JUAN CARLOS SIERRA | En la nueva novela de António Trinidad, Doce geranios en un balcón, exactamente en la página 195, como a la mitad de la obra, encontramos esta pregunta: “¿No es acaso ya un poco cansina la dicotomía realidad-ficción?”. Esto lo plantea alguien, el protagonista/narrador de la novela, que está escribiendo el relato de su vida pasada y presente por prescripción facultativa/psicológica, es decir, como terapia para tratar de entenderse; por supuesto, en las indicaciones médicas quedan totalmente al margen las ínfulas literarias. Pero inevitablemente la cabra tira al monte y el escritor/narrador/protagonista, un tal Antonio Trinidad -sin tilde portuguesa en la primera o- no puede evitar otorgarle a su tarea supuestamente sanadora un cariz pretendidamente literario, porque la literatura es lo que se encuentra al fondo de esa dicotomía entre realidad y ficción. Hay que decir de entrada que este Antonio Trinidad, -sin tilde en la o- personaje/escritor/narrador no lo hace nada mal o, por instalarme en los límites porosos de la realidad y de la ficción, António Trinidad -esta vez con tilde en la o- mejora, al menos desde mi perspectiva lectora, su novela anterior, Tierra Raya, en una línea literaria ascendente que ojalá se confirme y se amplíe con nuevos títulos.
La excusa del diario terapéutico le sirve al António Trinidad autor para montar un artefacto narrativo de varias capas, entre las que inevitablemente inserta la veta metaliteraria, la reflexión acerca del trabajo de escritor y sobre la literatura en sí. Es en este contexto donde se inscribe la cita con la que empezábamos esta reseña y su polémica, que plantea a priori si es realmente importante para el lector averiguar qué hay, por ejemplo, de la vida anodina de J. R. R. Tolkien en El Señor de los Anillos o cuánto de ficción, artificio e imaginación se puede extraer de la obra narrativa de Annie Ernaux; no obstante, más al fondo de esta cuestión aparece un prejuicio muy extendido: la supuesta superioridad del escritor de ficción pura y dura frente al que tira de cosecha autobiográfica para montar sus obras.
A partir de aquí surge otra pregunta: ¿acaso no será todo esto un planteamiento metaliterario algo interesado del autor de Doce geranios en un balcón para legitimar su propia escritura? No sé cuál es la respuesta correcta; ni siquiera creo que me interese demasiado. Lo que realmente creo que hay que valorar es algo mucho más sencillo, que se resume en si lo que estoy leyendo es bueno o no, como suele afirmar Juan Carlos Abril acerca del hecho poético, o/y si me conmueve o no, como defiende Benjamín Prado en uno de sus más afortunados aforismos. La respuesta a ambos casos es sí y sí en Doce geranios en un balcón, por lo que las polémicas sobre la ficción o la autoficción quedan aparcadas y, de paso, resolvemos un enigma que se plantea recurrentemente en la novela: António Trinidad sí que es un auténtico escritor (y muchas cosas más), a pesar de los continuos cuestionamientos en este sentido que aparecen en la novela.
Doce geranios en un balcón, como anticipábamos en el párrafo anterior, está compuesta por varias capas de lectura. En el cuerpo de lo estrictamente narrativo estos planos, como no puede ser de otra forma al tratarse de un ejercicio de indagación psicológica, se entrecruzan temporalmente, se pisan el terreno en el discurrir narrativo lineal y, por consiguiente, le piden al lector cierta colaboración, cierto esfuerzo para otorgarle la coherencia cronológica necesaria a cada uno de los relatos de la novela. En este sentido, frente al más que probable guirigay de voces, personajes y hechos en que se podría haber convertido la novela, se aprecia cómo António Trinidad sabe darle su sitio a cada una de las tramas que componen la obra y, sobre todo, es hábil para engarzarlas de tal manera, como si se dejara guiar por el ritmo de las conexiones sinápticas, que le otorga al conjunto una coherencia narrativa aparentemente inconcebible en una historia de historias particulares.
Este entramado narrativo que monta António Trinidad en Doce geranios en un balcón posee muchos matices, recorre muchos rincones íntimos, nos asoma honestamente a algunos ángulos muertos y en cierto modo vergonzantes de la vida de su protagonista/narrador; es decir, continuamos con las capas de lectura. En cualquier caso, estas incursiones en la intimidad de la memoria más personal del narrador/protagonista no se relatan para el disfrute chismoso de patio de vecinos, sino que cumplen la función proporcionar a la novela su auténtica entidad, su sentido, que no es más que, precisamente, la búsqueda de sentido para este discurrir que llamamos vida, el intento de encontrar respuestas a las preguntas que surgen tanto del pasado y como del presente para intentar comprender ese mismo presente y construir el futuro. Para ello es fundamental mirar a nuestros años de formación, que en la novela de António Trinidad van más allá de la infancia o de la determinante adolescencia, porque en eso que llamamos vida adulta nada está resuelto aún, todo es aprendizaje. Pero para entender esto hay que ser humilde y quizá hacer caso a la psicóloga y ponerse a escribir sobre uno mismo sin atender a la sintaxis ni a la gramática ni, mucho menos, a las autoexigencias literarias. Algo así como escribir para conocerse, que parece un lema extraído de una taza de Mr. Wonderful pero que afortunadamente en el caso que nos traemos entre manos no tiene nada que ver, porque esto es literatura de verdad, honesta.
No me detendré en explicar los diferentes relatos que pone encima del papel António Trinidad, porque creo que le hurtaría al potencial lector de Doce geranios en un balcón parte del placer de su lectura. Solo apuntaré brevemente los elementos que a mí me han conmovido más: la construcción de la amistad durante la adolescencia, la cuerda floja por la que se camina durante esta etapa vital -consciente o inconscientemente-, la relación complicada, como no puede ser de otra manera, pero tierna con la madre viuda, las relaciones laborales adultas tan poco adultas -¡qué bien están narradas, con qué profundidad y tino!-, y, por supuesto otra vez, la literatura como motor de formación íntima, como brújula a veces, como placer y disfrute siempre,… Todo esto merecería un párrafo aparte, pero, insisto, voy a intentar no meterme demasiado en el terreno del lector, porque puedo salir escaldado y con razón.
Entre las diferentes lecturas que ofrece Doce geranios en un balcón derivadas desus múltiples estratos de lectura, parece que la que se impone en cierto sentido es la metaliteraria. Da la impresión de que la que se encuentra más al fondo de todo el entramado narrativo es la que tiene que ver con el hecho literario desde las dos posibilidades que este ofrece, la lectura y la escritura. En cualquier caso, se trata de algo esencial, necesario, como decía Lorca; una tabla de salvación a la que agarrarse para no naufragar, para decirse uno mismo las verdades, para explicárselas a los demás y para encontrar un sitio en el mundo, algo así como hallar un sentido a este caos que es la vida, que puede ser, como ya se ha apuntado antes, el sentido profundo y último de esta novela de António Trinidad.
Doce geranios en un balcón (Editora Regional de Extremadura, 2021) | António Trinidad | 324 páginas | 12 euros