
ELENA MARQUÉS | Madrid. Año dos mil y pico. Era la primera vez que acudía a la Feria del Libro a firmar, aunque cabía la posibilidad de que pasara la hora asistiendo al zascandileo de la gente entre las casetas sin desenvainar el bolígrafo. Antes de someterme a tamaña humillación, por la mañana me dediqué a vagar por el Retiro con un colega. Bromeamos sobre esos autores que precisaban guardia de seguridad y vallas para delimitar la cola de admiradores. George R. R. Martin era uno de ellos. (Pero quién soy yo para juzgar a nadie.) En un momento dado hice incluso el gesto de cargar con varios de aquellos armatostes de metal para construirme un chiringuito parecido.
Cuando ya estábamos por irnos, ávidos de cerveza y deseosos de dejar nuestras muchas y alocadas adquisiciones en lugar seguro, vislumbré en un stand, moderadamente tapado por dos o tres lectores, a José Luis Garci. Como en casa, citando a Rappel, somos bastante «cinéfalos», me puse en la cola para comprar Las 7 maravillas del cine; un libro en el que, entre otras cosas, además de razonarnos con una prosa estupenda su elección (a ver quién dice que no a Casablanca, Perdición o El hombre que mató a Liberty Valance), entrevista a un amplio número de personajes con el deseo de conocer sus películas favoritas y elabora un puñado de listas con las siete prendas de vestir más famosas de la gran pantalla, las siete películas que influyeron en la moda, las mejores obras de tema navideño y un largo etcétera de enumeraciones e inventarios.
La cuestión es que la escueta fila apenas avanzaba porque el flamante artífice de Volver a empezar y El crack, para quien lo conozca de Qué grande es el cine o de Classics, no paraba de hablar. Así que aguardé pacientemente mi turno y, cuando por fin me vi frente a él, lo saludé y le pedí, por favor, que me firmara el libro para mi marido, ya que en el resto de las compras no había pensado en mi partenaire y me parecía un buen regalo para alguien a quien, al fin y al cabo, había conocido en un cineclub.
Mientras estampaba su dedicatoria, sin parar de charlar, aunque no sabría decir de qué, mi amigo me recordó que yo llevaba en el bolso un ventalle que ni hecho para la ocasión. Era un abanico gris pintado con una de las más famosas estrellas de todos los tiempos, una bastante bien lograda Rita Hayworth en su papel de Gilda. Película, por cierto que no recuerdo que constara como tal entre las páginas del libro. (Pero quién soy yo para juzgar a nadie).
Con un gritito ridículo rebusqué en el bolso y lo blandí bajo sus barbas, y le pedí, si no era mucha molestia, que me lo firmara también. El hombre, al verlo, se entusiasmó pero de verdad. El objeto le pareció maravilloso, e incluso me pidió, aunque ya intuía mi respuesta, que se lo regalara. Por supuesto que no cedí, porque, entre otras cosas, el pericón era un obsequio y yo lo que quería era revalorizarlo con su firma para quién sabe si, en un momento de apuro, venderlo en Christie’s junto a la colección completa de El guerrero del antifaz que heredé de la infancia.
La cosa es que el bolígrafo que estaba utilizando no era apto para madera e hizo al paciente librero que lo acogía desplazarse a la caseta de al lado a pedir un rotring, y, mostrando una inusitada habilidad, desperdigó por las varillas el texto «Para Elena, con un beso de cine». Un beso que luego me pidió. Aunque yo apenas lo dejé rozarme las mejillas, porque me gusta como director, pero no lo suficiente como para protagonizar una escena que me censure Tornatore.
En fin, que el día se saldó con más éxito del esperado (creo que firmé cuatro o cinco libros; uno de ellos a un señor cuya mujer se llamaba igual que yo) y luego cogí un taxi para volver al hotel. El conductor, al verme tan cargada, me dijo que él también escribía, e hizo aparecer por encima del asiento un minúsculo poemario que se había autoeditado. Se trataba de un conjunto mal recosido de ripios que, aun así, y como si me viera incluida en uno de los más famosos diálogos de El padrino, fui incapaz de rechazar. Allí sigue, casi intonso porque la verdad es que tiene pocos méritos para incluirse entre las siete maravillas de la lírica. Pero bueno, quién es nadie para juzgarme a mí.
Las 7 maravillas del cine (Notorious Ediciones, 2015) | José Luis Garci | 570 páginas | 23,70 euros