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Aldecoa, luego escribo

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JABO H. PIZARROSO | Érase una vez Remando al viento. No. Antes. Antes de aquella película, cuando Gonzalo Suárez, su director, mucho antes, mucho, dibujaba en una libreta para que los estudiara Helenio Herrera los huecos que los equipos y los jugadores que bregaban balompédicamente contra el Barça dejaban en los trozazos de hierba de un partido de fútbol, un tiempo en el que el mismo Suárez firmaba artículos bajo el seudónimo de Marcos Giralt, mucho antes de veranear en Asturias con Sam Peckinpah. Años en los que Rafael Azcona escribía guiones que titulaba con nombres como El Verdugo, o El Pisito. Momentos en los en España convivían, creaban, se iban de juerga, se amistaban y se enemistaban Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan García Hortelano, Angel Fernández Santos y Juan Benet, a los que en un poema Gil de Biedma les convocó con estos versos: “a vosotros pecadores / como yo, que me avergüenzo / de los palos que no me han dado, /señoritos de nacimiento / por mala conciencia escritores de poesía social.”

Veranos en los que el desarrollismo español y el landismo sacaban a España de su millón de muertos con paletadas de celuloide de serie B, como las suecas sacan de la piscina a Paco Martínez Soria en El Turismo es un gran invento, con frases pronunciadas por Gracita Morales en las que se decía: «¡pero qué culatas ni qué piñones!», mientras se preparaba un atraco a las tres, años de Jaramas con poemas de Gil de Biedma escritos en Filipinas mientras le hacian una blow job, y con algún que otro verso escondido en una cárcel que suena como el goterón de cebolla lagrimal que se desliza de una Nana cantada por un padre asesinado por un dictador que hoy sigue en su Valle de mierda. Momentos en los que jóvenes que se acabarían llamando Gabriel Celaya o Blas de Otero pedían la voz y también pedían la palabra, y a veces soñaban con que la poesía fuera un arma cargada de futuro, y otras veces, las más, vivían a golpes, porque apenas si les dejaban ser quiénes eran. En aquellos inviernos, metiditos en una longa noite de pedra, surgieron neorrealistas en el cine y en la literatura que siguiendo las directrices de gente como Vittorio de Sica hacían cosas que titulaban Calle Mayor, Muerte de un ciclista, o Surcos.

Y todo eso, mucho antes de que apareciera Rocky Balboa o de que a Scorsese, Martin, se le ocurriera escribir Toro Salvaje obligando a Robert de Niro a recrear un personaje que exigía de su físico un aumento de varias desorbitantes libras de peso. Aquellos tiempos de mar de los sargazos, de islas deshabitadas, de Plácidos y pobres que se sentaban a mesas llenas de bigotitos franquistas y señoronas en Navidad, atiborradas de collares gargantinos, creaban, como sin saberlo, como por ensalmo, individuos que de jóvenes pasearon por la calle Dato en la ciudad de Vitoria vestidos a lo dandy, en plan Oscar Wilde, maquillaje incluído, para escandalizar a las mujeres que jugaban al remigio o la pocha entre las mesas de un casino en el que seguramente podía verse, si uno observaba con atención, la huella de carbono de aquel hombre del casino provinciano que vio a Carancha recibir un día, y que bien podía parecerse a Don Guido. En aquella España de francachela de ricos y miseria de pobres, redonda como una vieja sartén descascarillada, en aquella mesetaria hecatombe de cunetas llenas de muertos y media población exiliada, como se exilia de la mente el pensamiento mejor que nos asola, en aquel país que vio morir un día a Luis Martín Santos cuando volvía de una juerga nocturna hacia Donosti, hubo una vez un escritor llamado Ignacio Aldecoa que escribía así: “Distraído tocó ligeramente la lengua de jabón, áspero y azul, que resbaló, y unos instantes estuvo barqueando por el fondo del lavabo.” y así también: “el sol los acabó de cegar. Un sol rojo como una guindilla.”; y así: “Las  viejas llevaban unas sillas pequeñitas para sentarse; sillas de las que se usan para pelar alubias, hacer calceta y murmurar de las mozas”; o así: “De la parte de Zamora un carro leonés venía triste, chirriante y cacharrero. La liebre cortó el camino en dos.”; y así también: “Por la calle del Ave María, en la soledad de un amanecer blanco y sucio como la leche pasada, caminaban los tres estudiantes.”; y de esta forma: “Las últimas golondrinas tijereteaban las primeras sombras bajas.”; tal que así: “Éste es el banco en que se sienta el mendigo que va de camino a devorar un corrusco de pan y beberse un cuartillo de vino rojo y espeso, como sangrecilla. Éste es el banco en el que las señoritas de la ciudad que han salido a pasear en bicicleta ponen hojas de periódico antes de sentarse a tomar con dengues, aparatosas y ridículas, el vino con gaseosa de un transparente y narigudo porrón.”; también de esta manera: “ El cuarto era como una axila del sótano y sabía salado, agrio y dulzarrón. Silbaba. Hacían salón dos ligeros. Penduleaba tan levemente el abandonado saco que sólo en su sombra se percibía”; y desta otra: “Los filetes luminosos que recortaban las contraventanas cerradas tenían el amarillo rojizo de los quesos de bola”; o así: “La gente que callejeaba olía un poco a sudor, un poco a ropas que han tomado el soso olor de la cal en armarios enjalbegados y sombríos como despensas; olía a campesino puesto de domingo en la ciudad”; y otra vez más: “Por las agujas de las torres desfilaban oscuras nubes pastoreadas del cierzo. Los chubascos habían barnizado la ciudad. Brillaban lívidos los tejados y el asfalto, triste y ceniciento, de las calles era con la lluvia recién caída una fulguración de azabache. En la escampada blanqueaba el ocaso, el viento llevaba olor de tierra húmeda y algún gallo de corral urbano equivocaba los crepúsculos cantando.”; y vaya el último ejemplo: “En el muelle los grandes bloques de cemento de las abandonadas obras del espigón entristecían con su siniestro parapeto y era allí donde los pescadores de caña probaban su suerte, sentados en los enormes cubos, bajo el sol de julio, en centinela impasible. Chinchorros inútiles, de maderas podridas y esponjosas, bidones de fuel-oil vacíos y derribados, postes para colgar las redes, blanquecinos o de color de huesos, con años de intemperie, amueblaban el reducido paisaje. Más allá del espigón la mar de añil extendía su virtud.”

