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Aprender a ver, a respirar mejor, a mirar de otra forma

_visd_0000JPG01CJILo que nos cuentan las imágenes. Conversaciones sobre el arte y la ciencia

E. H. Gombrich (con Didier Eribon)

Elba, 2013

ISBN: 978-84-940855-8-1

237 páginas

21 €

Traducción sin identificar

Prólogo de J. F. Yvars

 

 

Coradino Vega

Cuando este libro vio la luz a principios de los noventa, Didier Eribon, el periodista del Nouvel Observateur que con tanto tino y sensibilidad dirigió las conversaciones que lo conforman, se sorprendía en el prefacio de la poca relevancia que tenía en su país el pensamiento sólido, ponderado y original de E. H. Gombrich. Que su obra no haya influido prácticamente en la atmósfera intelectual francesa debe de decir mucho del provincianismo autorreferencial de ésta, además de su poco apego por la claridad. La concepción de que un sabio tenga la rara virtud de explicar con sencillez lo que es muy complicado, no es que haya tenido mucho predicamento en L’École Normale Supérieure y el Collège de France precisamente. Biógrafo de Michel Foucault e interlocutor de Claude Lévi-Strauss entre otros, no es de extrañar que Eribon quedase rendido ante la “amabilidad, alegría y luminosa inteligencia” de Gombrich. Comparado con los intelectuales ‘engagés’ de su misma época, le parecería que acababa de entrevistar a un ser de otro planeta. Porque podría decirse que el compromiso de Gombrich se dirigió en el sentido diametralmente opuesto al de sus homólogos parisinos.

Ernst H. Gombrich nació en Viena, en 1909, y su trayectoria como historiador del arte abarcó más o menos lo que Eric Hobsbawm llamó el “corto siglo XX”. Desde que era prácticamente un niño, y titubeaba entre la física y el violonchelo, comenzó a sentir curiosidad por algunas de las cuestiones que le ocuparían toda su vida: qué ocurre cuando un artista pinta un cuadro o proyecta un edificio, qué ocurre cuando contemplamos lo que ese artista ha hecho. Producto de un mundo de ayer tan idealizado como algo mistificado; de la fe en la excelencia, la cultura general y la probidad de una clase media burguesa e ilustrada que, como diría Tony Judt, todo el mundo ha querido destruir siempre; de un tiempo que prefiguró las tensiones que dominarían Europa durante el resto de su centuria; E. H. Gombrich, que como historiador dedicó todos sus esfuerzos en combatir los estereotipos acerca de las épocas y las naciones, precisa al comienzo de su conversación con Eribon que la cultura vienesa anterior al nazismo no obedecía a un clima intelectual uniforme, que su relación con las personalidades más influyentes del momento fue casi siempre indirecta y por mediación de familiares, que incluso afirmar que la contribución de la Viena finisecular al mundo moderno fue en gran parte judía obedece a una simplificación: porque ni Loos, ni Webern, ni Berg, ni Klimt, ni Musil fueron judíos; porque las clases medias de origen hebreo, impacientes por integrarse en la cultura de habla alemana, no acogieron demasiado bien a los nuevos inmigrantes judíos; y porque, como le dice literalmente a su entrevistador, “sigo sintiéndome incómodo cuando se habla de la raza o la religión de alguien, y considero cualquier forma de nacionalismo y de chauvinismo como una desgracia”. En Viena no sólo comenzaría Gombrich sus estudios de historia del arte y se doctoraría con una tesis precoz sobre el manierismo de Giulio Romano, sino que también se adscribiría a una manera concreta de enfocar metodológicamente su materia: ser lo más preciso posible y evitar decir cosas que no tengan sentido. Pero pronto la radicalización ideológica que siguió al final del imperio austro-húngaro chocó con las convicciones liberales de su familia y forzó una salida de urgencia, ajena al legendario apocalipsis dorado vienés que escondía la verdad de un país condenado a la emigración y el desempleo tras la sombra del nazismo.

