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Bajadme del tren de la historia

e40bd1c92cfa5f174482f49484b2026a091093c8CAROLINA LEÓN | Me encuentro en mi día libre de librería, pasando la aspiradora y el plumero en liza cotidiana con la entropía, mientras voy pensando en la noción de «política» a raíz de la lectura de Estudios del malestar. La política y nuestros sentidos alrededor de la palabra (y la acción) son algo que me interesa profundamente. ¿De dónde viene todo esto? ¿Por qué sentimos que la política (de la representación, del voto) es inauténtica? ¿Por qué y desde cuándo el halo de prestigio de la acción directa? ¿Quién o quiénes han contribuido al estado del malestar presente? ¿Tiene algún callejón de salida?, me sigo preguntando mientras limpio.

Aún sin ser yo ni bibliógrafa ni filósofa, algo me impulsa a dedicarle uno de mis pocos ratos libres a esta reseña, que el profesor Pardo no va a necesitar para vender uno más ni uno menos: qué bien me lo he pasado en esta lectura. Qué pocas veces se encuentra una con una exhibición tan flagrante y tan humilde de inteligencia discursiva en estos tiempos, en los que se vitorea el «zasca», en los que andamos como huérfanos en busca del enunciado que nos refuerza, sentimentalmente, por contra del que nos desafía, inteligentemente. Leyéndolo, no he tenido más remedio que recordar al profesor de filosofía que tuve la suerte de tener en mi secundaria, que se esforzaba tanto por hacernos aprender a pensar, lo que quiera que sea eso.

¿Qué ha querido decir Pardo en este libro, sobre los «estados del malestar»? Realiza en él un bosquejo atrevido y minucioso de las formas de la política contemporánea a la luz de la historia intelectual de los dos últimos siglos. En él todo se entrelaza, para que una cosa arroje luz sobre la otra: la historia de las ideas, su realización práctica (a partir del momento en que se suponía que éstas debían trascender en el mundo real); su reflujo; la puesta en cuestión de las ideas a partir de los «fracasos» y excesos de la realización práctica (durante todo el siglo XX); la doble vertiente del comunismo, como facticidad e ideal inspirador; la desorientación de aquellos que mantuvieron cierta «fe» en todo esto desde la intelectualidad; la desorientación, pues, del pensamiento después de las caídas –como en dominó– de los experimentos y los intentos de justificación; la noción de política ciertamente ambivalente que se ha podido respirar y vivir desde el establecimiento del pacto social y de los estados de derecho; la difuminación de las fronteras entre historia y filosofía, la sumisión de la filosofía a la Historia; el intento inveterado de justificar las decisiones políticas mediante el realismo, la búsqueda de fines efectivos (que es, aunque en esto entre poco su ensayo, el viejo tema de los «medios subordinados a los fines»).

El caso es que él lo explica mucho mejor que yo y que, por más que me pique lo que explica, hay una serie de momentos en que no tengo más remedio que «darle la razón». Ni siquiera darle la razón, sino admitir que su argumentación me desarbola.

Por ejemplo, sabiendo poco o nada de «política» y de lo que arrastra la noción, hace que entienda su caricatura de Hegel (y luego Marx) para explicarme por qué las militancias (heredadas) se entienden a sí mismas como cierto misionerismo o propagación de una fe revolucionaria que nos ha de llevar a un estado de humanidad nuevo.

Por ejemplo, cómo desarticula la parte contemporánea de la historia del arte, la de las vanguardias, que pretenden desentenderse de las instituciones en las que están insertas y se promulgan como un arte «para» producir otras cosas (cambios políticos o sociales), hipotecando su autonomía.

Cómo analiza la noción de «compromiso» en intelectuales clave del pensamiento reciente, y evidencia algunas de sus contradicciones.

Cómo pensadores, filósofos y políticos (y activistas) se alinearon para hacer avanzar imparable el tren de la historia en sentido hegeliano y cómo cierta señora tartamuda en el vagón de tercera de ese tren se aparece como daño colateral, ella como tantos.

Y cómo el presente (en sentido amplio) es una amalgama lujuriosa de realismo político y liquidez discursiva y existencial, en la que por supuesto irrumpe el vocablo «populismo». Cómo nos influye íntimamente Hegel, y Schmitt, y otros pensadores, para que la noción de política se encarne en sujetos universales históricos y se distribuya más allá de las instituciones que supuestamente la alberga.

No estoy de acuerdo con él en múltiples momentos, pero me resulta embriagador. En su recorrido ambicioso pero comedido, trans-histórico e inmanente a la vez, a través de las derivas tanto filosóficas como históricas de los últimos dos siglos, sobre todo piensa: qué nos ha pasado con la filosofía, qué nos ha pasado con el arte y qué nos ha pasado con la política.

Su lectura me hace poner en relativo una docena de conceptos aprendidos/aprehendidos, pero no deja de ser una lectura gozosa, porque tiene esa habilidad para la anécdota, para la deriva narrativa y la ilustración metafórica que hace que el libro se degluta sin pesar, y en mi caso con goce.