Hoy queda muy poco de él en la literatura española, y menos en las nervadas o laberínticas o atomizadas o ennegrecidas ciudades de las que la literatura hizo prosa social en aquellos desmemoriados tiempos de silencio, en aquellos eternos años de “paz”.

En el lugar donde nació, una escultura de nombre pegada a una casa de Cultura le hace honor.  Una escultura a la que me acabo de subir de noche y en cuyo rostro y labios he plantado un sonoro y largo beso. En algún libro de secundaria puede aparecer, aunque no te lo esperes, un trozo de su cuento Seguir de Pobres o una pluma partida de Los Pájaros de Baden Baden, pero todo como si se tratara de la esquirla de un fémur, ¿o es una tibia?, que no se sabe muy bien si perteneció a un florianensis o a un austrolopithecus de una homínida civilización letraherida y religiosa que entendía la escritura desde la concentrada y afilada observación del mundo que les rodeaba a los que la profesaban, una manera de juntar una palabra detrás de otra, de la que somos incapaces de reconstruir sus tempos y sus verbos. Sus templos. Por eso, este renacer en forma de reedición de los Cuentos Completos, ya editó Alfaguara hace muchos años este gran tomo, de un escritor que falleció en medio de la línea de sombra de su vida, con apenas cuarenta y cuatro años, es una oportunidad gozosa, humilde, mágica y bestial de saborear y paladear los amargos frutos del corazón de uno de los mejores escritores que en este mundo fueron. Solo puedo decirlo de él. Por eso ahora lo digo. Por eso ahora lo escribo:

Creo en Aldecoa, creador de la literatura y del tiempo. Creo en su escritura, que fue creada por obra y gracia de la observación humilde. Nació del trabajo y de las horas pegada a una silla insomne. Descendió al pueblo y se mimetizó con él, y está sentada al lado de Sebastián Zafra, Young Sánchez y el Quinto, y desde allí vendrá a mostrarnos un país que debería haber muerto pero sigue vivo. Creo en la resurrección de su alma y en la vida eterna de Aldecoa. Y por eso puedo decir: Aldecoa, luego escribo.

Cuentos Completos (Alfaguara, 2018) | Ignacio Aldecoa | 760 páginas | 24,90€

admin

Un comentario

  1. Reseña brutal de necesidad, epifánica, a cuya franqueza arrolladora se sucumbe con alegría y voluntad, al menos yo, arrastrado por la certidumbre que alumbra Jabo H. Pizarroso. Aldecoa, por siempre.

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