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Apetito por la deconstrucción

Fargo Rock City. Una odisea metalera en la Daköta del Nörte rural

Chuck Klosterman

Es Pop, 2011

ISBN: 978-84-936864-4-4

350 páginas

17,95 €

Traducción de Óscar Palmer Yánez

Fran G. Matute

No me gusta el ‘heavy’. No tengo ningún disco (y, creedme, tengo unos cuantos) que pueda ser considerado dentro de ese estilo musical, ni remotamente. Es más, juraría que no he escuchado un disco de ‘metal’ en mi vida. Alguna canción suelta, puede. Pero siempre de forma pasiva. Porque sonara en la radio, en la televisión, en casa de un amigo. Entonces, ¿qué hago leyendo este ensayo-diario de Chuck Klosterman que cuenta -como su propio título indica- la odisea metalera de un joven de Dakota del Norte? ¿No debería ser nuestro estadista Alejandro Luque, confeso metalero en sus años mozos, el más legitimado para diseccionar este libro? Lo vamos a intentar explicar.

Cuando se publicó Pégate un tiro para sobrevivir (2005), la contraportada rezaba: “Esta es una historia sobre el amor, la muerte, la conducción, Estados Unidos, la errónea exhibición del hecho de consumir drogas, la no práctica del sexo, los palitos de pan en un restaurante de la cadena Olive Garden, las conversaciones con desconocidos, la nostalgia por el pasado más reciente, las películas que no has visto, Kiss, Radiohead, Rod Stewart y –en menor medida- los mastodontes de las llanuras del Medio Oeste. Si estos asuntos no te interesan, no leas este libro”. Francamente, casi ninguno de esos temas me interesa lo más mínimo y aún así lo leí y me pareció tremendamente ingenioso, afinado y desternillante. Así que establecí una máxima: siempre que Klosterman escriba un libro sobre algo que no me interese en absoluto, iré corriendo a la librería a comprarlo. Y aquí estamos.

Antes he confesado que no me gusta el ‘heavy metal’. Y es cierto. Pero eso no quiere decir que no me interese la música ‘pop’ (en su acepción más amplia) como manifestación cultural. Así que indirectamente, como texto antropológico sobre la «validez» de un movimiento musical tan exitoso como efímero, sí que me llamaba la atención este Fargo Rock City (2001), que no sólo aporta un recorrido más o menos cronológico de los hitos que contextualizaron el estilo y su estética (un recorrido bastante personalizado, todo hay que decirlo) sino que ofrece una suerte de memorias de un adolescente en el Medio Oeste norteamericano a mediados de los años 80 y principios de los 90.

Desde un punto estrictamente cultural, me atrevería a decir que Fargo Rock City no trata de música. Más bien recoge la forma en que una persona concreta «percibe» la música, cómo ésta se convierte en una segunda piel, en un elemento vivo que configura la forma de comportarse y sentir de un ser humano que se desarrolla en uno de los lugares más aburridos de los Estados Unidos. Y en esto, Klosterman bien puede considerarse el Nick Hornby americano, con el acierto de que habla en primera persona y no tiene que escudar sus fanatismos a través de unos personajes de ficción.

Naturalmente que en Fargo Rock City se citan decenas de grupos metaleros y se desgranan las letras de cientos de canciones y los significados de otros tantos vídeos (era la época en la que el formato visual de un tema era casi tan importante como el discográfico), pero en ningún momento se analiza la esencia sónica (perdón por el «palabro») del movimiento. Más que nada -y pienso que esta es una de las primeras conclusiones a las que llega Klosterman- porque el ‘heavy metal’ no aportó nada en este punto. Lo primero que me sorprende como lector absolutamente ajeno al concepto metalero es la nómina de bandas que teóricamente forman parte de él. Digamos que la obsesión de Klosterman por el ‘heavy’ nació con Mötley Crüe y murió con Guns N’ Roses. De aquí podemos sacar una conclusión: que lo que le gusta al bueno de Chuck no es cualquier banda metalera, sino más bien el llamado ‘glam metal’ (que es, casi, de lo único que se habla en el libro).

