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Balón a la grada

El vértigo de la fuerzaALEJANDRO LUQUE | El atentado contra la redacción de Charlie Hebdo del 7 de enero de 2015 fue, además de una masacre en la que perdieron la vida 12 personas, un verdadero reto para Europa. Una prueba de fuego para comprobar qué tan sólidos eran los fundamentos de nuestro pensamiento, de nuestra ética y, en resumen, de nuestras viejas y prósperas sociedades. A la vista de los ríos de tinta que corrieron después de aquel crimen múltiple, paralelos a los ríos humanos que salieron a las calles para condenarlo, no me atrevería a decir que hayamos salido muy airosos de la prueba.

Y no puedo decirlo, desde luego, de la aportación del suizo Étienne Barilier, de la Universidad de Lausana, estudioso de Albert Camus, que en El vértigo de la fuerza parte de la matanza perpetrada contra el semanario satírico para hacer su propio análisis de la cuestión. Lo primero que sorprende es el modo en que toma aquella noticia como pretexto encaminado a desarrollar su idea del islam, sin tener en cuenta dos elementos básicos: quiénes eran las víctimas, y quiénes los verdugos. No hemos salido del primer párrafo cuando ya levantamos la primera ceja al leer que la plaga del nuevo siglo es “el crimen como deber sagrado”.

Es decir, partimos de la idea según la cual existe un dios que, a diferencia de la divinidad cristiana que observa entre sus mandamientos la prescripción de matar, impone a sus fieles la obligación de hacerlo: a unos por blasfemos, a otros por homosexuales, a estos por cristianos, a aquellos por judíos. Y a quienes dejan con vida, los humillan o los venden como esclavos. ¿Y todo para qué? Para rendir culto a la fuerza bruta, es decir, la superioridad física acompañada de la ausencia de frenos morales. Eso, viene a decirnos Barilier, es el islamismo.

Claro que esa afirmación tan tajante necesita un respaldo bibliográfico, el hallazgo de unas fuentes que demuestren que la violencia vinculada a Dios forma parte de la “cultura” musulmana. Y el ensayista no parece interesado en indagar en la poesía hedonista de Abu Nuwas, ni en la más reciente pero no menos gozosa de Maram al Masri; ni en las reflexiones sobre el amor de El collar de la paloma, de Ibn Hazm, ni en los ensayos de Maalouf, Ben Jelloun o Edward Said, por poner algunos ejemplos de amplio espectro de autores árabo-musulmanes de ayer y hoy. Por el contrario, Barilier acude, para nuestra perplejidad, a un pasaje de una novela del argelino Rachid Boudjedra, en el que asoma un sádico profesor que golpea a un niño por defender que su madre es pura aunque menstrúe. Y por si fuera poco, añade otra escena de un autor senegalés, Cheikh Hamidou Kane, donde otro maestro se aplica con similares formas contra el alumno que no reproduce exactamente un versículo coránico.

Barilier suma uno más uno, dos, y le parece suficiente pesquisa para colegir que lo que une a ambos autores, y con ello a toda la comunidad musulmana, es la naturalidad con que se acepta que los docentes torturen a los infantes en nombre de la religión. Y si toleran eso con sus propios hijos, ¿de qué no serán capaces con los infieles, con los enemigos? Barilier, a quien imagino bien criado en su cantón natal, no imagina quizá que hasta hace nada las escuelas españolas repartían estopa al alumnado por no saberse la tabla del 3 o los afluentes del Ebro. Y eso no informa tanto de un carácter nacionalcatólico, como del subdesarrollo imperante y de la ausencia de herramientas pedagógicas alternativas a “la letra con sangre entra”.

Barilier, no obstante, está demasiado convencido de haber dado con la explicación de todo como para entrar en esos matices. Al Qaeda, el Daesh, Boko Haram, son demasiado notables, demasiado espectaculares, como para no ceder a la tentación de sacar patrones de ellos. Lo que va quedando de manifiesto conforme avanza el texto, es que el suizo ha comprado con todos sus complementos la teoría del Choque de las Civilizaciones y del enfrentamiento OrienteOccidente, JesucristoMahoma, lo que no deja de ser una prueba de pereza mental. Tampoco imagina quizás que algunos no tan viejos no necesitamos remontarnos a las matanzas de los ustacha en Croacia o a los dictadores bajo palio para recordar la violencia que puede desplegarse en torno a la iglesia católica: nuestra retina memoriosa no olvida a los ultracatólicos propinando puñetazos a los policías en la puerta de los cines españoles para impedir el estreno de películas consideradas blasfemas.

