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Almacabra de Bagdad

9788416495429ILYA U. TOPPER | Almacabra: dícese del antiguo cementerio de los moros. Del árabe maqbara, cementerio, evidentemente. Dicen los filólogos que las danzas macabras, los bailes de esqueleto medievales, no vienen de ahí sino de los macabeos, pero eso me parece un rollo macabeo y prefiero la teoría del almacabra. Alma cabra. Pensarán ustedes que estoy como una ídem.

Como una ídem están unos cuantos de los personajes que pueblan el libro de Hassan Blasim, el primero que se ha publicado en España: El loco de la plaza Libertad. Son 11 relatos, a caballo –imaginen un caballo grabado por Brueghel para el cuarto jinete del apocalipsis– entre Bagdad y Escandinavia, refugio del escritor desde 2004 (en esa parte de la locura que llamamos realidad).

La dictadura, la guerra (la iraquí: un sinsentido aún mayor de lo que lo es cualquier guerra), la huida, el exilio son los mimbres con los que Blasim trenza los embudos que le sirven de tocado a sus personajes. Porque los conoce bien: ha pasado por todas estas salcedas, para llamarlas de algún modo. Pero no cae en el error de simplemente coger retazos de su vida –o de vidas similares– y presentarlos como si fueran relatos, una falta de creatividad (y de respeto al lector) que no es rara en algunas literaturas emergentes, donde se valora más la ambientación que el argumento, más el color que el trazo. No, no: Blasim crea (y destruye) a manos llenas.

Quizás el primer relato –»Lo que pasó y lo que consta»– sea el más medido. Por esa capacidad de empezar con realismo, contar el secuestro de un conductor de ambulancias de Bagdad (sí, se llaman ambulancias, pero las más de las veces recogen muertos), un suceso dramático pero banal. Menos banal cuando el secuestrado se convierte en protagonista de un vídeo enviado a la prensa en el que confiesa ser guerrillero o, como decimos hoy, terrorista. Pero cuando los secuestradores empiezan a traficar con su rehén/actor, que tendrá que recorrerse todos los bandos implicados en la guerra incivil iraquí, ahí Blasim nos arranca la sonrisa de quien se ve frente a esa verdad que sólo los locos saben decir.

Ahí entendemos Iraq: un manicomio. Uno en el que ya nadie sabe quiénes son los locos y quienes hacen de guardianes.

Esto no empezó con la invasión: uno de los cuentos más crueles –por realistas– del libro, «La virgen y el soldado», está ubicado aún bajo la dictadura, si bien en su fase tardía. Aquí no hay pretensión política, sólo existe la maldad del escritor de cogernos y meternos por un laberinto que nos lleva, cuidadosamente, hacia lo terrible. Aunque, todo hay que decirlo, el cambio de voz y tono al final, para mayor efectismo, sea quizás demasiada voluntad de tener un final con trompetas. Blasim escribe bien, pero no ha llegado aún a la perfección de la sutileza. Ni perfila bien todos sus personajes; a veces sólo arroja unos trazos ligeros, confiando en que el lector se las apañará. Hay finales semiabiertos que no se hacen merecedores de la tensión construida.

Pero fuerza hay, y mucha. Las ganas de ensañarse con nuestra sensibilidad llegan a su cúspide en «La exposición de cadáveres»: el arte por el arte, la crueldad por la crueldad, y la crueldad por el arte. Mantengan ese libro alejado de los niños. Al igual que el telediario de las ocho cuando empiezan a hablar de Bagdad. A favor de Blasim hay que reconocer que explica las cosas mucho mejor, precisamente porque renuncia totalmente a buscarles sentido. Matar es bello. Pero no matar de cualquier manera, no: hay que echarle imaginación.

A esto se reduce la guerra, al final. Lo que le dirán en el telediario son cortinas de humo. Salvo en la caleidoscópica espiral de secuestros del primer cuento, palabras como chií o suní no aparecen en estos relatos, no forman parte de la realidad que describe el autor.

Otro de los grandes relatos, que nos lleva a un ritmo lento y luego cada vez más acelerado del realismo a lo absurdo es «La gaceta del Ejército». El planteamiento, de tintes borgianos, de un muerto que va escribiendo una inabarcable colección de novelas insuperables para un estafador es una perfecta metáfora de la burocracia de la dictadura, de las dictaduras.

Luego está el exilio. Y si «Esa sonrisa tan poco propicia», que uno no se puede quitar, nos recuerda poderosamente a algunas piezas de Juan José Millás, lo que más nos hace reflexionar quizás sean «Las pesadillas de Carlos Fuentes». Uno puedo integrarse en el país que lo acoge, sí. Puede hacerlo con toda la convicción. Pero ¿quién te garantiza que te dejen en paz los sueños? ¿Hay manera de que el ser humano se imponga a la parte oscura de su propia vida? O arrastramos indefectiblemente con nosotros un esqueleto de nuestro pasado, como el que se oculta en «La Bolsa de Alí», esa bolsa de huesos que es la única posesión de un refugiado? Esta es la danza macabra de los medievales, el almacabra, el alma cabra. Todas estamos como una ídem. Pero sólo Hassan Blasim lo sabe.

El loco de la plaza Libertad (Galaxia Gutenberg, 2016) de Hassan Blasim | 120 páginas | 16,90 € | Traducción de Amelia Pérez Villar

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