LEONOR RUIZ | Blanco, breve, organizado, conciso… Mi adoración por los libros de pequeño formato no decae con el paso del tiempo. Aquellos capaces de quedarse junto a una, al alcance de los dedos de tu mano en un bolsillo.
Editar puede ser un arte obsesivo, un oficio de locos y varias cosas más, como Adolfo García Ortega nos explica. La invención de la imprenta revolucionó la transmisión de la cultura, y editar fue concebido desde el inicio «como una empresa que diera beneficios».
El autor escribe este ensayo preguntándose cómo puede responder la industria del libro a las enormes transformaciones del sector de la comunicación y la cultura en nuestro hiperconectado mundo actual. En definitiva, qué puede hacerse para «no ser la orquesta del Titanic» o empujar la misma piedra como Sísifo (sic).
Cada capítulo —ocho en total— se desarrolla en limpísimas secciones, abarcando desde el nacimiento de la imprenta, «punto cero» de la difusión cultural moderna, al incierto futuro del libro y sus mercados.
No olvida García Ortega muchos grandes nombres de la historia editorial («el origen de los editores está en los impresores»): Joaquín Ibarra, Jules Hetzel, Giulio Einaudi, Gaston Gallimard, los hermanos MacMillan, Thomas Longman o Maxwell Perkins. Y cita, como clave del giro en la situación de los autores respecto a editores y libreros, la Carta sobre el comercio de libros (1763) de Denis Diderot. Si algo los une a todos, es el amor por convertir los textos en libros y hacerlos circular.
«Editar es activar un sistema que provoca y promueve la lectura». Una labor compleja que implica coordinar múltiples profesionales y líneas de trabajo, con la incertidumbre siempre de por medio. Desde la irrupción del mundo digital, el mercado se ha vuelto fiero y «heteróclito», exactamente igual que sus partes componentes. Puesto que sin lectores no hay consumidores y sin consumidores no hay mercado, el pódium lo ocupan los lectores. «Todo, en el mundo del libro de hoy día, está en manos del público-lector-espectador».
A este público hay que seducirlo de algún modo, bien por la vía del entretenimiento, del placer, de la novedad o del esfuerzo. Según García Ortega, la línea divisoria entre cultura y negocio desaparece progresivamente: «Lo importante ya no es leer, sino comprar y tal vez leer». Una vocación editorial sin pericia de gestión hundirá cualquier intento de negocio. Hay que saberlo.
Más allá de todo, parece que ni los escritores ni la gran literatura desaparecerán. Si el tiempo disponible para la lectura disminuye, será el lector el que se convierta en «la especie amenazada». Pero siempre habrá historias. Y el libro como ingenio seguirá funcionado, pues es «un artefacto perfecto».
Las editoriales pequeñas convivirán con las grandes, aportando cada cual su riqueza. A pesar de la opcional autoedición, autores y editores seguirán juntos por mucho tiempo, adaptándose al son y ritmo manifestados por el lector. Nos moveremos, en definitiva, entre la agitación (el cambio inevitable, ahora expeditivo) y las repeticiones (la reproducción, también irremediable, de esquemas previos).
No me queda claro el optimismo de García Ortega respecto al futuro del libro. ¿Cómo se orquestarán los cambios? ¿Cómo se diversificará la lectura para que no muera? ¿Cómo se evitará la conquista total de lo superficial y fragmentario en nuestras vidas?
Se sugiere acompañar la ilustración de la página 48 de un pie de foto, agregar un colofón de impresión y subsanar un par de pequeñas erratas: evitar la repetición (página 43) de ciertas palabras dichas en la página 39; añadir el punto ausente al final del segundo párrafo de la página 44; y sustituir ese feo «en base a» en la cita traducida de Diderot de la página 52.
Lo demás, fantástico.
P.D. Me permito mencionar el Museo Plantin-Moretus de Amberes, patrimonio de la humanidad desde 2005 y gollería para cualquier amante libresco.
El arte de editar libros (Athenaica, 2020) | Adolfo García Ortega | 88 páginas | 12 euros