JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | Los libros de entrevistas con escritores me han deparado momentos de imborrable satisfacción lectora. En los mejores ejemplos, por supuesto, esas conversaciones largas, profundas, entretenidas, reflexivas, bien estructuradas y escritas, constituyen -recuerdo ahora aquella de François Truffaut y Alfred Hitchcock– una excelente e insustituible oportunidad, tan eficaz como un ensayo crítico o biográfico, para hacerse cargo de la obra, la vida, el trabajo, las ideas y la personalidad de un autor.
Con esas expectativas me he sumergido en este Antón Arrufat. Autorretrato sin enmiendas de Carlos Espinosa Domínguez (Guisa, 1950). El libro completa una trilogía iniciada por Espinosa con Cercanía de Lezama Lima (1986) y luego con Virgilio Piñera en persona (2003), en cuya redacción la participación del propio Arrufat, que está por arribar en agosto a sus ochenta y cinco años, fue determinante. Tanto es así que al artífice de aquellos dos volúmenes se le hace incuestionable que este tercero cierre esa trinidad de autores cubanos sobresalientes.
De los diferentes modelos que este tipo de libros puede adoptar, Espinosa se decanta por desaparecer y eliminar voluntariamente sus intervenciones. Sus preguntas se omiten y deja como única voz la del autor protagonista, en aras de la espontaneidad y la frescura. Así el libro se presenta, más que como un diálogo, como un largo monólogo del escritor de Santiago de Cuba quien, aparentemente sin apuntador y en el centro del escenario, recuerda lo que ha vivido, lo que ha visto y lo que cree. Las interrupciones adoptan la forma de capítulos, once en total, con divisiones de diferente extensión según el tiempo y los acontecimientos que, en cada caso, toca vivir y contar. Lógicamente hay una labor de edición y de limpieza de estilo posterior -algunas cursivas se han metido donde no debían- en la que se han añadido algunos datos, fechas y citas textuales.
En orden cronológico, el libro comienza por la infancia de Arrufat en Santiago, junto a sus padres y su hermana, su educación en escuelas privadas, su religiosidad incipiente. Luego, al cumplir doce años, la familia se traslada a La Habana. Son de entonces sus primeros acercamientos al mundo del teatro, los comienzos en la escritura, las tertulias en el balcón de Revillagigedo, sus inicios en Ciclón y su amistad con Rodríguez Feo y Virgilio Piñera -con quien vivió un tiempo en Guanabo-, su relación y rompimiento generacional con Lezama y sus casi tres años en Nueva York, en donde le pilló el triunfo de la Revolución en enero de 1959. A su regreso empieza a colaborar en Lunes de Revolución y, más tarde, en la revista Casa de la que fue jefe de redacción antes de ser despedido por Haydée Santamaría, acusado por el presidente Osvaldo Dorticós de permitir la publicación de una serie de textos con cierto aire homosexual o reaccionario.
Tras este primer traspiés con la dictadura, pasó enseguida a formar parte de la plantilla del Teatro Estudio donde trabajó varios años y donde se inició el caso de Los siete contra Tebas, obra con la que obtuvo el premio UNEAC y que fue, junto al poemario Fuera del juego de Heberto Padilla, tachada de contrarrevolucionaria. Quizás por ser una historia conocida, Arrufat no se detiene en exceso en este episodio. Acusado de disidente pasa unos días detenido y es enviado a empaquetar revistas con sogas y cartones en una lejana biblioteca en Marianao de 1971 a 1979. Hasta 1981 no pudo firmar su primer artículo y hasta 1984 no le dejaron publicar un libro. Con tijeretazos de la censura, claro. A partir de entonces, fue reincorporándose a la vida cultural y social de la que había estado marginado. Se suceden premios (el Nacional de Literatura en el 2000), estrenos, ediciones y reediciones hasta su “rehabilitación” absoluta que tiene lugar quizás, como él mismo señala, con la representación de su pieza teatral Los siete contra Tebas, la obra por la que cayera en desgracia tres décadas antes, por intermediación del ministro Abel Prieto -a quien considera “hombre providencial” y amigo suyo- en 2007.
Desde el arranque del libro, Arrufat es el testimoniante ideal: verboso, ameno, no suele divagar en el vacío y no pierde casi nunca el hilo de lo que va contando, con las lógicas repeticiones debidas al deseo del entrevistador de ser lo más fiel posible a lo que el entrevistado dice. También aparecen algunas opiniones sobre sus lecturas (Salgari, Zane Grey, Dostoievski) o su descubrimiento de la literatura cubana del XIX, sus amistades con Dulce María Loynaz, Calvert Casey, Luis Marré y Guillermo Cabrera Infante o las laberínticas relaciones entre escritores. Y mientras va contando intercala pinceladas de ese humor inteligente y socarrón que gasta o salen a relucir sus debilidades -la soberbia, la vanagloria, la haraganería- y hasta sus fobias e intransigencias, que las tiene. Arrufat, de la mano de Espinosa, extrae también del baúl de su memoria la gestación de varios de sus libros, su dedicación a distintos géneros -los poetas sostenían que era ensayista, los ensayistas lo tildaban de narrador, los narradores de dramaturgo-, sus hábitos de escritor y de lector, su pasión por el té, su condición de paseante habanero, de rastreador de librerías de viejo, sus encuentros con los jóvenes escritores. En fin, el escritor cubano habla en este libro sobre todo lo divino y lo humano, certificando sus credenciales de ocurrente hablador. Y cuando la entrevista llega a su fin deja traslucir sentimientos de tristeza y de soledad, la nostalgia de los amigos que se van perdiendo, de aquel tiempo de compartir discusiones, lecturas o complicidades con los que ya no están: “Y en este país las personas tienen dos maneras de no estar: estar en el exilio o estar bajo tierra”, sentencia casi al final del libro.
