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Bailando sobre arquitectura

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Cómo funciona la música

David Byrne

Reservoir Books, 2014

ISBN: 978-84-397-2797-2

379 páginas

24,90 €

Traducción de Marc Viaplana

Diseño de la cubierta de Dave Eggers

 

 

Fran G. Matute

Hace tiempo que me rebelé contra la cultura “conceptual” y el primer pasó que di en esa dirección fue aceptar que a mí no me gustaba la música ni el cine ni la literatura porque mi verdadera pasión eran, en realidad, los discos, las películas y los libros. Podrá sonar a juego de palabras (poco ingenioso, por otra parte) pero detrás de esta especie de ‘boutade’ hay más chicha de lo que parece a simple vista.

Frente a la manifestación cultural en abstracto yo impongo el producto. Lo que consumo tiene nombre y apellidos, está enmarcado en el tiempo y en el espacio, lleva una etiqueta y, por tanto, sé lo que hay detrás con bastante exactitud. Puedo pronunciarme al respecto en términos de bueno o malo, según mis propios criterios estéticos, según mi bagaje, según cómo tenga el día, y puedo volver a él una y otra vez, porque es asible, porque es un objeto, porque es mío. Y esta corporeidad cobra más sentido si cabe con lo musical, porque que me guste mucho un disco, un grupo, un estilo, una determinada época incluso, no implica en ningún caso que a mí me guste la música. O eso pienso.

Yo no quiero ser ningún melómano, ni ningún cinéfilo y, mucho menos, un letraherido, pero… ¿disfruto más escuchando una canción que sé de qué año es, quién la ha compuesto, cuándo se ha grabado, quién toca en ella o quién es su productor? Sin lugar a dudas. Lo tengo más que demostrado. Por lo que, antes o después, tiendo a reunir una determinada información que me sirva para enriquecer la experiencia consumista. Así funciona, al menos, mi cabeza. Ese parece ser el alpiste que necesita mi cerebro. Y trato de dárselo, no para alimentar mi “yo cultural” sino, pura y llanamente, para pasar mejor el rato.

Si atendemos a esta visión mía tan “objetivista”, se podría argumentar que Cómo funciona la música (2012) de David Byrne es el primer libro que leo en mi vida que trata realmente sobre música. Hasta la fecha, todo lo que había caído en mis manos (sobre tal o cual grupo, disco o estilo musical) se refería a un determinado producto y si acaso a su contextualización. Nunca me había enfrentado a una reflexión tan clarividente (y didáctica) sobre la música en sí misma (ese ente invisible) como la que expone Byrne en este libro. Y la experiencia me ha resultado absolutamente reveladora porque, entre otras muchas cosas, Byrne aborda en este texto mi “trauma” conceptual con una claridad expositiva que asusta.

No sé si es necesario explicar a estas alturas de la película quién es David Byrne pero, por si acaso, diré que no solo fue el líder de Talking Heads. Lo que habilita, de hecho, a Byrne para reflexionar largo y tendido sobre el particular, y hacerlo desde todos los ángulos posibles, es precisamente lo que hizo al margen de su banda insignia. Compositor ecléctico como pocos, interesado tanto en la simpleza e inmediatez de la música pop como en la fuerza tribal de los ritmos folclóricos del mundo, Byrne ha mostrado siempre una enorme curiosidad por las posibilidades que ofrece la electrónica, y nunca ha tenido miedo de experimentar con los sonidos, la escenografía, los formatos, las texturas y los estilos, motivo por el cual su carrera artística es un muestrario bastante elocuente de todo lo que ha dado de sí el siglo XX a nivel audiovisual. Teatro, vídeo, cine, ópera, conciertos, libros… y, tras esto, un Oscar, un Globo de Oro, un Grammy… Byrne ha tocado todo los palos de la creación musical, siempre innovando a la vez que ayudaba (y mucho) a preservar la tradición. Ha trabajado intensamente con mentes inquietas como Brian Eno pero también con almas puras como Celia Cruz. Sus interminables colaboraciones con los más variados personajes llevaron a la revista Pitchfork a afirmar que Byrne sería capaz de grabar con cualquiera a cambio de una bolsa de Doritos. El propio Byrne se hace eco de esta broma en Cómo funciona la música y es entonces cuando uno decide que el tipo nos va a caer bien, cuente lo que cuente.