Para alguien como yo que en su formación musical se quedó colgado en 1975 (discográficamente hablando), que Mötley Crüe pueda considerarse una banda de metal es casi una sorpresa. Aunque nunca los he escuchado profusamente, algún tema suelto sí que he catado, y por supuesto conozco las portadas de sus discos más emblemáticos (cuyos títulos no recuerdo pero que son fácilmente identificables como «el que copia el Sticky Fingers de los Stones» y «el que copia el Let It Be de los Beatles«). Y para mí, los Crüe no son más que una recreación de los New York Dolls, grupo que me gusta enormemente y que pasa por ser una de las bandas más arquetípicas del ‘glam rock’ de los 70. Así que musicalmente no veo la diferencia entre ambos grupos. Del mismo modo que no veo la relación de Guns N’ Roses (a estos sí los he escuchado un poquito más, no quedaba más remedio si viviste los años 90) con el concepto «metalero», sobre todo cuando, en esencia, no dejan de ser una banda de ‘rock’ bastante clásica (no hay más que leer los créditos de su disco de versiones para darse de cuenta de que hasta tenían buen gusto) por mucho que se empeñe en gritar su cantante.

Pero Klosterman explica perfectamente las conexiones de ambas bandas -el alfa y el omega del metal clásico- con el ‘heavy’ y lo hace desde una perspectiva desmitificadora en la que prima los sentimientos adolescentes, la impresionabilidad de un zagal virgen y cohibido que debe luchar por integrarse en una comunidad absolutamente ajena a todo lo que está ocurriendo en el mundo. Así que más que hablar de música -que lo hace, en los términos expuestos-, Fargo Rock City es uno de los relatos más vívidos de lo que es crecer en un páramo geográfico y cultural. Y en esto, Fargo Rock City no tiene nada que envidiarle a la tan cacareada Knockemstiff de Donald Ray Pollock, por ejemplo. Lean las penurias de Klosterman con la bebida, con la opresión católica y con el «incidente» bancario y me cuentan.

Que Klosterman tiene labia para hablar de música y otras acepciones ‘pop’ ya lo había demostrado cuando leímos Pégate un tiro para sobrevivir (que curiosamente se publicó después de este Fargo Rock City, pero llegó a España antes). Sus digresiones sobre los primeros discos en solitario de los miembros de KISS, o ese estudio apocalíptico sobre Radiohead y su conexión con el 11-S, rozaban el frikismo más extremo. Y en este ensayo metalero no se queda muy lejos. Sus comparaciones de Guns N’ Roses con Allen Iverson o los paralelismos de las cuatro canciones acústicas del GN’R Lies (1988) con los Evangelios harán las delicias de las mentes más preclaras del mundo del metal, el baloncesto y el catolicismo (si es que existe alguien que aúne todos ellos).

En esencia, si te gustan Cinderella, Ozzy Osbourne, Lita Ford y hasta Bon Jovi, aquí encontrarás las más retorcidas reflexiones sobre su música y su significado. Demasiado intelectual para el lector metalero medio (no se me tomen a mal este comentario, es más que nada una advertencia), demasiado autocorrectivo como para tomar en serio sus conclusiones desde un punto de vista sociológico (Klosterman tiene la manía de negarse constantemente la mayor cada vez que ofrece una afirmación de la que se desprende que el ‘heavy metal’ fomenta la misoginia, los suicidios, el satanismo y otras malas hierbas). Pero en cualquier caso, divertidísimo, ácido, elocuente, fanático, freaky e informativo (sobre todo si, como un servidor, ha tenido que leer este ensayo con la pantalla del ordenador delante buscando en Youtube los vídeos más variopintos). Baste decir que me han entrado ganas, en más de una ocasión, de comprar algún que otro disco capital del género (se aporta en el libro, por otro lado, una lista importante de obras básicas clasificadas en función del dinero que sería capaz de aceptar el autor para dejar de escucharlas durante el resto de su vida) y darle otra oportunidad a esos señores maquillados, con plataformas, empapados en laca hasta las cejas y que gastaban guitarras puntiagudas salpicadas de brillantina. Sólo me queda decir que estoy deseando que Klosterman vuelva a escribir de cualquier tema que me la traiga floja, que aquí tiene un fan irredento.

admin

11 comentarios

  1. Me están dando unas ganas tremendas de comprármelo, y eso que mi montaña de libros por empezar o a medias ya amenaza con sepultarme…

