JOAQUÍN PÉREZ BLANES | Existe una inclinación natural hacia la sociedad distópica, fruto del apocalipsis, en mucha de la narrativa que la novela gráfica nos ofrece. Parece ser un lugar donde dar rienda suelta a la imaginación y a las teorías más disparatadas y, al mismo tiempo, más atractivas para los que gustamos de la ciencia ficción. Como nadie conoce el futuro, ni puede prever cómo será ese porvenir o cómo se comportará la especie humana—aunque después de vivir esta pandemia nos hacemos una idea de que nuestra especie está abocada a desaparecer por, para decirlo con delicadeza, temeraria—; cualquier teoría que se nos ofrezca nos puede parecer aceptable si nos parece creíble. La verosimilitud de la ciencia ficción en la novela gráfica tiene un margen más amplio que en la cinematografía, aunque, en esencia, parecen estar a la par, el cine tiene que trabajar un poco más el detalle de la verosimilitud que el cómic.
En cualquier caso, es evidente que el post apocalipsis no es el único argumento atractivo en el cómic, sin duda, pero para el francés Mathieu Bablet sí que es un refugio cómodo para sus novelas gráficas. Aunque su ópera prima fuese La bella muerte, publicada inicialmente en 2011, no será hasta la aparición de Shangri-La, en 2017, que el autor no tenga un amplio reconocimiento en nuestro país. Precisamente, gracias al éxito de su segunda obra, Shangri-la, publicada por Dibbuks, la editorial se atrevió a publicar en 2020 su ópera prima, La bella muerte, cuya segunda edición se ha publicado en este 2021. Cuando el lector se enfrenta a ambas obras, se da cuenta de una evidente evolución en la trama, más elaborada y compleja en Shangri-la que en la primera y, sin embargo, en La bella muerte, Bablet nos introduce ya en ese universo personal en el que destacan las grandes estructuras arquitectónicas frente a la pequeñez del ser humano. Lo humano es insignificante ante el paisaje material. Si en su primera obra ese paisaje se nutre de los edificios de una ciudad derruida ante la desesperación de tres almas solitarias, en Shangri-la nos muestra la magnitud de estaciones espaciales y naves enfrentadas al limitado volumen de un ser vivo, sea un ser humano o un animoide.
A ese contraste entre paisaje y seres vivos, añade el autor, especialmente en esta primera obra, una textura ocre y metálica que hace que los dibujos tengan una apariencia desenfocada, indefinida, sucia. Parecida, imaginamos, a la sensación que tendríamos viviendo en una ciudad derruida, polucionada, donde el polvo de los escombros todavía permaneciera flotando en el aire, mientras avanzan esos insectos invasores que provocan cierta aprensión en el lector. Suponiendo que el lector no sea especial amante de insectos y gusanos.
Bablet permite cierta disquisición filosófica y existencial en sus personajes. En La bella muerte los arrastra a preguntarse por el sentido de la vida en una situación extrema, si es que merece la pena seguir sobreviviendo en un panorama tan desolador y desesperanzador como una sociedad en ruinas donde, por más que avancen y pasen los años, no parece posible encontrar otros seres humanos con los que reconstruir de nuevo la tierra. O si al encontrarlos, el sentido de la vida no fuese tan distinto a lo que imaginaba cada uno de los personajes.
Si lo que persigue el lector es adentrarse en un mundo distópico, aceptando las condiciones imaginativas que plantea el autor, no exentas de incomodidades; entonces merece la pena acercarse a la obra de Mathieu Bablet. Si, por el contrario, se busca una obra profunda y redonda, una obra mayor, es probable que no encuentre esa maestría aquí. Así que, lo mejor, es adentrarse en el mundo de Mathieu Bablet sin prejuicios, con curiosidad, para, al menos, pasar un agradable rato de lectura.
La bella muerte (Dibbuks, 2020) | Mathieu Bablet| Traducción de Fernando Ballesteros | 152 páginas | 25 euros |