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Anuska en la Revolución

ILYA U. TOPPER | El siglo XX empieza en 1914. Concretamente un día de verano de 1914, la misma semana en la que Ana se embarca en Constantinopla en un vapor de la Lloyd Triestino con destino a Batumi, último puerto del Mar Negro en las faldas del Cáucaso. Pero ella no lo sabe. Sólo días antes, un serbio ha disparado en Sarajevo contra un archiduque austrohúngaro, empieza a haber ruido de sables por toda Europa, de San Petersburgo a París y Tiflis, pero todavía nadie se da cuenta. Ana es griega de Constantinopla, nieta de Loxandra, sí, aquella Loxandra que conocemos y que ahora ya debe rondar los ochenta, va a un colegio americano de buen nivel, tiene dieciséis o diecisiete años y ahora tiene vacaciones de verano. Irá a ver a su tío Alekos y la mujer de este, Claude, que de paso la llevará a dar una vuelta por el Cáucaso para visitar a una pariente en Stávropol, una somnolienta ciudad rusa de cincuenta mil habitantes en las llanuras entre Crimea y Mar Caspio, parada final de una vía de tren un poco perdida en la estepa. Un par de meses, antes de la rentrée en el Robert College.

Si le digo, lectora, que Ana se pierde por el camino y acabará pasando cinco años en Stávropol le hago un spoiler en toda regla, pero también se lo puede imaginar: si no se perdiera, no habría libro. De todas formas, mucho spoiler no es, porque al igual que en Loxandra, no ocurren demasiadas cosas en Vacaciones en el Cáucaso. Digo mal: ocurren muchísimas cosas, no paran de precipitarse los acontecimientos, pero no hay mucha trama, no se engarzan personajes para llevar un hilo de sucesos hacia un desenlace concreto. También sería pedirle peras a la hierba esteparia: cuando sucede una revolución, especialmente una revolución rusa, todos los personajes bracean como viandantes atrapadas en un alud de nieve y no es momento de exigir trama.

Lo que sí puede pedir es color, música, olor, tacto, frío de vientos siberianos, color de estufa y samovar, aire de primavera en los ciruelos y el barítono de canciones rusas. Y de eso hay a raudales. Maria Iordanidu cuenta las peripecias de Ana con una viveza que compensa cualquier falta de construcción novelesca. Puede porque estuvo ahí: Ana es ella.

Maria Iordanidou (Estambul, 1897) tuvo diecisiete años en el catorce y la invitaron a un viaje a Stávropol, así consta en su biografía, y volvió cinco años más tarde. Vio los últimos veranos de la burguesía rusa y el campesinado ruso. Vio cómo el vasto territorio se llenaba de reclutas, heridos, enfermos y prisioneros traídos del lejano frente de guerra, la Gran Guerra la llamaban entonces, antes de ponerle número, allá arriba entre Austria y Lituania. Vio como el poder pasó a los soviets, soldados y obreros, y como lo retomaron, a cañonazos, los ejércitos blancos en la guerra civil, solo para perderlo de nuevo ante los cosacos rojos y reconquistarlo meses más tarde. Tantas veces cambió de manos Stávropol que las enciclopedias no llevan la cuenta, y cada conquista, eso se sabe, son cadáveres, cenizas, ruinas, hambre y frío, más frío para quienes aún sobreviven. Hay en Stávropol quien habla inglés gracias a las clases de Miss Ana, Anuska para toda la ciudad, pero ya no existe el mundo donde saber inglés era un toque de elegancia a la hora del samovar.

Vacaciones en el Cáucaso empieza con una cadencia ligera, de risa juvenil, con un tono ingenuo: escuchamos sin filtro la voz de la chica adolescente arrojada a un mundo muy por encima de sus posibilidades, sola en la vasta estepa rusa, vapuleada por trenes y vientos, por el remolino de una vida que le ha caído encima demasiado pronto, pero a flote. (La traducción de la gran Selma Ancira que ya amamos desde Loxandra no es filtro sino lente). Y consigue mantener este tono, con su ternura y su humor, a través de revoluciones y guerras. Emociona. Hace amar la fértil tierra negra, los jardines, los perros y los gatos y, por encima de todo, a los rusos. Campesinos o burgueses, criadas o señoras: hay algo en Rusia que te hace olvidar el lugar donde naciste. “Empiezas a querer comer borsch todos los días, y a no poder vivir sin té. Involuntariamente empiezas a pronunciar la o como ≪a≫ y la e como ≪ie≫.” Cómo no querer un país donde tú, institutriz londinense con clase, a las dos semanas eres Anuska.

La novela —porque es una novela: prácticamente todos los personajes son inventados, advierte una nota, y vamos a creérnoslo, aunque no lo parezcan: parecen tan de verdad, tan dibujadas al natural— es quizás uno de los retratos más cercanos de la Revolución rusa vista desde abajo, la parte que no sacudió el mundo sino que fue sacudida. En todo caso es el libro que daría a una hija adolescente para que conociera la Historia. Y aparte es uno de los homenajes más bellos a Rusia que conozco. Si usted ya ha estado alguna vez entre Odessa, Stávropol y Petrograd, lo entenderá. Si no, querrá ir.

Y hará bien, porque, eso puedo decirle porque yo estuve a los veinte, esa Rusia de abajo, la que te pone nombre y te adopta en dos semanas, o quizás en dos horas, como si fueras parte de la tierra suya, no ha cambiado en un siglo. Tampoco cambiaron los trenes abarrotados. Ni las esperas de días y noches en el andén. Tan poco cambió en el siglo que media entre la caída de Rasputin y el auge de Putin. Ese siglo que empezó el día que Ana se embarca en Constantinopla, aunque solo se da cuenta cinco años más tarde, cuando desembarca en Estambul.

Vacaciones en el Cáucaso (Acantilado, 2020) | Maria Iordanidu | 208 páginas | 14 euros | Traducción: Selma Ancira

admin

2 comentarios

  1. En este momento sólo quiero calzarme las botas acolchadas, abrocharme el abriguillo ceñido con el forro de piel de marta, hundir el gorro de astrakán hasta las orejas, montar mi caballo Strogoff y salir a cabalgar la noche de la Madre Rusia hasta encontrar una luminaria donde parar y sorber una taza del humeante samovar mientras me hundo en la melancolía.
    Gracias, Ilya. As usual.

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