¿Pero qué es lo que cuenta? Byrne reflexiona en su libro, entre otras muchas cosas, sobre el proceso de creación musical y de qué forma éste se ve influenciado por el entorno, por lo que rodea al propio compositor, el espacio en el que se mueve, el espacio en el que será interpretada la música, el espacio que ocupará una vez se registre, y todo para luego hablar sobre otros espacios, los que ocupa la música en el mundo contemporáneo, en nuestras vidas, en nuestros corazones. En el fondo, Byrne está hablando todo el rato de arquitectura musical.

Cualquier elemento externo, según Byrne (en una visión un tanto mcluhaniana del asunto), influye a la hora de crear o interpretar una determinada canción y, creedme, pone muchos ejemplos para convencernos. ¿Os habíais planteado alguna vez por qué los cantantes de ópera tienden a hacer tanto gorgorito al interpretar, cuando es la cosa más antinatural del mundo? Yo no, y me ha llamado mucho la atención saberlo. ¿Pensáis que los primeros formatos de grabación influyeron a los músicos a la hora de componer sus canciones? Nunca me lo había planteado, pero resulta fascinante ver cómo los músicos de jazz tuvieron que hacer malabares para ajustarse a la duración de los primeros discos de pizarra. ¿Sabéis por qué un CD mide lo que mide? Yo me he quedado a cuadros cuando me he enterado. ¿El firmar un tipo de contrato u otro con una discográfica puede llegar a alterar el resultado final de una grabación?…

Pero que no se me malinterprete, porque Cómo funciona la música no es un cúmulo de datos curiosos sacados de una revista seudocientífica. Este libro es un recorrido personalísimo, una suerte de memoria profesional, en la que Byrne trata de comprender lo que tiene de intangible aquello que le ha dado hasta la fecha de comer. Byrne se apoya en datos académicos, en teorías filosóficas, en la propia Historia pero, en otras, es su propia experiencia como músico lo que sustenta sus conclusiones. Probablemente sean estos los pasajes más brillantes del libro pues sus elucubraciones se perciben genuinas, son ingeniosas, son sorprendentes (por muy obvias que luego parezcan las revelaciones) y son amenas. En mi caso, he de confesar también que he sentido cierto síndrome de Estocolmo leyendo Cómo funciona la música pues estoy prácticamente de acuerdo con todo lo que dice Byrne y no creo que eso sea muy sano. En cualquier caso, ¿se hace necesario conocer en profundidad su trayectoria musical para comprender mejor estas reflexiones? No. Pero si uno tiene algunas nociones creo que disfrutará doblemente del texto.

Yo he disfrutado, sobre todo, con tres reflexiones. La primera de ellas es la relativa a la “calidad” del sonido y hasta que punto ésta es relevante o no a la hora de percibir la música en todo su esplendor. No es que sea un luddita, creo que un buen equipo de música hace mucho por enriquecer la experiencia auditiva, pero siempre he sentido cierto resquemor ante esos supuestos “gourmets” del sonido. Personalmente, no creo que mi oído sea capaz de captar los matices de un amplificador de válvulas con respecto a uno normal y corriente. O mejor dicho, sí soy capaz de notar la diferencia, lo que ocurre es que creo firmemente que da igual escucharlo en un sitio u otro. Lo siento, audiófilos: no “suena” mejor básicamente porque no tenemos ni idea de cómo debería sonar en realidad. Esta diatriba la resuelve Byrne de forma contundente cuando afirma: “Empecé a escuchar canciones de rock, pop y soul en un radiotransistor con un sonido de mierda, pero cambió mi vida completamente. La calidad de sonido era atroz, pero ese sonido metálico me comunicaba un montón de información. No era más que una transmisión de audio, pero el mensaje social y cultural incrustado en la música me excitaba tanto como el sonido. Esos componentes extramusicales que la música llevaba consigo no requerían una señal de alta resolución: bastaba con que fuera suficientemente buena.” No es que suscriba lo anterior, es que yo mismo podría haber firmado la parrafada. Y “suficientemente buena” creo que es uno de los grandes conceptos del libro.