Pero: si, en su pausada llegada al contrato civil hobbesiano y su diatriba contra la política como guerra schmittiana, me encuentro a mí misma aplaudiendo con las orejas (mientras continúo la limpieza); si soy capaz de seguir sus argumentaciones contra la gestión de los malestares surgidos a partir de la liquidación de las utopías del siglo XX y su devenir en liquidez contemporánea; si puedo entender todo eso de la «política de los amigos» contra los enemigos como reacción populista, y de generar consensos desde el malestar… También si creemos, como creo que creemos él y yo, que la vis política es una faceta humana tan importante como alimentarse con cinco raciones de fruta y verdura fresca…; si miramos a las mejores realizaciones de las democracias de derecho como lugar de igualaciones entre los individuos; si no dejamos de enfocar a todos esos sujetos que se quedan apalancados en los márgenes (por diversidad de clase, raza, migraciones u orientación sexual, a la señora tartamuda, un poner), me dan ganas de preguntarle a Pardo qué realización política efectiva queda para esos sujetos particulares, en esas democracias cuando, donde quiera que sea, los gobiernos elegidos democráticamente legislan en contra de las propias cartas constitucionales y contra los derechos civiles más básicos. Cuando aquel pacto social fundacional se revuelve contra las propias circunstancias que supuestamente lo amenazan y decide excluir. Incluso cuando decide excluir por haber caído en desgracia (haber caído en el malestar, digamos, material y definitivo, porque la condición básica esencial para el ser político es contar con un techo propio, según algunos pensadores cuyos ecos también resuenan). Cuando la teoría está tan disgustada con la práctica, a ver qué política nos queda.

Que no se puede estar menos «peor» que en los regímenes democráticos en los que supuestamente vivimos, incluso en sus extintos estados del bienestar, puedo admitirlo. Que nos sobrevuela –desde todas las alas políticas– la certeza de que se cambia la historia con acciones violentas sin importar los costes colaterales, también. Pero con Hegel, o con Marx, o con Badiou, o con Foucault –o contra ellos–, en los regímenes democráticos en los que supuestamente somos sujetos de derechos súper-chachi queda poco espacio efectivo para la política –que no sea en forma de voto–. Y, bueno, de ahí algunos de los malestares. Con lo cual, hasta Sócrates creería justificada la «política de cualquiera».

Pardo es una de esas figuras que yo necesito más que los líderes espirituales, una voz que piensa desde lo hecho y predicho, desde la complejidad del mundo contemporáneo, con una pizca de mirada amplia acerca de la historia del pensamiento y sus enunciados a veces cíclicos y recurrentes,  y con un rigor fervoroso por la actividad intelectual que no ha de deber nada a persona ni a doctrina, salvo a la propia actividad de pensar.

Y el autor al que me ataño es, además, profesor de filosofía. Y no político ni activista. Ése es un lugar que no reivindica, pero que me parece importante señalar en esta reseña, mientras pido que me bajen del tren de la historia, junto a la señora tartamuda, porque estoy segura de que podemos encontrar ella y yo otros modos (no feminizados, quizá feministas) de hacer las cosas, también la política.

Estudios del malestar. Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas (Anagrama, 2016) de José Luis Pardo | 296 páginas | 18,90 € | Premio Anagrama de Ensayo 2016

admin

5 comentarios

  1. ¿Y no le mosquea, amiga mía, que Pardo al final no explique nada sino apelando a una tautología? Toda su argumentación, si se la despoja de los resúmenes fislosóficos, se quedaría en un «hay populismos que se creen revestidos por la historia». Las causas objetivas de la aparición de esos populismos no le interesan en absoluto. Pero un lector avispado ya puede intuir que los populismos no han salido ahí de la nada porque lo diga un ensayo de Hegel o una conferencia de Foucault.

    A lo más que llega es a decir, casi literalmente, que los ciudadanos del Estado de Derecho estábamos muy bien acostumbrados; y que, claro, ahora nos da rabia perder derechos y poder económico: una pataleta, prácticamente.

    El libro hace como si no hubiese burbujas financieras, como si no se hubiesen sacado leyes a traición y sin avisar, como si la deuda no fuera un problema estatal muy serio, como si no se hubiese fabricado un corpus legal desde los 70 para liberalizar las transacciones bancarias, como si no se hubiesen cercenado algunos derechos esenciales.

    En resumen: hace como si todos si (salvo la pataleta) lo que nos ocurre fuera algo natural, ajeno a la voluntad humana.

    O el señor Pardo se hace el sueco (lo cual estaría muy feo), o anda a estas alturas ya muy despistado.

    Para colmo del cinismo, en las últimas dos páginas emplea a Kant como una cachiporra para afearles a los filósofos que se metan en política. En primer lugar, Kant no podía imaginar un mundo en donde ser filósofo debiera desaparecer por su falta de rentabilidad; en segundo lugar el señor Pardo, al escribir este libro, también está haciendo política a su modo.

