CAROLINA LEÓN | Al principio fueron los mitos y las fábulas, ahora son las novelas y las series. La “creación” es el espacio de libertad en el que la persona juega a demiurgo. Y narrar es elegir, menuda obviedad. En la última novela de Jenn Díaz, la elección es fatalismo.
Tomé la novela de entre las cuarenta novedades que tenía disponibles porque tenía curiosidad por esta autora, y también por su título. Ya es vicio perseguir -y analizar- las ficciones en que se representa a las madres y qué se dice de ellas (también qué escriben ellas). En las primeras páginas me sorprende, y me frunce el ceño, un apego al estereotipo en la voz de un narrador(a) indeterminado, que se empeña en remarcar que “estas cosas son la vida”.
¿Qué son “estas cosas”? La historia de un clan familiar femenino muy mal avenido. Una mujer, su cuñada, su hija, la segunda hija (con un papel menor), y los desencuentros entre ellas marcados por la competitividad, los celos, la relación de poder, el enjuiciamiento y, sobre todo, la identidad de todas que orbita alrededor de los hombres de la trama, hombres más o menos ausentes que, en su cualidad de fantasmas, otorgan peso a las mujeres. Resumo con cierta injusticia, pues el personaje de Dolores (la cuñada, la tía de las hijas) salta un poco de ese esquema, aunque se queda en una niebla de autonegación por ser la solterona, la que no es madre, la que envejece sin las marcas identitarias que se esperan del “género femenino”.
Me sorprende, impacientándome en las páginas siguientes, esa insistencia en el “universo femenino” demarcado por los comentarios de ese narrador tan implicado en la historia (insisto, indeterminado, como si hablase la voz de una conciencia general). Y dentro de esa elección de elementos, en una trama en la que suceden pocas cosas salvo por las desavenencias entre los personajes, se marcan y remarcan los estereotipos más enconados con respecto al lugar (asignado culturalmente) de las mujeres: sólo una madre sabe cómo cuidar a un hijo, una mujer casada no sabe convivir con otras mujeres, la mujer soltera es enjuiciada por su cuñada y por su entorno por su elección de vida, lo que se espera de la hija es que se case (con un hombre por supuesto) y sea madre a su vez y, como no lo es, es vista como mujer a medias…
Suponía, leyendo, que era eso lo que la autora quería que viésemos: la acumulación de lugares comunes y papeles asignados al “universo femenino” que marca el sistema patriarcal de relaciones también entre las mujeres. Pero ¿cómo ver esas asignaciones si no se ofrece apenas una grieta, una mediana salida? ¿Cómo representar ese universo, una parte de la experiencia vital, sin que resulte caricaturesco? Esa acumulación de “las cosas que son la vida” deviene, en esta novela, en fatalismo. Recordaba mi lectura tiempo atrás de la novela de Richard Yates, Las hermanas Grimes: en ésta, la estructura patriarcal implícita no deja final esperanzador a sus personajes femeninos, pero está escrita hace sesenta años por un hombre. Y es aquí donde los hermeneutas (o críticos no más) tenemos que señalar: la representación del “universo femenino”, aunque esté basada en la observación ambiente, es una simplificación premeditada de las “experiencias de las mujeres”, que son afortunadamente amplias y diversas, y el filtro propuesto para esta narración falla al seleccionar de modo autoconsciente (experiencia marcada por la asignación de roles, el juicio, la tensión identitaria que siempre viene de lo relacional), con el comentario adosado de la voz. Que es, de resultas, anacrónica.
En las páginas finales, compaginé la lectura con los ensayos de Natalia Ginzburg, recientemente reeditados, y encontré por casualidad este comentario acerca de las obras “marcadas por propósitos”: “La verdadera honestidad, tanto en la escritura como en el cine, no se plantea propósitos ni se piensa a sí misma”. La autoconciencia de las narraciones puede resultar a veces un lastre, porque la fabulación es siempre una reducción del mundo y porque éste es difícilmente reducible. Y he aquí mi última y mayor pega: su título, Madre e hija, con el que se apropia de un “universal”. Gracias a la multiplicidad de voces y a la ampliación del escenario literario -con las muchas escritoras que se han ocupado de ello- los últimos cincuenta años han propuesto infinidad de representaciones de madres, desde la autobiografía de Doris Lessing (Dentro de mí) hasta la última Harwicz (La débil mental). A veces hay cánones, a veces hay estereotipo machacón y a veces hay voces que sobresalen reclamando una posición autoral para la “mujer-madre”, el sujeto relacional por excelencia. A veces hay hasta madres no sufrientes, abiertas a la vida, defendiendo una trinchera de alegría terrena [en la reciente Tú no eres como otras madres, Angelica Schorobsdorff (Errata Naturae-Periférica, 2016)].
La historia de Madre e hija es, apenas, una historia. Narrar es elegir y la autora ha elegido su particular y reducido “universo femenino” que ofrece por desgracia una excusa a los medios de comunicación cultural para machacar con estereotipos fatales (la madre posesiva, la madre controladora, las mujeres contra las mujeres, las mujeres solas incompletas) en los que, la verdad, apenas nos reconocemos. En su elección, sus personajes quedan marcadas por la desdicha, el encontronazo generacional y la insalubridad de las relaciones. Poca frescura, en opinión de esta hermeneuta. Mucha autoconciencia.
Madre e hija (Destino, 2016), de Jenn Díaz | 192 páginas | 17,50 €