Gombrich tuvo la suerte de llegar a Londres poco antes de que se produjera el Anschluss. Y cómo sería la verdadera vida, lo que sólo deja entrever su humor siempre cordial durante las entrevistas, de un erudito aislado culturalmente en un país extraño, sin dinero, con un hijo pequeño, alejado de su lengua por imperativo vital, con pasaporte enemigo desde el momento en que estalló la guerra, sin conocer a casi nadie y sin formar parte de ningún círculo que legitimase allí su presencia. La única tabla de salvación fue el Instituto Warburg, que había trasladado su sede de Hamburgo a la capital británica tras el ascenso de Hitler, y donde se concentró un grupo de estudiosos germánicos un poco estrafalario que sabía mucho más sobre el Renacimiento florentino que de la situación actual de Inglaterra. O la BBC, que le libraría del internamiento en un campo de concentración inglés, como le ocurrió a su padre, y donde Gombrich aprendió el nuevo idioma transcribiendo discursos radiofónicos de propaganda alemana. Al terminar la guerra siguió trabajando para el instituto fundado en torno a la biblioteca de Aby Warburg,  del que con el tiempo llegaría a ser su director durante diecisiete años, pero también publicó por encargo The Story of Art: el libro de divulgación en el que puso en práctica su objetivo preferente de comprender el arte y hacerlo entender a los demás, el libro que le granjeó las antipatías de sus colegas de entonces y de aquellos que luego escribirían de todo menos de arte; el libro, en definitiva, que le dio fama más allá del estrecho círculo de su especialidad con sus numerosas ediciones y que le otorgó una especie de doble vida. De Viena llevó consigo sus principios de exigencia e integridad y una severa ética anclada en la disciplina, la renuncia y el trabajo. Y en Londres la curiosidad se le desbordó aún más por casi todos lados. A sus constantes investigaciones sobre el Renacimiento —en las que Leonardo da Vinci y Rafael tienen una especial importancia—, fue añadiendo los trabajos sobre psicología de la percepción, iconografía o decoración que, influidos por los principios de racionalidad y verificación discutidos entonces por su amigo Karl Popper, darían lugar a obras como Arte e ilusión, El sentido del orden o La imagen y el ojo.

Lo que Gombrich perseguía, a sabiendas de lo resbaladizo de su pretensión y en la limitada manera de lo posible, era incorporar los principios racionales de la ciencia al territorio siempre impreciso del gusto y la interpretación del arte. Su atención despierta a los procesos de recepción de una obra hizo que el ámbito de sus preocupaciones trascendiera los límites de su materia. La trama de imágenes que fue tejiendo en sus diversos estudios sobre el Renacimiento parece buscar la explicación de por qué se fueron haciendo cada vez más realistas y convincentes, y nos ayudan a la vez a comprender algo, con su paseo a lo largo de diversas generaciones, de la hechura del mundo de las cosas y la verdad esquiva del mundo de las ideas. Para Gombrich, las categorías artísticas siempre son un poco vagas, por eso le gustaba decir que arte es todo aquello que hacen los artistas: cuando la actividad se convierte en un fin en sí misma o cuando su realización se vuelve más importante que cualquiera de sus funciones. Por eso es importante atenerse a la convención y “abolir, en las disciplinas literarias y en las ciencias del hombre, la tradición aristotélica y la creencia en las esencias”. Lo que realmente existe es la creación de imágenes, con su competencia técnica y aprendizaje del oficio. Hoy existen multitud de especulaciones para saber cómo Leonardo combinó el arte y la ciencia, pero éste se hubiera sorprendido de tal división ya que no sabía qué era el arte en ese sentido: para él, se trataba simplemente de una cuestión de conocimiento, de intentar comprender la realidad por el medio que fuese. Tan crítico con el relativismo estético como con la interpretación marxista o los excesos iconológicos, Gombrich toma de la biología el concepto de ecología porque entiende que el florecimiento de un estilo depende más de la interacción entre tradición y medio social que de la superestructura o el espíritu de los tiempos. No todo es posible en todas las épocas. El instinto de superación nace a partir de Giotto, con su concepción de que sólo lo inesperado provoca el choque que hace que una obra se perciba como más viva, y ni siquiera se ha dado en todas las culturas. Por lo que lo preciso era investigar cuáles fueron las intenciones del artista e incardinarlas en lo que Popper llamaría la lógica de la situación. No hay Arte con mayúscula, sino artistas, dice Gombrich al principio de La historia del arte. Individuos, obras concretas. Y confiesa a Eribon: “He sido siempre muy crítico respecto a cualquier forma de colectivismo. No es una conciencia colectiva la que crea un estilo. Hace falta que alguien lo invente”. Pero ni siquiera el impresionismo alcanzó una ruptura total con la tradición. Porque si se rompe completamente con la tradición, entonces se tiene que recomenzar de cero y eso es imposible. Un artista tiene que aprender, antes que nada, el lenguaje de su arte, sus convenciones, pues sólo cuando las domine podrá avanzar hacia algo nuevo. Gombrich es muy escéptico con la estética como filosofía del arte. Consideraba que en él no se puede comunicar realmente sin un sistema común, de ahí que no le gustase demasiado Schönberg. El arte depende del equilibrio entre tradición y cambio. Y lo que se logra en un momento histórico dado acarrea algún tipo de pérdida en otro aspecto.

