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Cambiar todo para que nada etc.

ILYA U. TOPPER | Ya he dicho más de una vez que Abdellah Taïa escribe siempre la misma novela. No es algo raro: lo hacen muchos escritores y no quiere decir que esa novela no sea excelente, incluso varias veces. Y puede ser interesante ver qué detalles cambian de entrega a entrega: que aspectos del alma humano se propone esta vez escudriñar el autor.

El planteamiento de salida es el que conocemos: protagonista marroquí surgido de un barrio de clase humilde de al lado de Rabat (Salé, 1973 pone en la biografía del autor: es ahí), habitaciones abarrotadas de una casa llena de hermanos, la madre dura, dominante, implacable, que conocemos ya de El que es digno de ser amado. Sería más correcto decir que la cono+ceremos a través de aquel libro, porque Taïa escribió Un país para morir dos años antes de aquel ajuste de cuentas con doña Malika, aunque al mercado español llega en orden inverso. Pero esto no altera el producto. Aquí arrancamos con el padre, un personaje humilde, desvalido, casi dulce, anulado. Todo lo contrario que la madre. Y no es un ajuste de cuentas: es una larga declaración de amor. De unión cabe decir sensual frente a —sí, otra vez— la madre. Lo que cambia es que esta vez no habla un chico homosexual. Habla una chica. Habla la hija.

No, no es un relato que cuente la misma historia desde otro punto de vista, quizás desde la perspectiva de la hermana del eterno protagonista. Porque Zahira no deja de ser la voz del autor. Transmutada en femenino, pero con sus mismos rasgos. Si el personaje narrador de Taïa suele ser un chico homosexual que escapa del ambiente opresor de su familia, su barrio, su país, gracias a su sexo, gracias a convertirse en amante de franceses ricos que le enseñan literatura, mundo, París, Zahira hace exactamente el mismo camino, pero sin adornar sus encuentros con ese teatro de entrega, pasión y celos que acompaña el binomio francés-maduro-rico — marroquí-joven-pobre para hacer creer al respetable y a los intérpretes que se trata de una relación de amor. Zahira es puta.

De Abdella Taïa, con más voluntad de lírica que de pedagogía —no es un Mahi Binebine que tome la pluma para explicarnos algo—, no podemos esperar que trace un retrato sociológico de la prostitución marroquí en Francia. Zahira no nos acerca a una realidad social; su interpretación del oficio se acerca casi a una obra de caridad con todos aquellos hombres, inmigrantes, obreros, exiliados de una vida sexual propia, que abundan en la urbe. En literatura, eso es lícito, por supuesto, pero significa que Zahira se queda en un plano onírico, tanto en su vida por París como en sus recuerdos de papá. También en su amor —o cabe decir obsesión— por ese guapo esrilanqués que no le perdona que sea puta, además de mentirosa, y la trata como tal, mientras ella está segura de poder acabar sus días felizmente casada con él. Por arte de magia. Porque la magia, eso lo saben todas las marroquíes, funciona.

Eso quizás sí sea realidad sociológica marroquí: el amor entendido como un intento de conquistar, embrujar, dominar al otro, adueñarse de él, anularlo, poseerlo plenamente. Y llamar a eso felicidad. Clausewitz diría que es la continuación del burdel con otros medios.

Más despiadada aún es la búsqueda de la felicidad por parte del único amigo de Zahira: Aziz. Otro personaje taïano, chapero argelino en París, es decir prostituto profesional con interpretación de amistad frente a ciertos clientes. Aziz se quiere anular a sí mismo: quiere cambiar de sexo. Meterse en la mesa de operaciones. Amputarse la polla. Un acto de automutilación entendido como una agresión a quienes lo rodean, una terrible venganza, un grito de puro odio (Si pudiera, los mataría a todos. Uno tras otro. Los pondría contra la tapia. Asistiré a su muerte, lenta o rápida. Satisfecha. Gozosa, por fin. Quizás no haya sido intención del autor, pero leyendo este monólogo, uno se explica mejor la violencia del lenguaje y las fotos de bates de béisbol de tantos personajes que en las redes sociales hoy se hacen portavoces del movimiento trans).