La segunda gran confesión tiene que ver con las nuevas tecnologías. Byrne aplaude en Cómo funciona la música que la era digital haya ayudado a abaratar los costes de producción, distribución, etc. Ahora cualquiera puede grabar un disco con un sonido “suficientemente bueno” sin necesidad de acudir a un gran estudio. No podría ser de otra forma, pues él mismo ha sido uno de los pioneros en introducir la electrónica en la música pop. Sin embargo, Byrne se lamenta de que los contratos que manejan las discográficas no hayan evolucionado en la misma dirección. Si todo es más barato de producir, Byrne entiende que deberían existir mayores márgenes para todos pero esto, al parecer, no ha cambiado mucho desde los primeros tiempos, de tal forma que para el consumidor es ciertamente mejor esta nueva era digital, puede comprar discos a un precio más asequible, pero el porcentaje de los ‘royalties’ que han de percibir los creadores son los mismos de antes, “por lo que el artista se queda igual o peor”. Para llegar a esta afirmación tan dolorosa, Byrne se desnuda: desgrana los costes y los beneficios de dos de sus álbumes. Uno grabado a la vieja usanza (en gran estudio, con un adelanto suculento por parte de la discográfica…) y otro grabado en su casa, delante del ordenador. Resulta tremendamente interesante comparar los dos modelos, analizar cómo influyen las distintas cláusulas contractuales, cómo afectan a la financiación. O, por lo menos, a mí me lo ha parecido (será por deformación profesional). También me ha resultado algo triste descubrir que la “payola” de toda la vida sigue vigente, es un coste más asumido por la industria, solo que ya no se “empapela” al locutor de radio, ahora son las tiendas de discos las que se llevan la mordida por colocar el producto en tal o cual sitio estratégico dentro de sus estanterías. La realidad es que el desglose que hace Byrne del funcionamiento de la industria discográfica resulta revelador a la par que demoledor.

Pero lo más demoledor de todo, la gran revelación que contiene Cómo funciona la música, aparece cuando Byrne reflexiona acerca de los orígenes del sistema de regalías y cómo la forma en que éste se configuró a mediados de los sesenta influyó de forma sustancial en el proceso creativo tan descomunal que vivió la década. Es público y notorio que antes de la llamada “Invasión Británica” (c. 1964) lo raro era que un grupo o solista compusiera sus propios temas. Había casos, por supuesto, pero no era la norma. O se acudía a compositores profesionales, como los organizados alrededor del edificio Brill de Nueva York, o directamente se hacían versiones de temas más o menos populares. Pero de repente, el ‘big bang’. Los grupos comenzaron a componer sus propios temas, la excepción era hacer versiones porque solo si un cantante componía sus éxitos podía considerarse un artista total. Siempre achaqué este extraño ‘boom’ creativo a los tiempos de cambio que introdujeron los años sesenta: la revolución, la emancipación del artista, el consumo de drogas, “las puertas de la percepción”, la madurez que alcanzó la industria musical en aquel momento… pero la visión de Byrne es mucho más prosaica: todo trae causa de una cuestión legal, de un cambio en la gestión de los ‘royalties’, de la introducción de determinadas cláusulas en los contratos discográficos de la época… esto acompañado por un buen funcionamiento del sistema de cobros y pagos de los derechos de autor. Los intérpretes se dieron cuenta de que hacían más caja metiendo en sus discos canciones propias (aunque fueran malas) que haciendo versiones de otros y “fue en parte debido a esto que hubo una repentina explosión de creatividad e innovación en la música pop en los años sesenta”. No sé a vosotros pero a mí esta afirmación me cayó encima como un jarro de agua fría, algo así como si Byrne me hubiera zampado de repente quiénes son los Reyes Magos.

No todo en Cómo funciona la música es igual de enjundioso. Por ejemplo, el capítulo 9 yo lo hubiera quitado, directamente. No sé muy bien qué ha querido decir con él. Y el recorrido que hace Byrne por el CBGB, con la idea de tomar la gestión del mítico local neoyorquino como modelo efectivo de creación de una escena musical, me parece más nostálgico que otra cosa. Tampoco parece muy práctico el último apartado del libro, dedicado a los aspectos biológicos y neurológicos de la música, a analizar el sentimiento y la emoción que acompaña a la escucha y en el que también habla de la armonía de las esferas, los planetas girando y creando sonidos puros y naturales en el espacio, ¡los sonidos de Dios!, pero ¡qué bonito! ¡Yo quiero creer que lo que cuenta Byrne es así!

Se le atribuye a Martin Mull la lapidaria frase: “Escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura.” Y algo de eso hay en este extraño híbrido que es Cómo funciona la música, una biografía oculta en un ensayo didáctico y profundo, un sesudo análisis disfrazado de memorias de andar por casa, todo firmado por esa «cabeza parlante» que ha resultado ser David Byrne, de profesión: arquitecto danzarín.

admin

5 comentarios

  1. Impecable reseña. Le pido matrimonio, nada conceptual, sino objetual al máximo.

  2. Hasta en eso coincido con el amigo Byrne. Con un paquete de Doritos me casaría siempre!

  3. Interesantísima reseña de un libro que se antoja obligatorio. Enhorabuena.

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