MANOLO HARO | Marcel Proust abrió con su magna obra una senda que han recorrido todos los escritores que han fraguado su narrativa en los talleres de la memoria personal. Vladimir Nabokov es un escritor de estirpe proustiana al que habría que sumarle una característica que lo hace único: junto a su fino humor, su exquisita ironía y su robusta muñeca (cuando se trata de hacer girar inesperadamente la tuerca de la trama), habría que colocar su condición de artista extático. No puedo entenderlo sin pensar que su escritura nace de un estado de gracia, del éxtasis del que ve construir sobre la hoja de papel el mundo que brota de un misterio profundo, como un dios que pusiera los ojos en blanco al ver su creación cruzar el sensible tamiz de la nubes hasta llegar al alma de las cosas. Pienso que el método Nabokov contiene esa búsqueda secreta de permanencia, no con el deseo de ganar la batalla a la posteridad sino con el de dejar la vida por escrito de forma latente, de manera que, el que quiera saber cómo fue aquel mundo por el que pasó un ser llamado a profanar cualquier intento de embridar su literatura con algún adjetivo pacato y reduccionista, pueda subir al desván y observar a la luz de la linterna las vívidas instantáneas tomadas por él. Su biografía señala el camino de su obra y viceversa.
Gloria, escrita originalmente en ruso, publicada por una editorial émigré en 1932 y traducida para el mundo anglosajón por el propio autor a partir del borrador de su hijo Dmitri en 1971, resulta un claro ejemplo de esta teoría nabokoviana de la creación, desde Mashenka hasta Ada o el ardor. Los colores de Yalta, Biarritz, Bayona, Berlín, Cambridge, etc. acuden entrópicamente aquí como a lo largo de toda su novelística. Asistimos en Gloria a las evoluciones del joven Martin Edelweiss, que huye del ejército rojo desde Crimea en 1919, acompañando a su madre viuda en el camino hacia Suiza –bucólica y repleta de matices campestres, encapsulada vivazmente en el recuerdo del autor– en busca de la protección de un primo de su marido. A partir de ahí la peripecia del personaje se entiende como un germen que contiene gran parte de los temas a los que Nabokov acudirá una y otra vez. Un trío amoroso entre Sonia (otra emigrada), el protagonista y un amigo de éstos (Risa en la oscuridad), un profesor ruso (Pnim), el ambiente de los compatriotas exiliados en el Berlín de la posguerra y del mismo Cambridge (La verdadera historia de Sebastian Night), etc. Se abordarán estos asuntos a modo de novelita romántica cargada de luminosos detalles descriptivos de la factoría V. N. y con alguna tintura extraída de la Zuleika Dobson de Max Beerbohm. Martin sufre por la joven Sonia un amor ful que provoca que sus movimientos por Europa estén condicionados por tal circunstancia. La estructura del andamio que sustenta la trama es sencilla; se diría que este primer Nabokov comienza a desperezarse dentro de la crisálida de la que más tarde surgirá el padre de las obras maestras que jalonan su bibiografía.
¿Decepcionará Gloria a los lectores habituales del padre de Lolita? En absoluto. Herralde ha ido ocupando la balda de la letra N de su despacho con todos los títulos de Vladimir Nabokov (en ocasiones incurriendo en desaciertos editoriales como la publicación de las fichas de El original de Laura, obra que Dmitri Nabokov rescató del limbo de los borradores de su papá) para disfrute de incondicionales y curiosos que vienen, en la mayoría de los casos, a quedarse.
El autor de Lolita no responde a las características de un autor libresco; no se trata de un mero litterati. Los homenajes que se rastrean en sus libros son burlas o sombras chinescas que provocan la carcajada. Los diálogos aparecen como una fuente escondida que no deja de borbotear al fondo de un jardín umbrío, llenos de dobles sentidos y de descripciones emboscadas sobre el temperamento de los personajes. En un mundo sin aventura (sólo los escollos administrativos que se le presentan al hombre de hoy lo convierten en un héroe), leer a Nabokov nos absuelve de la tristeza de los días.
Gloria (Anagrama, 2017), de Vladimir Nabokov |264 páginas | 19,90 euros | Traducción Jesús Zuleika