EDUARDO CRUZ ACILLONA | En noviembre de 2001 yo estaba en Buenos Aires. Y es más que posible que me cruzara con Vera, la protagonista de La mecánica del agua, en la librería El Ateneo (la que años antes fue el cine Gran Splendid y que conserva toda su estructura, escenario incluido), ella comprando una novela del barcelonés Federico Esperanto y yo haciendo acopio de todos los libros de relatos del Negro Fontanarrosa. O quizás también nos cruzáramos en las librerías de viejo de Corrientes, ella buscando novelas antiguas de Esperanto y yo encontrando, después de muchos años de búsqueda, Los placeres y los días, de Proust.
Yo me volví a España y Vera se quedó en Argentina. No por mucho tiempo. Aquel volcán llamado “corralito” entró en brutal erupción pocos días después de mi partida y el drama se extendió por todo el país, grabando la maldita palabra en el ánimo de los argentinos como un tatuaje. Vera cargó con su pasado y con su perro salchicha, puso el mar como barrera de contención y se trasladó a Barcelona. Empezaban a ser tiempos en que cualquier bar, cualquier tienda sonaba con acentos porteños en boca de sus camareros, de sus dependientes.
Yo nunca legué a conocer a Vera, aunque conocí a muchas Veras parecidas. Pero Silvana Vogt sí, y se empeñó en seguirla, en contarnos su historia, una historia de superación, de desarraigo pero sin desgarro, de búsqueda de una nueva identidad sabiendo que es imposible soltar el lastre de la anterior, un lastre pesado, como pesan los amores abandonados y las amistades perdidas. Y para ello, Silvana Vogt utiliza un lenguaje sencillo, costumbrista y a la vez poético, envolvente, suave, amable. Silvana escribe con elegancia, con el ritmo que le permite estructurar la historia en fragmentos. Recuerda, como en una imagen que se recrea en el libro, a las olas chocando contra el muro de la orilla en el Río de la Plata mientras Vera trata de averiguar la cadencia de ese ritmo, la mecánica del agua. Véase:
“La piel se desmagnetiza, el rompecabezas se desmonta, la oportunidad se funde. Y, entonces, vuelven a caer las hojas de los árboles, las olas llegan a la arena de la playa, los relojes automatizan el tictac y la tierra gira, mientras el sol avanza hacia la noche”.
El trasfondo de la emigración, de las personas tachadas de ilegales a partir del momento en que su visado por turismo pierde vigencia o la necesidad de encontrar un trabajo hacen de esta novela un relato triste aunque no trágico, narrado con la brillantez de quien observa con desasosiego y también con cariño, con distancia pero con afecto.
La voz narradora, digamos Silvana, dibuja un personaje potente, sumamente atractivo desde sus primeras frases (—“¿Eres argentina? —No, soy autista”), un personaje, Vera, directo, franco, transparente a veces, como aquel que sabe que ya no tiene nada más que perder, valiente, culto, frágil y celoso de su fragilidad:
“—El piano tiene un sonido que nunca soporté. Lo encuentro feo, insulso, primario, vulgar, explícito, fácil y sin misterio.
—¿Compras los adjetivos en una armería, Vera?
—No. Estoy leyendo a Josep Pla.”
Caminar sin mapas te obliga a improvisar, a contradecirte, a temer el siguiente paso y a enfrentarte a situaciones que creías propias de biografías ajenas. Caminar sin mapas es desentrañar la mecánica del agua sin más herramientas ni ayuda que la experiencia y el pasado, que huye raudo hacia el olvido. Y aquí Vera, o digamos Silvana, nos ofrece una lección de vida de las que merece la pena no tomar en vano, sino anotar en grandes letras en el debe de nuestra condición humana. Aunque al principio duela.
La mecánica del agua (Entreambos, 2019) | Silvana Vogt | 208 págs. | 17€