  2. Bueno, bueno, bueno! No sé por dónde empezar… Como reconocido fan de Guns N’ Roses y católico (el baloncesto me pilla más de refilón, pero incluso…) me ha llegado esta reseña. Por fin se confirma que escuchar a Bon Jovi puede ser digno? Este no me lo pierdo.
    Volviendo a Guns N’ Roses, curioso su linaje rock, va de Little Feat a Elton John, pasando por los Rolling Stones y todo el punk (el USA y el ’77). Tienen un elemento de blues que yo creo que sí los entronca directamente con el metal de Black Sabbath o Led Zeppelin, pero vamos, está claro que tenían mucho de marketing y que, en cualquier caso, cortejaron una estética claramente heavy metal, algo así como la de Iron Maiden pero «apta para todos los públicos».

  3. Ya no compro libros, pero si algún día retomo el hábito éste caerá seguro.

    Escuchar a Bon Jovi es indigno siempre. Y más aún si la escucha se acompaña de vídeo musical.

  4. Por alusiones: servidor no solo ha profesado devoción por el heavy en sus años mozos; también en esta edad provecta sigo haciéndolo, aunque el canon personal, como es lógico, se haya ido moviendo un poco con los años.
    En segundo lugar, Mötley Crüe fueron etiquetados, sobre todo a partir de su segundo disco, como ‘glam metal’ (con la consiguiente deuda hacia los New York Dolls, T-REX, Sweet y otros) para acabar asimilados a esa otra etiqueta más hospitalaria que dio en llamarse hair metal, y que en efecto acogió a gente tan diversa como Ozzy Osbourne o a los ‘sleazies’ (más etiqueteo) G’n’R, que en cierto modo -coincido con el autor- supusieron la tumba de todo aquel movimiento, la muerte por éxito. Ya Nirvana vendría a dar el tiro de gracia, pero eso es otra historia…
    Acabo: lo único reprochable de esta reseña, por frívolo, es eso de ‘lector metalero’, y no vale pedir disculpas a renglón seguido. ¿Quién es ese lector? ¿El Mario Cuenca Sandoval que gusta de los Maiden? ¿El Javier Calvo que ama el death metal? ¿El Ricardo Menéndez Salmón que tiene el ‘Master of Puppets’ de Metallica entre sus discos favoritos?
    Espero que todo lo dicho no le quite las ganas al reseñista de pasarme el libro, como me prometió ante testigos. Feliz miércoles santo!

  5. Por alusiones: su ejemplar de «Fargo Rock City» está reservado. En el próximo encuentro se lo entregaré (también ante testigos).

    Precisamente, por «lector metalero», no tengo a ninguno de los que cita. Todos ellos podrán disfrutar del libro en su máximo esplendor. Pero no se me haga el incrédulo, amigo Luque, que sabe perfectamente a qué tipo de lectores me estoy refiriendo…

  6. A ese prejuicio precisamente me opongo, mi querido Frankie: a que cuando hablemos del lector metalero, tengamos que pensar en Isi/Disi. Recuerde que gracias a Iron Maiden supimos que los asesinatos de la calle Morgue eran un relato de Poe, o que la balada del Viejo marinero era una obra de Coleridge, mucho antes que los compañeros de instituto que escuchaban a, pongamos por caso, Luis Cobos, a Loquillo o a Objetivo Birmania. 😉

    http://www.youtube.com/watch?v=J16QyOHNwbA

    http://www.youtube.com/watch?v=xCylPiBwTsw&feature=related

  7. Bueno…. eso sí que no!!! Os lo consiento todo menos injuriar a Objetivo Birmania gratuitamente, solo porque queréis hacer un chiste. Ponga un poco de bálsamo de Fierabrás, buen Luque!!! 🙁

  8. En cualquier caso, al hilo de los comentarios de Luque, me he permitido modificar el texto original de la reseña e incluir un sutil «lector metalero medio» para evitar herir más sensibilidades.

  9. Nada como una semana de penitencia para entrar en razón, mi querido amigo 🙂
    Hágame caso, en el último concierto metalero al que asistí, el de AC/DC en Sevilla, sólo reconocí a cuatro personas, y los cuatro eran miembros de Estado Crítico. Sólo faltaba usted. Pero todo tiene arreglo: el 18 de mayo vienen los Judas Priest…

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