    Que los populismos son muy malvados, ya lo sabemos todos (el señor Pardo, con todo, no parece distinguir demasiado entre el populista xenófobo y el populista que quiere reforzar el Estado de Derecho). Pero lo que les hace aparecer de repente bien se lo salta: y no lo tenía tan difícil, le bastaba con leer a Polanyi.

    O incluso, si le daba pereza, a su compañero de facultad Fernández Liria, cuyo libro «¿Para qué servimos los filósofos?» le recomiendo a usted, señorita, encarecidamente. Cortito, fácil de leer y sin ninguna ceguera llamativa:

    http://www.casadellibro.com/libro-para-que-servimos-los-filosofos/9788490971512/3015125

    Cuando usted lo haya leído, señorita Carolina, cotéjelo con este del señor Pardo. Y luego me cuenta.

    Gracias por su tiempo y un saludo.

  2. Salvo por lo de «señorita», puedo darle la razón a su comentario. Cierto que obvia algunas cosas, y para mí es perfectamente coherente desde el punto de vista de que ha querido hacer una «historia intelectual» a la luz de la historia, o algo así hasta donde mi conocimiento alcanza.
    Sin embargo, en ciertas partes del libro no se deja de lado a los que se ven empantanados por la «política» que se hace en otro lado, y más de una vez los introduce aunque sea poco (está, desde luego, más interesado en la filosofía que en la facticidad, pero no me parece tramposo). De ahí, el recurso de la «señora tartamuda» y otros comentarios a quienes tratan de defender la legalidad de las normas en contextos de recortes o de pérdida total.
    Pero claro que puedo ver, y he tratado de señalar, que se deja fuera algunas cuestiones para mí básicas: que no se hace política únicamente en los hemiciclos y demás lugares sagrados. Para mí, interesantísimo su relativismo frente a los que conducen el tren y se dejan sus efectos a los lados, una poética de la política que veo/escucho/ siento casi cada día.
    Su «batalla» está en intentar defender algo que quizá es indefendible, la autonomía del pensamiento, y en eso se me aparece simpático y cercano. No voy a resolver la cuestión, ni él tampoco, porque es demasiado larga su tradición (el compromiso, la impronta en la realidad, la trascendencia de la filosofía en la vida, etc). Pero si esas batallas (de pureza o de humanismo o de bien social o de igualitarismo) me resultan tan interesantes es precisamente por su derrota anticipada. Por reclamar su existencia incluso aunque no «ganen».
    En cuanto a Fernández Liria, ya lo leí.
    Básicamente, el desacuerdo es creer que el pensamiento tiene un fin fáctico o que no lo tiene. Y él, sí, hace política, como la intento hacer yo limpiando mi casa, estimado «señorito». Gracias por su comentario.

  3. Buenos días, Carolina.

    Le puedo asegurar que no había, en el uso de «señorita», ni ironía ni ambigüedad por mi parte: está empleado sin ningún atisbo de mala intención; muy al contrario, igual que llamo a Pardo «señor Pardo», la llamaba a usted «señorita».

    (Cosa curiosa, la palabra «señorito» sí se carga automáticamente de cierto tono sarcástico: salvo que uno sea el criado y llame así al hijo de su señor -muy anacrónico-, llamar a alguien «señorito» supone rebajarle a la categoría de persona en exceso exquisita y mimada. Por ejemplo: «Pase usted, señorito»).

    De manera que no tome a mal que haya usado con usted eso en vez de «señora»: el matiz de «señorita» que buscaba era el hecho de que tiene usted una mente fresca y juvenil (o sea, viva, no anquilosada por el alienante mundo y el trabajo). Pretendía ser, por lo tanto, muestra de respeto y elogio.

    No obstante, no volveré a usarlo.

    Paso al libro:

    José Luis Pardo es un hombre del que he leído bastante, y me gusta mucho. Me acerqué al libro con verdaderas ganas; y de ahí quizá mi duro juicio. Entiendo el proceso que sigue para llegar a donde quiere, pero en esa búsqueda honesta de «la autonomía del pensamiento» se queda, irónicamente, braceando en el aire, desde el momento en que parece incapaz de ver más allá de lo que le disgusta para articular un pensamiento que de veras abarque cuanto está sucediendo con nuestro malestar (el cual, insisto, parece provenir de que somo unos mimados: o así lo deja entrever).

    Porque, esa es otra (y corríjame si aquí discrepamos): me incomodó que hablara con tantas alusiones veladas; que no dijera abiertamente lo que él piensa, que empleara tanta ironía y tanto juicio personal en muchas partes del libro (siendo, por lo tanto, declaradamente subjetivo) mientras en las cruciales guardara una fenomenal distancia. No veo con claridad qué piensa de Podemos y de Le Pen, ni veo que le interese contraponer tipos de populismos, por ejemplo. Pero es que tampoco habla de los gobiernos previos al populismo. Tanta cautela y tanto punto ciego me escaman.

    En fin, siento que me repito, de manera que no diré más.

    Muchas gracias por su articulada y precisa respuesta, y no tenga en cuenta lo de «señorita», que no había malicia en ello.

    Saludos!

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