JOAQUÍN PÉREZ BLANES | Nada en este libro es claro. No hay, no existe tal claridad en este libro, salvo la escritura pulcra e indolente de su autor. Todo es tan correcto que se vuelve limpidez, transparencia, aire que tiende a elevarse y desaparecer. No llega a las entrañas, no atraviesa la piel rugosa del lector, no se adentra en la carne, no hiende el tejido muscular, no navega por las cañerías de venas y arterias hasta llegar a lo más profundo, las vísceras. Los cuentos están muy correctamente escritos, tienen pulcritud y limpieza, se adentran en la psicología de los personajes de manera precisa, con un ingenioso estilo de adelantar los acontecimientos de lo que va a acontecer, no es habitual, el escritor suele guardar el secreto de lo que se avecina. Luján lo adelanta, muestra las cartas, no está nada mal ese detalle, y aun así, no logra en este viejo lector estimular la empatía. Arranca con un relato sobre la traición, “Treinta monedas de carne”, que persigue la incomodidad del que lee, esa creencia natural que tienen los cainitas en la traición y el peso monetario de la misma. Persigue la inquietud en esa extrañeza de los seres que no vemos o que habitan nuestra realidad y que únicamente las almas más sensibles aprecian y sufren. “Una mala luna”, “La chica de la banda de rock” o “Más oscuro que tu luz” van de ese palo.
Los relatos de este libro atraviesan el malestar y la extrañeza singular de los seres humanos, pero, por decirlo de alguna manera, cuando terminan, se acaban. No queda ese poso de sabor agridulce que deja el último sorbo de café en la boca, ni ese rastro afrutado del vino añejo que se pega a la garganta, ni el amargo sabor de la sangre cuando nos mordemos un pellejo rebelde en el labio. Nada de eso queda. Desconozco el motivo, tal vez sea, sencillamente, que cada libro aguarda impaciente a su lector y con este libro, ese encuentro no se ha producido. No fue así el año pasado, con la obra ganadora del Ribera del Duero, Siete casas vacías, de Samanta Schweblin. En ese libro había un ambiente enrarecido que me atrapó desde el principio, habitaban el libro personajes herederos de Raymond Carver que acentuaban mi interés en cada narración. No me pareció un libro maravilloso, simplemente me pareció un buen libro, pero buscaba con placer el siguiente relato. Sin embargo, con esta obra de Marcelo Luján sucedía lo contrario, debía esforzarme por leer el siguiente, por continuar. Nadie niega que las narraciones de La claridad no sean buenas, seguramente lo sean, pero este libro no estaba destinado para mí. No debe haber acritud en este tipo de desamor. La relación entre lector y libro es una intersección tan íntima como inequívoca. Amor o indiferencia. Cuando pienso que igual el problema radica en mí, en seguida recurro a los clásicos. Así que abrí el libro de Cuentos de Pardo Bazán que publicó, no hace mucho, Penguin y que estaba en el montón de libros por leer. Descubrí, ya sin asombro, que la narración de la Bazan me atrapa, me cautiva, me acuna con su ritmo, con su tono, con su ironía. Debo haber envejecido sobremanera, porque me he quedado atrapado en los clásicos y vuelvo a ellos cuando busco refugio frente a lo anodino.
La claridad de la que habla Luján en esta obra son dos faros cegadores que embisten a un turismo, es la frialdad de una decisión terrible, de un pensamiento tan duro como árido. A la mierda el otro. Basta con salvarse uno mismo. Valen la vileza y la delación para salvarse. Los relatos de Luján tienen algo que se acerca a la sensación de estar leyendo un guion cinematográfico en lugar de un libro de relatos, tal vez sea ahí donde radica mi distancia emocional. Del mismo modo, comprendo y acepto la distancia recíproca. No soy el destinatario ideal de este libro y al autor le puede parecer claramente intrascendente este estadista, siempre sin aspereza ni acritud.
La claridad (Páginas de Espuma, 2020) | Marcelo Luján | VI Premio Ribera del Duero | 176 páginas | 17 euros |