmo cercano y periodístico.

«Se despeña un autobús en la India.
Cincuenta muerto. Se salva el conductor.
Israel arrasa el sur del Líbano:
mueren cien niños que estaban saliendo
del hambre. Hizbulá contraataca
con sus katiushas. Tampoco Abraham
se libra de la furia de Yavhé.
El sida gana por K.O. en África
y la malaria en Sudamérica.
El presidente Bush hace filosofía
en su discurso al pueblo yanqui.
Sigue la vida. ¿Cómo Dios
se va a aburrir, allá arriba, en su palco?»

Ripalda actualizado. Ironía ante la desesperación. Humor contra la catástrofe. Hernández desafía constantemente a los arcanos del verso con una extraordinaria batería de filosofía que se extiende desde los presocráticos hasta Marx, pasando por los sufíes y las corrientes arábigo andalusíes. “He vivido en Atenas y en Sevilla...” confesará el poeta haciendo gala de su cosmopolitismo cognitivo. Y es que al arcense puede acusársele de muchas cosas, excepción hecha de la monotonía. Monotonía que se rompe también en la gran variedad y alternancia de metros usados. “Habrá que experimentar y cambiar la forma de hacer las cosas, ¿no?”. De este modo, se alternan versos medidos y versos libres, arte mayor con arte menor, sonetos con soleares, algunas de una belleza insoslayable:

«Peña, río, casa pueblo,
Andalucía lejana…
Son los latidos que tengo.»

Pero ante toda esta variedad, prevalece, eso sí, una cadencia, casi un murmullo asonante, que constituyen una unidad hernandiana de concebir la poesía.

Aunque, como no procede en una reseña extender el análisis hasta convertirlo en un sesudo y erudito estudio de una poética concreta, sino más bien, concretar la calidad de la obra y calibrarla con los gustos del receptor, mejor concluir en este punto, afirmando que, efectivamente, estas Insurgencias representan el necesario compendio de la obra de uno de los autores andaluces más representativos de la segunda mitad del siglo XX. O en palabras de Manuel Mantero, del mejor poeta gaditano vivo. Al menos que esta antología sirva para que no se cumpla el futuro que presagia el propio poeta en su libro final:

«Y que todo sea así
no para ganarme el Cielo
sino por que vuele en paz
mi ceniza en el olvido.»

admin

3 comentarios

  1. Creo que el propio Antonio Hernández se mostraría en desacuerdo con ese piropo, entre otras cosas porque cuando se pronunció, si no me equivoco, todavía estaba vivo su dilecto Carlos Edmundo de Ory. De todos modos, sí creo que libros como ‘Sagrada forma’ están entre lo mejor que ha dado la lírica no sólo gaditana, sino andaluza y española, de los últimos años. Y espero que diciendo esto no me ciegue -como tal vez le sucedió a Mantero- el cariño personal.

    PD.- Por cierto, César, te debo una entrevista desde sabio dios cuándo, pero no lo he olvidado. ¿Cuándo te veo?

  2. De acuerdo con los dos en las apreciaciones. Personalmente, me parece ridículo establecer un ránking de escritores según su procedencia o naturaleza. La grandeza de la poesía no se mide como en «Los cuarenta principales». Sin embargo, me parecía harto significativa la cita de Mantero en la portadilla del volumen.

    Abrazos a ambos.

    Rafael Roblas.

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