ELENA MARQUÉS | Hace poco, siguiendo la recomendación de unos amigos, me bebí una miniserie de HBO. Ambientada en un pequeño pueblo de Maine, apenas eran cuatro episodios sobre la vida de Olive Kitteridge y familia. Una familia compuesta por ella misma, profesora de Matemáticas; un marido farmacéutico; y un hijo que crecerá hasta convertirse en podólogo y casarse dos veces. Poco más o menos me vinieron a decir, estos amigos, que los personajes eran el alma de la narración. Que el interés de una trama en la que pasaban pocas cosas residía en la pareja y sus contrastes, el carácter desagradable y sin filtros de la señora que da título a la obra (basada, por cierto, en un libro de Elisabeth Strout que ganó el Pullitzer) frente a un esposo que, como se suele decir, más que bueno nos resulta tonto.
Cuento esto porque el protagonista de la última novela de Bernhardt Schlink me ha recordado a ese Henry Kitteridge tolerante, paciente y magnánimo hasta decir basta. Aunque poca importancia tiene eso para el nuevo retrato político de Alemania, desde los años sesenta hasta prácticamente la actualidad, que se marca el autor de El lector, esta vez con La nieta. O más bien todo lo contrario. Porque sin ese talante generoso y conciliador el casi anciano Kaspar, librero en Berlín, jamás se habría lanzado a buscar a la hija desconocida y abandonada de su esposa, muerta en las primeras páginas y, aun así, bien viva a través de un manuscrito, conato de novela, en el que contará su historia. Eso es algo que me entusiasma. Cómo, sin «aparecer» en todo el texto, es su presencia la que se impone e impulsa los acontecimientos. Como ocurre tantas veces en la vida, en que el pasado gana y prevalece.
La cuestión es que a través de esos papeles de la inconstante e inestable Birgit la conoceremos a ella al mismo tiempo que su esposo, lo que, de alguna manera, nos hace acompañarlo, identificarnos con él y sentir su causa como algo nuestro. Y a raíz de esa revelación, no solo de la existencia de una hija abandonada al nacer, sino de las heridas perpetuas de Birgit, de su vida siempre en el exilio descolocada por el temor y la culpa, el librero (y nosotros) emprende una búsqueda que lo llevará a conocer una parte de Alemania que ni siquiera sabía que existía. Él, que se crio bajo la órbita de Occidente, con pantalones vaqueros y lecturas de todo tipo; que imaginaba, tras la caída del Muro, superadas las heridas y enterrados los fantasmas, descubre la existencia de comunidades rurales neonazis que aborrecen lo extranjero y ensalzan las cualidades arias. Que niegan el Holocausto. Que encuentran en la rabia y el fanatismo su razón de ser. Que odian a musulmanes y judíos por razones distintas. Aunque se escucha el famoso discurso sobre cómo roban el trabajo «a los de aquí» que «a los de acá» nos suena demasiado. Es en ese ambiente donde se ha criado Sigrun, la nieta, en un hogar estricto presidido por Björn y Svenja, quien, a pesar de su rudeza, se siente «agradecida» a un esposo que la sacó de la violencia callejera de grupos ultraderechistas para introducirla en el «orden» del hogar y del trabajo.
Bueno, pues, como en la serie que mencioné al principio, aquí la narración nos atrapa por la fuerza de unos personajes que por sí solos sustentan el mundo literario creado. Aunque quizás la barrera entre buenos y malos está demasiado definida. Björn aparece retratado como un energúmeno interesado que no duda en aceptar el dinero de Kaspar; Svenjia, como una resentida, contra sus padres de adopción y contra todo lo que se mueve; Leo, el padre de la anterior, tampoco es un ejemplo para nadie, ni por ideas extremistas ni por comportamiento y carácter. Frente a ellos se alza Kaspar, un hombre bueno que acepta el cariño de una nieta que no es pariente suya (como El abuelo de Galdós) y que ni siquiera se atreve a rebelarse contra una esposa incapaz de revelarle el secreto de su dolor y de su inadaptación. Una mujer que bebía, que cambiaba de actividad como quien muda de camisa, que buscaba (y se buscaba), pero no con suficiente ahínco como para lanzarse a recuperar su vida. Una víctima que puede resultarnos monstruosa al pedir a su amiga Paula (también toda cualidades) que abandone a la recién nacida en la puerta de un convento sabiendo que el desarrollo de un niño en las instituciones de entonces (posiblemente siempre, eso no depende de épocas ni países) solo puede conducirlo al desastre.
Con esos mimbres Bernhardt Schlink construye una hermosa novela, en su conocida prosa equilibrada y precisa y, por qué no, con un ritmo muy cinematográfico, que le da la oportunidad de reflexionar sobre temas tan interesantes como el peso determinista de la historia, la profundidad de las heridas que ideologías y mentalidades provocan, el dolor, la vergüenza, la culpa, la desesperanza de una juventud perdida, desorientada, que expresa su rebeldía y su resentimiento de forma violenta, la importancia de la identidad, la superioridad moral, los obstáculos al entendimiento, la lacra de los nacionalismos, el desarraigo…
No voy a concluir que se trata de una obra desesperanzada. Tampoco tiene el autor por qué alinearse en bando alguno, y mucho menos adoptar un tono moralista. Simplemente, como en otras ocasiones, se limita a exponer la realidad con solvente independencia. Tampoco es lo que yo pensé en un principio, que iba a enfrentarme con una actualización del mito de Pigmalión en la que don Kaspar conseguía pulir a su antojo a la nieta, a través del piano, y salvarla del entorno. Pero sí hay una «reivindicación» que me gustaría destacar por su belleza. El poder de la música que amansa a las fieras que llevamos dentro. Su carácter de lenguaje universal, por encima de nacionalidades e ideologías. Su capacidad para crear un espacio libre de polvos y lodos, de odios y diferencias. Un no-lugar donde el tiempo se detiene y deja de existir. O sea, la mejor definición posible de la inmortalidad.
La nieta (Anagrama, 2023) | Bernhardt Schlink | 360 páginas | 20,90 euros | Traducción de Daniel Najmías