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Bordar la infancia

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Memoria por correspondencia

Emma Reyes

Libros del Asteroide, 2015

ISBN: 978-84-16213-22-1

232 páginas

17,95 €

Prólogo de Leila Guerriero

 

 

Rebeca García Nieto

Una piensa en Colombia y, automáticamente, le viene a la cabeza Macondo. Luego lee esta Memoria por correspondencia, de Emma Reyes, y se da cuenta de que el realismo mágico sólo pudo haber nacido en países como Colombia o México. Allí el día a día es tan difícil que sus habitantes pueden morir de una sobredosis de realidad en cualquier momento. Así las cosas, no es de extrañar que el realismo mágico, entendido como “negación poética de la realidad”, les hiciera tanta falta como el comer.

Memoria por correspondencia es una especie de autobiografía por entregas. Cuando la pintora colombiana Emma Reyes cumplió los cincuenta, a instancias de su amigo Germán Arciniegas (que, junto con su esposa, Gabriela, eran la familia que Reyes nunca tuvo), decidió poner por escrito su infancia. A través de una serie de cartas destinadas a su amigo, Reyes se asoma a su pasado sin saber muy bien qué se va a encontrar: “Mi cabeza es como un cuarto lleno de trastos viejos donde no se sabe más lo que hay ni en qué estado”.

El libro de “Emmísima” (así es como la llamaba Arciniegas) está en las antípodas del realismo mágico: las cartas muestran la realidad en toda su crudeza, despojada de toda poesía, completamente desnuda. En ellas no encontraremos una madre como Úrsula Iguarán, la “voz de la razón de una familia de locos” en Cien años de soledad; al contrario, la ¿madre? de Emma tenía la mala costumbre de “reventar a bofetadas” a Emma y a su hermana, Helena, a las primeras de cambio. Tampoco hay una figura paterna por ningún lado. En la historia de Emma, los hombres de las clases altas (médicos, gobernadores, etc.) van por la vida como el coronel Aureliano Buendía, que tuvo 17 hijos con 17 mujeres diferentes. En ese sentido, Emma y su hermana eran como los 17 Aurelianos, que nunca fueron reconocidos por su progenitor. Este hecho condenó a estas hermanas, que se apellidaban “como los Reyes Magos”, a vivir de incógnito, primero en una especie de zulo en Bogotá, luego en Guateque y más tarde en un convento, donde ni siquiera tenían la posibilidad de meterse a monjas, ya que “para ser monja hay que tener papá y mamá y estar segura de haber nacido en una familia cristiana”.

Si Balzac y Zola necesitaron escribir decenas de novelas para retratar la realidad social de su tiempo, Reyes describe la desigualdad entre clases sociales de su país en apenas una veintena de cartas. En la época del convento, Emma y las otras niñas eran obligadas a trabajar como perros. Con la promesa de que así salvarían su alma, las niñas se dejaban la vista bordando ajuares para las “familias bien”, casullas, manteles para los altares o  banderas para los desfiles del ejército… Pero que nadie se aflija, en contra de lo que cabía esperar, me he reído bastante leyendo sobre las monjas y “su tema preferido: el Diablo”.

Tanto le hablaron del diablo a la pequeña Emma que el día que algo parecido al erotismo apareció en su vida, de mano de sor María, pensó que iba a caer en las garras del Maligno… Más perturbador resulta su “noviazgo” con el lechero. Sin duda, el extraño romance entre Emma, bizca, y el tuerto se presta a todo tipo de interpretaciones psicoanalíticas. Sobre todo, cuando Emma explica que quedaba con el lechero para mirarse a través de un agujero, “ojo contra ojo”, “hasta que los ojos se hicieron amigos”. La pintora es capaz de describir escenas que resultarían inquietantes hasta para el mismísimo David Lynch con una ingenuidad más propia de una colegiala que le cuenta un secreto a su amiguita en el patio de recreo. Magistral.

Emma Reyes fue analfabeta hasta la vida adulta. Pese a ello, se las ingenió para escribir sobre los asuntos más sórdidos con una gracia, con una sutileza, que ya quisiéramos muchos escritores. He pensado mucho en las razones por las que este libro me ha gustado. En principio, no es el tipo de libro que me suele interesar, ya que no hay ficción en él, apenas hay “literatura”. Creo que es precisamente su sencillez, el hecho de que esté despojado de todo envoltorio literario, lo que más me ha gustado. Es difícil de explicar. Tan difícil como tratar de descubrir por qué me gustan Las espigadoras, de Millet. De la pintora colombiana se ha dicho: “Hay en todos los cuadros suyos una gracia primigenia, voz auténtica de su sensibilidad, algo tan natural como la sombra a la luz” o “Jamás habíamos visto imágenes tan auténticas. En este mundo de miedo y amor, una voz humana nos habla”. Es esa voz humana que pintaba la que dictó las cartas que le mandó a Arciniegas. La voz de la niña que bordaba “con manos de ángel”. Creo que el mayor mérito de Reyes fue mantener viva a esa niña, inocente a pesar de todo. Porque escucharla es una auténtica delicia.

Como ella diría, chao, un abrazote.

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