Sí quiere explicar algo el flashback a la infancia de Aziz en Argelia, a la vida de un niño de ocho años que crece rodeado de siete hermanas. Siete hermanas que lo tratan como a una niña más, o eso cree Aziz, porque en realidad lo tratan como a un niño mimado disfrazado de niña: caftanes, carmín, colorete, besos a raudales. Como seguramente no han tratado a ninguna de la otras siete: ese juego adolescente de adorar a su hermanito bajo forma de niña no deja de ser una admiración al varón, algo de lo que una niña de verdad no es digna.

Las niñas acaban casadas todas, y Aziz se queda privado de juegos, de complicidad, de besos: expulsado del paraíso. Primero hace lo natural: convertirse en Caín. Vengarse de esa privación de amor no amando a los demás, cobrando por el sexo. Odiando. Hasta que este odio le desgarra algo más que el culo e intenta tomarse una tardía revancha con un voltereta sin red: ahora seré mujer yo mismo, seré Zannuba. Que suena muy dulce.

El fracaso de convertir este odio acumulado en cualidad de mujer quizás represente las páginas más memorables de esta novela, no tanto por su calidad literaria —no alcanza con repetir palabras y exclamaciones para dotar de realismo a un monólogo— sino porque hace pensar. Hace plantearse el vínculo inextricable entre el patriarcado despiadado, aquel que arranca a los niños del mundo de las niñas y viceversa en la adolescencia, y el deseo de saltar luego hacia atrás sobre esa barrera. Lástima que Taïa lo deje todo en un retazo, una esquirla de relato que salta y desaparece.

Porque no nos engañemos: aquí no hay trama de novela. Hay un hatajo de perfiles humanos dispersos por París —algunos mal resueltos desde el punto de vista literario, como el iraní exiliado de cuya vida nos debemos enterar por una carta a su madre en la que le cuenta lo que ella ya sabe y solo al lector le puede interesar— que se entrecruzan o, mejor dicho, que aparecen en los monólogos de los demás. A veces desde mucha distancia, como en el caso de Allal, amor de juventud de Zahira, rechazado por la familia, es decir por la madre, porque es negro, marroquí negro. Binebine habría hecho una novela para explicarnos el gradiente social que significa el color de piel de los ciudadanos en la sociedad norteafricana; Taïa no: para él es simplemente otro motivo para acumular odio, fantasear décadas después con degollar a Zahira por puta, así sea a través de otro embrujo.

Un país para matar podría llamarse la novela, pero eso tampoco es. ¿Para suicidarse? Quizás solo para mutilarse la mente. Lo que no hay es lo que en un primer momento podría sugerir el título: esa nostalgia tan común entre los marroquíes emigrados para regresar en la vejez al bled y buscar un ocaso tranquilo. Aquí nadie quiere retornar. Hasta siendo puta de soldados en la lejana Indochina es más fácil soñar con ser actriz en Bollywood.

Si: aquí todos quieren ser otra cosa, pero los métodos que eligen, ya sea una mesa de operaciones, ya sea un embrujo para ser esposa de un hombre que te desprecia, no son en realidad más que la continuación del propio infierno con otros medios. Cambiar todo para que nada cambie. Como un autor que siempre escribe la misma novela.

Un país para morir (Cabaret Voltaire, 2021) | Abdellah Taïa | 188 páginas | 18,95 euros | Traducción: Lydia Vázquez Jiménez

admin

2 comentarios

  1. El libro no parece muy bueno, desde el punto de vista literario y quizá del semántico. La reseña, sin embargo, es formidable.

  2. ¡Muchas gracias! La novela no es para ponerla en un altar. Pero siempre sirve para pensar.

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