El escepticismo que tanto se le ha achacado a Gombrich sobre el arte contemporáneo tiene su base en la sencilla comprensión de que resulta más difícil equivocarse cuando el abanico de posibilidades es mayor y más complejo. Siempre hay menos riesgos cuando el sistema es más simple. Junto a todo progreso surge alguna decadencia. Por eso, y no por falta de interés y atención (como le atribuyen aún sus detractores), no le resultaba difícil afirmar que había más arte malo hoy que en el Renacimiento o el antiguo Egipto. Para Gombrich no existe el “ojo inocente”. La visión depende del conocimiento. Ruskin decía, casi como los prerrafaelistas o los primitivistas posteriores a Gauguin o Cézanne, que si se quiere dibujar hay que olvidarse de lo que se sabe para limitarse a mirar. Pero para Gombrich ese olvido no es posible. Él prefirió centrarse en los procesos de ilusión que provoca la contemplación de un cuadro. La historia de la pintura es un largo camino de ensayos, errores y rectificaciones. Por mucho que Constable quisiera desprenderse de ella, cada pintor tiene su ‘manière’: porque si no la tuviera, todo sería idéntico; la pintura no podría rivalizar con la fotografía. Los cuadros nos enseñan a ver, decía con frecuencia el autor de Meditaciones sobre un caballo de juguete. Contemplándolos, lo que aprendemos es la atención, la concentración de la mirada sobre determinadas cosas y, de esa forma, podemos ejercitarnos en la observación y la comprensión del mundo.

Lo que nos cuentan las imágenes se convierte así no sólo en una exposición resumida del pensamiento del sabio silencioso pero de gran envergadura y versatilidad que fue Gombrich, sino también en la confesión de quien no oculta su entusiasmo por la maestría técnica de Chardin o Velázquez, sus lealtades y recelos, y en la que no faltan retratos coloristas de algunas de las personalidades que se cruzaron en su camino: de Roman Jakobson, por ejemplo, que le abrió la curiosidad por la sinestesia y a quien Gombrich describe como un personaje asombroso, “muy alto, muy fuerte y muy feo”; o de Popper, a quien le unió aún más La miseria del historicismo; pero también de Erwin Panofsky, el otro gigante de la historia del arte del siglo XX, del que critica sus interpretaciones del simbolismo o que definiera los periodos históricos como se definen las especies animales, o de Kokoschka, que “en sus mejores momentos era maravilloso” pero que, como tantos artistas contemporáneos, se mostraba bastante poco crítico consigo mismo por culpa de “esa teoría completamente falsa del arte como expresión de uno mismo” que conlleva a concluir que “como lo hago yo, debe estar bien hecho”. De modo similar a cuando es tachado de férreo defensor del realismo y contesta que lo que a él de verdad le gusta es la música, que es un arte muy poco realista, cuando se le reprocha cierto desdén por el arte de sus coetáneos, Gombrich se rebela de nuevo para combatir el tópico y, además de mostrar su admiración por Morandi, Marini o Cartier-Bresson, precisa:

“Me gustaría hacer una diferenciación bastante importante entre la ideología del arte moderno y las obras de los artistas modernos. Soy muy crítico con respecto a la ideología del arte moderno, es decir, el culto al progreso y la vanguardia que a menudo he analizado y comentado en mis capítulos acerca de Hegel. Estoy de acuerdo con Popper en decir que esa ideología es un fallo intelectual y que a veces ha hecho daño al arte. Pero, del mismo modo que puedo admirar a artistas del pasado con los que no comparto la ideología, estoy también dispuesto a admitir que artistas de gran talento han vivido en nuestro siglo y soy capaz de admirar su inventiva y sus creaciones. Picasso es el ejemplo evidente, pero también Braque o Paul Klee, o, entre los artistas menores, Vasarely y otros que mencioné en La historia del arte. Estoy convencido de que su búsqueda de las funciones alternativas a la imagen visual tras el triunfo de la fotografía estaba justificada, y que produjo obras de auténtico interés”.

A lo que añade:

“Precisamente porque no creo en la ideología de la vanguardia, estoy convencido de que hay muchos buenos artistas que trabajan en idiomas diferentes y que forman una especie de basamento del arte y que se ganan modestamente la vida sin llamar la atención de los medios. No se puede sino desearles buena suerte y mucha satisfacción en lo que hacen”.

