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Como mariposas atrapadas en un bloque de cemento

ACA0324_cubiertaCORADINO VEGA | Decía Herta Müller en alguna parte de Hambre y seda que su experiencia en la Rumania comunista le había enseñado a echarse a temblar cada vez que escuchaba hablar de “utopía”. Y algo semejante sostiene Svetlana Aleksiévich en el primer capítulo de este libro, cuando afirma que “el comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre ‘antiguo’”, en una de las pocas páginas en que interviene en primera persona dentro de esa especie de prólogo titulado “Apuntes de una cómplice”, pues durante el resto de El fin del “Homo sovieticus” la autora desaparece y quienes toman la palabra son las cientos de personas entrevistadas por ella, a excepción de unos pocos incisos a modo casi como de acotación teatral. Sin embargo, y en contra de lo que pudiera pensarse, el objetivo de Aleksiévich no es utilizar esas voces para corroborar una tesis, sino montarlas en un inmenso collage que intente aproximarse desde múltiples perspectivas a una realidad que voltee los prejuicios, las generalizaciones y hasta las propias opiniones. Su empeño es tan ambicioso, como humilde la mirada desde la que lo aborda: en lugar de situarse en el centro del relato como si fuera una escritora de autoficción, Aleksiévich se retrae, escucha, mira hacia fuera, reproduce con un talento excelentemente traducido por Jorge Ferrer la naturalidad del habla, se pone en la piel del otro, construye un poliedro de variables tan entreverado, rico y complejo como el tema que pretende desmenuzar. Pero, como todo periodista sabe, la imparcialidad no es lo mismo que la objetividad. Mientras la segunda resulta en la práctica imposible, la primera tiene que ver con la honestidad del posicionamiento, con mostrar para que sea el tiempo el que dictamine su juicio, con no hacer de la escritura un estandarte o una trinchera, y asumir que todos podemos equivocarnos.

Hay algo en la búsqueda de la verdad, la pluralidad de la vida e incluso la bondad humana por parte de Aleksiévich que recuerda a la de Vasili Grossman; algo en la asunción de la responsabilidad personal que la emparenta con el mea culpa de Evgenia Ginzburg; una fijación por lo minúsculo, por revelar las historias íntimas en lugar de la Historia con mayúsculas, las vidas particulares en vez de las abstracciones colectivas, el socialismo “doméstico” en vez de los grandes hechos, que nos hace pensar en las pequeñas cosas de Natalia Ginzburg, Agota Kristof o Wislawa Szymborska. “Siempre me ha atraído el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo… Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo.” El régimen soviético no sólo se mantuvo durante setenta años por el amedrentamiento y la represión, sino también por el control que los ciudadanos hacían entre sí, por cierta complacencia en la esclavitud y la fe obligatoria que erradicó la memoria personal en nombre de la de la tribu. Lo más fácil suele ser a menudo lo más indoloro, el exilio interior, vivir sin reparar en lo que ocurre alrededor de uno, sobre todo si las condiciones de miedo son tan aplastantes que lo contrario se convierte en una heroicidad: si se vivía con el corazón en un puño. Más allá de lo que permitió comprender el XX Congreso del PCUS de 1956, con la denuncia del culto a la personalidad de Stalin y los excesos de Beria facilitada por Jruschev, muchos no supieron hasta que se desclasificaron los archivos secretos tras la Perestroika que ya en 1918 Zinóviev sostenía: “Tenemos que ganarnos a noventa millones de personas de los cien que habitan la Rusia soviética. Con el resto no hay nada que hablar: hay que aniquilarlos”; o Lenin en 1918: “Hay que colgar (y digo colgar, para que el pueblo lo vea) a no menos de mil kulaks inveterados, a los ricos… Despojarlos de todo el trigo, tomar rehenes… Y hacerlo de tal manera que a cientos de verstas a la redonda el pueblo lo vea y tiemble de miedo”; o Trotski en respuesta a una carta de 1919 en la que un profesor le contaba que el pueblo se estaba muriendo literalmente de hambre: “Eso no es pasar hambre […] Cuando yo consiga que las madres de Moscú comiencen a devorar a sus hijos usted podrá venir a decirme: ‘Aquí pasamos hambre’”.