Tengo debilidad por la persona de Antón Arrufat y por su literatura. Es, probablemente para muchos, el autor más respetado de su generación, la de los años 50, que tuvo entre sus osadías la de pretender negar a Orígenes y discutir a Lezama. He tenido ocasión de dialogar varias veces con él. La última el verano pasado en el amplio salón de su casona de Prado con Refugio, en cuyo piso bajo funciona el renacido Ateneo de La Habana, del que es director. En esas conversaciones he podido disfrutar de su manera de frasear y de decir, llena de teatralidad, de juego y de burla, características que lógicamente tienen mucho que ver con su personalidad. Dialogar con Arrufat significa dejarse llevar por las digresiones y los meandros de la oralidad. A viva voz es lenguaraz, descarado, venenoso. En medio de sus alardes de desapego y del cinismo de sus palabras, son pocos los títeres que deja con cabeza. Pero, a la par, esa picardía -que él subraya con entonados silencios- está llena de ternura e indefensión.
Ante un entrevistador, los escritores, o bien dan rienda suelta a su forma de ser y de estar en la vida o en la literatura, o bien miden, por si acaso, con escuadra y cartabón cada respuesta. Tengo la impresión de que, en este libro, que será útil para acercarse a la vida y la obra de Antón Arrufat, sucede más de lo segundo que de lo primero y que este autorretrato tiene, al final, más enmiendas de las que muchos hubiésemos deseado. La voz que aquí se confiesa no ha necesitado para sí mismo de muchas de ellas, lo que es comprensible cuando se trata de la vanidad de los escritores. En cambio, otras se echan en falta. Como sus argumentos para defender su permanencia en un país donde fue tan gravemente censurado y castigado por el aparato estatal castrista. Una respuesta, más o menos consistente, pero una respuesta al cabo, a esas acusaciones que aún hoy lo tildan de cobarde o de traidor, sobre todo, desde fuera de la isla. Porque catorce años de ostracismo y silencio no cabe despacharlos como un mero asunto de rigidez política o de celo funcionarial. Falta, por tanto, explicar tanta condescendencia, tanta causa de justificación o de exculpación a un régimen que lo enclaustró y condenó, vital y literariamente, durante tres lustros. Faltan esas razones que aclaren por qué un escritor tan inteligente se observa a sí mismo como el hijo pródigo y arrepentido que regresa a la casa del padre y no como el preso encolerizado que sale de un confinamiento cruel e injusto.
Tal vez por timidez, por aburrimiento, por gratitud, por no agredir, Antón Arrufat no se entrega y deja fuera de su conversación con Espinosa estos argumentos, así como otras tantas ideas fértiles, aspectos íntimos de su vida -ni una sola referencia en el libro a sus amores, tan decisivos en la existencia de cualquier persona- e historias jamás contadas: solo recuerdo un par de ocasiones en las que dice “esto no lo he dicho nunca”. Pero, además, uno que lo conoce, echa en falta las anécdotas reveladoras, los juicios llamativos, las barbaridades más ofensivas o las malevolencias e intrigas que han cimentado su fama de conversador. Me faltan, en definitiva, más opiniones, como escribió Nabokov, cuando bautizó su libro de entrevistas, contundentes.
No sé en qué porcentaje estas -en mi opinión- deficiencias del libro se deben a Arrufat o a Espinosa. No son pocas las veces en las que el entrevistado dice que no recuerda cuando no quiere recordar o dice que olvida lo que no puede ser olvidado. Está claro que uno cuenta lo que quiere contar, pero también es evidente que cuando el entrevistador se sienta con un personaje tan extraordinario algunos lectores esperamos un resultado, no solo riguroso y equilibrado, sino también revelador y estimulante. De cualquier modo, me alegra volver a escuchar a Antón Arrufat en este repaso de sus trabajos y sus días. Ese mismo Arrufat a quien le encantaba disfrazarse de niño: de monaguillo, de niña, de cosaco, de árabe. Es lástima que, de las múltiples posibilidades que tenía frente a la grabadora de Espinosa, Arrufat haya preferido colocarse el disfraz del otro Arrufat. Un Arrufat transformado en acomodado espectador o testigo de sí mismo, un Arrufat sin riesgo, parapetado tras la barrera del reconocimiento. Un Arrufat que poco tiene que ver con el protagonista displicente y despreciativo que, en los prolegómenos de su vida, se dispone por fin a contarla sin pelos en la lengua.
Antón Arrufat. Autorretrato sin enmiendas (Los Libros de las Cuatro Estaciones, 2020) | Carlos Espinosa Domínguez | 143 páginas | 15 euros