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Banda sonora personal

ILYA U. TOPPER | Me tengo por la persona más indicada para reseñar este poemario de Marian Ruiz (Pamplona, 1977), cantante, compositora y poeta conocida entre sus seguidores bajo el nombre artístico de Bandada. Me explico: el libro presenta 56 poemas cuyo título es, en cada caso, el nombre de una canción de algún artista o grupo conocido o muy conocido. Salvo para mí. Por circunstancias que no vienen al caso, y en las que mi amusia congénita solo es un factor entre otros, me hallo en la rarísima condición de ignorar completamente la existencia de un buen tercio de los nombres citados, y de desconocer hasta el título de la canción de los artistas que sí ubico, exceptuando cinco casos (las piezas de Edith Piaf, Chavela Vargas, Camarón de la Isla, Jacques Brel y Nacha Pop, a lo que se añade Nací en Álamo, que conoczo por Yasmin Levy, no Remedios Silva, y que es la única de las 56 que de vez en cuando, por supuesto bajo condición de que no haya oído humano cerca —véase lo de la amusia congénita—, tarareo de vez en cuando).

En otras palabras: leo Poemas acústicas completamente desprovisto de acústica. Puede usted pensar que es un handicap, porque me pierdo la alusión expresada en el título. Pero veamos: si yo saco un libro en el que todos los poemas llevan por título un nombre de ciudad, digamos Damasco, Yibuti, Essaouira, Antakya, no tiene ningún mérito que mis versos les gusten a quienes hayan estado en Damasco, Yibuti, Essaouira y Antakya: proyectarán inmediatamente su propio recuerdo sobre lo que leen. Lo que tengo que conseguir es conmover a alguien que nunca haya estado en estos lugares, que los versos le hagan imaginar ese lugar que fue escenario y ambientación para mi experiencia lírica. Si esta experiencia es suficientemente honda, el lugar apenas proporcionará un marco a la acuarela de palabras.

Es precisamente lo que consigue Marian Ruiz en Ne me quitte pas: describe a la perfección la pareja habituada a convivir en la que ha desaparecido la pasión sexual que antes unía los cuerpos. No hace falta leer el título para reconocer la sensación —en el peor de los casos: reconocerse— en estos versos. Pero aporta, y mucho: donde Jacques Brel da la versión del miembro de la pareja que insiste en continuar como sea, Ruiz da la de quien sabe que es inútil. Y esto lo entiende también quien, como yo, de Ne me quitte pas solo tenía memorizado el estribillo y no la parte fundamental de Rejaillir le feu / de l’ancien volcan.

Hago la prueba al azar con otro poema que describe una experiencia concreta, el caso del paso de la niñez a la adolescencia (tiré mi osito de peluche / por el sumidero de mi infancia), titulado I Promised Myself.  Verifico la letra; no le veo relación y concluyo que lo eligió simplemente porque sonaría mucho en los ambientes donde se dio aquel primer beso con un chico. Que no haya relación es incluso todo el punto en la de Madonna: No sé cómo las monjas / nos dejaron bailar el like a prayer / en los recreos… imagino que ni ellas mismas / ni nosotras entonces / entendíamos su significado. Precisamente. Y con este gancho traza con lápiz duro no exento de rencor aquel microcosmos de la infancia. Esta vez sin mucho lirismo, más bien una prosa cortada en líneas breves, pero que funciona bien para lo que quiere contar.

Lo mismo vale, probablemente, para la gran mayoría del resto: son referencias temporales que en la mente del lector marcan el año concreto y con ella la edad de la autora: tenía catorce años cuando se estrenó Así me gusta a mí; momento típico para un episodio de anorexia. Funciona menos, desde luego, con clásicos de toda la vida —Camarón de la Isla, Frank Sinatra, Aretha Franklin— y aquí, de hecho, los poemas a veces no hacen más que buscar-reinterpretar algún concepto evocado en la canción. En este caso es mejor la inopia: la escena contada en Yesterday evoca ideas (a mí, la de un padre con su hija), mientras no se sepa lo calcada que está al original. En otras, el poema es directamente un homenaje al intérprete, lo cual conlleva el peligro, como en el caso de Chavela Vargas —la cito porque aquí sí reconozco los elementos— de caer en ese mal hábito español que es el remedo: tequila, taberna pendenciera, trago, cuchillo. Y después de que alguien haya sido capaz de escribir y de cantar Nací en Álamo ¿qué más puede contar un poema bajo ese título?

No, no todos los versos de este libro emocionan, ni sorprenden, ni se salen de lo habitual. De hecho, pocos se salen de lo habitual, pero lo que les falta en creatividad de imagen lírica, lo suplen con frescura e inmediatez de conjurar escenas vívidas: mi madre y yo / mi hermana y yo / y un grupo de tíos melenudos cantando / en una televisión con dos canales. Se cuentan historias, y eso se agradece.

Ahí reside el atractivo de Poemas acústicos: la autora traza una especie de autobiografía, desde el colegio de monjas y los viajes al sur en verano, tierra de abuelos, pasando por el primer beso de la adolescencia, los rifirrafes de hermana, los primeros amores, las primeras pollas y las amistades a los veinte años, al sexo con unos y con otros, los amores rápidos, los amores chungos, las rupturas, más amores, más polvos… y el final feliz bastante convencional del amor definitivo, monógamo y con hijo incluido. La vida es así.

Por supuesto el libro va salteado, no en orden cronológico, y los poemas autobiográficos solo son unos cuantos del conjunto, lo justo para cogerle gusto al juego de lectura y para convertir el poemario en la banda sonora de una vida desde los ochenta a la actualidad. Digo autobiográficos porque están narrados en primera persona. No tengo la más remota idea de si Marian Ruiz tiene antepasados en Andalucía, ni si tiene una hermana, ni si ha follado todo lo que cuenta, ni si tiene un hijo. Ni importa. Es literatura, aunque sea de andar por casa y de radiocasete.

Poemas acústicos  (Lamiñarra, 2022)  |  Marian Ruiz ‘Bandada’  | 112  páginas | 13,30 euros

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