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Cómo experimentar el peso del tiempo

ELENA MARQUÉS | Ahora que, cuando llega un aniversario, uno se plantea desmarcarse de los regalos habituales y obsequiar al homenajeado con eso que llaman «experiencias» (un fin de semana dedicado al yoga, tirarse en paracaídas, cata de vinos con final feliz, travesía en kayak por el río Mundo), nada mejor que aunar ambos conceptos y presentarse ante el cumpleañero con este libro de Juan Gómez Bárcena, Lo demás es aire. Porque leerlo es eso: una experiencia en la que, en un espacio reducido que representa todos los espacios vitales y sentimentales del Hombre (obsérvese la mayúscula, que los más feministas me afearán), el tiempo se comprime y se ensancha o se despliega en una mágica simultaneidad de hechos que podemos seguir a través de las fechas al margen aunque yo no lo haría. Es obvio que, al empezar el libro, todos tendemos a ir situando en un momento concreto los párrafos como si ello fuera a facilitarnos el trayecto y la comprensión de lo que se narra; pero enseguida nos damos cuenta de que no solo no es necesario, sino que nos ralentiza y entorpece más que otra cosa. Además de que hay frases que empiezan en la Prehistoria y terminan hoy, sin transición, provocándonos una suerte de vértigo, una conciencia real (ya lo digo: una experiencia) del paso de los años y los siglos y las generaciones. Pero para eso está el lenguaje, para unir en su salto mortal cualquier orilla, por muy lejos que esté.

Yo llegué al libro sin saber casi nada de Juan Gómez Bárcena y pensando que conocía algo Toñanes por el hecho de haber pasado por allí. Como tanto visitante estival, aparqué en el estacionamiento del hotel Palación, hice fotos a los ciervos que pastan tras el vallado como otra atracción turística, intenté infructuosamente tomar en sus jardines una café (solo clientes), miré los muros de la patria mía (o los de San Tirso, que para el caso es lo mismo), me asomé a los acantilados del Bolao e inmortalicé las ruinas del molino… En fin, que con eso me hice una idea de su belleza y de su pequeñez, pues en el tiempo que empleamos en dar un largo paseo solo nos cruzamos con un tipo que corría por la escarpadura de la costa como si no hubiera un mañana o huyera de algo (¿de la decrepitud?) y pare usted de contar. Jamás imaginé que la historia de este diminuto pueblo cántabro entre Comillas y Santillana del Mar pudiera dar tanto de sí. Pero está claro que cualquier espacio habitado, por minúsculo que sea, acumula una extensa línea diacrónica de seres de vidas igualmente diminutas que componen esa intrahistoria de la que hablara Unamuno y que dan para construir una novela fantástica.

Con una documentación rigurosísima e, imagino, un trabajo ímprobo en el que más de una vez chocaría con el muro de poner una palabra tras otra para que, entre tanto dato extraído de archivo, saltara la chispa de la literatura, Gómez Bárcena construye una obra de artesanía e imaginación bellísima, y de una sensibilidad exquisita en la que uno concluye que el hombre es siempre el mismo hombre, desde el que despellejara mamuts en la boca de una cueva hasta el que prepara caracoles montañeses para celebrar la llegada del Año Nuevo.

Porque la novela está cargada de gestos, de ritos: una luz que se enciende, las enemistades vecinales que se van heredando con los apellidos, gente que nace y que muere sin dejar más rastro que un nombre y una cruz en los archivos parroquiales, lo que supone también para el lector una lección de humildad…

Pero, sobre todo, para mí esta novela, cuyo narrador resulta ser un trasunto del que la escribe (el autor reconoce que hay mucho de autobiografía en ella), es un acto de amor. De amor por un pueblo en el que Gómez Bárcena pasó sus veranos, donde tiene sus raíces, como las tiene ese árbol genealógico descompensado que construye su padre y que él completa de algún modo para levantar el bosque de todos los que alguna vez lo habitaron. Y es un acto de amor por la palabra, al rescatar no solo un léxico propio, rural y local, con dejes de otras épocas (aunque no reproduce el castellano en evolución, que sí que complicaría la lectura), sino también distintas fórmulas genéricas, desde la entrevista como fórmula de recopilación de datos (Llermo y Rosi charlando como en un pequeño sainete), pasando por las acotaciones teatrales encargadas de describir ciertos espacios y los cuentos a la luz de la lumbre (las viejas con su hila, reducto de las leyendas de la zona), hasta la crónica notarial, donde se suceden rápidamente miles de vidas que acaban, indefectiblemente, en un natural «murió, fue enterrado». Y todo, hay que decirlo, con un lenguaje claro y en ocasiones poético, fluido, de manera que la lectura, a pesar de la densidad de vidas y relatos anecdóticos que se entrecruzan de manera abrumadora para un lector poco hecho a perderse en laberintos, no se hace complicada.

Tampoco creo que sea un libro para todos los públicos, ese público que pide una línea argumental por la que deslizarse, unos protagonistas concretos, dos o tres a lo sumo. Aquí el personaje es colectivo, si bien se cuentan particularidades de cada uno de ellos de una manera fragmentada, que es como vuelven los recuerdos y se construye toda biografía. Pero es verdad que, a partir de un hecho concreto (la conversación perpetua de Juan y Juliana sobre la muerte sin bautismo del hijo, las cartas de Francisca a su hijo en Jerez, uno de los episodios más conmovedores, el baile de Luis y Teresa, que parece un time lapse cinematográfico), podemos reconstruir la existencia completa de esos personajes, con los que nos sentimos hermanados, pues viven o vivieron vicisitudes semejantes, dan vueltas a las mismas preocupaciones, sintieron emociones parecidas. Aparte de que, como dije al principio, dos son los protagonistas, los ejes sobre lo que todo rota: el espacio Toñanes, representación de todos los lugares humanizados, y el tiempo que todo lo iguala y relativiza. Quien quiera ver un mensaje pseudomedieval en ello está libre de hacerlo, pero es que no hay verdad más grande que esa: que «allegados son iguales los que viven de sus manos y los ricos», don Bernardo y Bernardino. Lo demás es aire.

Lo demás es aire (Seix Barral, 2022) | Juan Gómez Bárcena | 544 páginas | 21,90 euros |

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