Todo ello conduce a los límites peliagudos de la crítica del juicio o el gusto, que Gombrich aborda con una extremada prudencia. Partidario del sentido común, acepta que quizás sea un error ser tan lógicos cuando nos enfrentamos a una obra de arte. “Soy discípulo de Popper —repite a su interlocutor— y pienso que somos siempre falibles. Nunca podemos estar seguros, pero podemos acercarnos a la certeza”. El equilibrio entre criterios objetivos e interpretación subjetiva es precario, reconoce, pero no por ello debemos aceptar un total relativismo. La moda pesa mucho; lo que Harold Rosenberg denomina la “tradición de la novedad”. Cuando un cierto papel del artista se establece en la sociedad, eso influye sobre lo que la gente espera del arte. Es cierto que lo gustos cambian y que hay que prestar atención a lo que en cada época parece que está en el aire. Pero eso no es el ‘zeitgeist’. Según Gombrich, no podemos estar enteramente determinados por lo colectivo. Daumier decía: “Il faut être de son temps”. E Ingres respondía: “¿Y si la época se equivoca?”. Hay numerosas presiones que repercuten en el gusto. Las modas acarrean a menudo cierto principio de exclusión: lo que rápidamente pasa a ser considerado ‘dépassé’, posibilidades que se le niegan al artista; y el artista sobre todo quiere tener éxito, gustar, causar impresión a las personas que le importan. Eso produce un efecto de contagio: alguien hace algo y todo cambia porque la gente está cansada de lo anterior. De ahí que Gombrich prefiera resaltar lo que queda de valor cuando pasa la moda, sabiendo que la historia del arte jamás será una ciencia exacta, y rehuir las predicciones de los críticos que escriben para confirmar la moda o expresar sus propias emociones. Y sin embargo, ni hay un solo criterio, ni resulta posible desgajar los elementos por los que creemos que una obra de arte es buena. La crítica del arte es una cuestión de creencias: yo creo que Miguel Ángel es mejor que Dalí, pero no puedo demostrarlo. El criterio está indesligablemente unido a la civilización. Seríamos inhumanos si no reaccionásemos a lo que sabemos que es digno de atención. Influye además el problema de la sinceridad nacida con el Romanticismo. Pero no somos nunca totalmente sinceros, porque no estamos nunca aislados. Es en parte una cuestión de formación personal, técnica y psicológica. ¿Quién es realmente grande? ¿Por qué no valoraron igual los últimos cuartetos de Beethoven sus coetáneos que nosotros desde el presente? Y Gombrich acepta la contradicción: “No creo que se pueda ser totalmente relativista en arte. Pero no creo que haya un criterio científico, racional, según el cual pueda decirse: éste es sin duda el mejor”. Piensa que hay un límite en nuestra comprensión de lo que es el gran arte, un equilibrio sutil entre lo que nos parece demasiado evidente y lo demasiado difícil, entre la satisfacción inmediata y la resistencia del placer estético; en definitiva: que la reacción ante el arte es demasiado compleja para ser analizada científicamente.

Y quizás por esa conclusión, a la pregunta final de si tanto estudio teórico no ha embotado de algún modo la emoción en su percepción del arte, Gombrich responde que si se ha aventurado a lo largo de su vida en ese tipo de análisis es precisamente porque esperaba ganar en placer y comprensión, aprender a ver mejor. Su máxima ambición fue explicarlo; su compromiso, con lo que de bueno ha dado la tradición cultural de occidente. A Gombrich le aburrió de igual forma que sus colegas escribieran sempiternamente sobre los mismos temas que de manera ininteligible. Quizás aprendió de los artistas a los que estudió que de lo que se trata, al fin y al cabo, es de intentar hacer algo que no se haya hecho antes: ya sea un análisis de la caricatura o de las hojas de acanto. Al prologar su ‘best-seller’ cincuenta años después de su aparición, escribió: “Deseo verme enteramente libre de caer en el peligro del conocimiento a medias y el esnobismo, pues todos corremos el riesgo de sucumbir a semejantes tentaciones… Con mi obra La historia del arte me gustaría ayudar a abrir los ojos, no a desatar las lenguas. Hablar diestramente acerca del arte es hoy fácil porque las palabras de los críticos han sido usadas en tantos sentidos que han perdido toda precisión. Pero mirar un cuadro con ojos limpios y aventurarse en un viaje de descubrimiento es una tarea siempre ardua y complicada”. Al leer este libro de conversaciones reeditado por Elba —con escasa consideración por su traductor o traductora— uno aprende a desechar sus propios prejuicios; halla un antídoto contra las intoxicaciones ideológicas, los dogmas y los caprichos de la moda; mira por la ventana de otra forma; respira mejor; agradece que, junto a Mozart o Velázquez, haya existido también E. H. Gombrich.

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