Cuando se le recuerda que los cruzados fueron tan beligerantes como el que más en nombre de la cruz, o de las muchas otras tropelías de las que da cuenta la Historia, reacciona invariablemente con un “eso fue hace mucho, ahora somos otra cosa”. Dicho de otro modo: nosotros –los cristianos, Occidente– tenemos la capacidad de cambiar, de evolucionar, mientras que ellos –los moros, para resumir– solo pueden ir a peor, pues vienen programados de serie por su credo salvaje.

Claro que Barilier no es tan ingenuo como para no matizar estos conceptos de trazo grueso. No es cuestión de meter a todo el islam bajo el mismo saco, es solo que a los “musulmanes pacíficos” les resulta muy difícil condenar la dichosa fuerza, legitimada por su dios. Como les resulta difícil asumir o entender el “pensamiento occidental” o la “técnica occidental”, que es algo tan absurdo como hablar del “deporte asiático” o la “política americana”. ¿De veras cree el ensayista que los fanáticos musulmanes renuncian al interruptor para obtener luz eléctrica, o a los métodos mecánicos de extracción de petróleo? ¿O que se resignan a ellos solo “porque la consideran uno de los medios de la fuerza”, y nada más?

El discurso se va viendo así salpicado de referencias a Simone Weill, Heidegger o Enzenberger, sin abandonar la sensación de que se pierde en la floritura sin atacar el centro de la cuestión. Y sobre todo, desentendido del caso Charlie Hebdo, que era de lo que veníamos hablar. ¿Importa? Sí, y mucho. Porque no puede pasarse por alto que la revista no ridiculizaba a los musulmanes, sino el modo en que –en imparable progresión– han ido perdiendo terreno las libertades en aras de una mal entendida libertad religiosa, y sobre todo bajo el efecto de una campaña intensiva que lleva décadas invirtiendo petrodólares en imponer una lectura del islam que nada tiene que ver con el que hasta ahora conocíamos desde Algeciras a Estambul.

No puede pasarse por alto que los asesinos, los hermanos Kouachi, habían nacido y fueron educados en la ilustrada Francia, y que su acción tiene más que ver con la necesidad de publicidad del llamado Estado Islámico y de la urgencia por ocultar tras una cortina de humo sus derrotas militares en Siria e Iraq que por un mandato teológico. Ni que la definición de terrorista no sea a menudo más que aquel que no tiene tanques, aviones ni marina para imponer sus objetivos. Ni que la religión islámica sea esencialmente más violenta, represiva con las mujeres o enemiga del conocimiento de lo que lo ha sido cualquier otra, un error en el que incurrió incluso el eterno candidato al nobel Adonis.

No puede pasarse por alto, en fin, que una de las plumas más ácidas de Charlie Hebdo, que se salvó de milagro de la matanza –como le sucedió a Catherine Meurisse– es Zineb El Rhazoui, nacida y criada en Marruecos. Y que uno de los policías acribillados por los terroristas, Ahmed Merabet, era musulmán practicante a pesar de hallarse, qué cosas, del bando de las víctimas.

Para el eurocentrista Barilier, nuestro continente es la cuna de la ciencia y de la libertad, amenazada por el fanatismo y la barbarie. Sin embargo, si queremos vencer estas lacras, lo primero es defender a ultranza aquello por lo que vivieron y murieron los artistas de Charlie Hebdo, el derecho a exigir que “lo sagrado” permanezca fuera de la esfera pública –para lo cual, recordemos, conviene dejar de clasificar a las personas por su fe– y el no menos acuciante derecho a reírse de todo lo que se mueve y de lo inamovible. De lo contrario, en lugar de marcarle un gol al mal, por usar un símil mundialista, no haremos más que mandar balones a la grada.

El vértigo de la fuerza (Acantilado, 2018), de Étienne Barilier | 144 páginas | 12 euros | Traducción de Manuel Arranz

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