1917, 1937, 1956, 1989… El fin del “Homo sovieticus” no se centra tanto en las fechas, en los grandes acontecimientos, como en la percepción emocional de esos acontecimientos, en lo que se susurraba en las cocinas, en la infinitud de detalles que abarcan las vidas concretas, en lo que se contaban padres e hijos, en la escala de grises, en el miedo y el amor y el oportunismo y la lealtad y las mezquindades y atrocidades y actos de dignidad o indignidad o en el dolor que produce una existencia de perros. De un lado estaba el Estado, que trituraba a las personas y, de otro, las personas que no tenían piedad de sus semejantes. Una mujer es enviada a Siberia en los años más terroríficos del estalinismo, y deja a su hija al cuidado de su vecina, y cuando vuelve muchos años después se postra a los pies de la mujer que la ha ayudado, y le dice a su hija que ella sólo podrás ser ya su segunda madre, poco antes de conocer que fue precisamente esa vecina quien la denunció, poco antes de quitarse la vida. Una mujer que militó de joven en el Komsomol reconoce que, durante esa época, habría denunciado a su padre y a su madre si hubiese sido necesario. Un día de principios de los noventa, el mariscal Ajromeiev, veterano de guerra y militar de la más alta graduación, tras prometer a su hija que llevará a su nieto al parque por la tarde, se cuelga del techo tras dejar una nota en la que declara que ya no puede servir a un Estado que se está traicionando a sí mismo. Un joven maestro acude por esas mismas fechas a una sede del Partido Comunista para exigir su carné antes de que la cierren, mientras un militante de toda la vida va al mismo sitio a arrojarlo en el umbral, avergonzado por lo que se ha convertido desde que Gorbachov es el secretario general que lo representa. Un abuelo relata a la grabadora cómo primero fueron a por su mujer y luego a por él, cómo se enteró de la muerte de ella y cómo años después le llegó la comunicación de su rehabilitación, y mientras su nieto cuenta uno tras otro chistes en los que se mofa de la época soviética, ese mismo abuelo dice que las ideas no son culpables, que él siempre será comunista y más aún ahora que viven en un tiempo de codazos y mordiscos. Una joven armenia se enamora de un tayiko en medio de un pogromo y tiene que escapar a Moscú para salvar su vida, pero su marido no se reunirá con ella hasta siete años más tarde, retenido por su familia. Una mujer de éxito en la época poscomunista cuenta que los grandes millonarios que han aflorado después de la Perestroika se sienten en el fondo muy solos, muy vacíos por más que lo tengan y hayan probado todo, y que para experimentar sensaciones auténticas pagan por pasar un día en prisión y por que los traten como trataban a los represaliados.   

Hay voces que apoyaron con entusiasmo a Gorbachov y que se decepcionaron rápidamente. Voces que salieron a la calle contra el golpe de Estado del 91 para defender a Yeltsin, y no volver a ser “mariposas encerradas en un bloque de cemento”, y que se sintieron estafadas por la conversión de su patria en un supermercado. Voces que añoran los ideales perdidos, la importancia que les daban a los libros, mientras observan estupefactos el pillaje de los matones, los nuevos ricos, los no tan nuevos que antes pertenecieron a la Nomenklatura, los especuladores que esquilmaron el país de un día para otro. La libertad para la que muchos creen que no estaban preparados colapsó todos los valores, se convirtió en la ley de la jungla, en la supervivencia del más fuerte o del que tenía la astucia de adaptarse mejor al medio, pero cuando recuerdan los años de la Perestroika confiesan que nadie les podrá arrebatar ya el deseo de tener una vida propia. Quienes nacieron en la URSS y quienes lo hicieron después son seres de dos planetas distintos. Un padre ya no comprende al suyo pero tampoco puede entender las razones de su hijo. Quienes vivieron su infancia en la Rusia soviética y su juventud en el capitalismo se han convertido en una generación perdida. Nietos de deportados a los campos de trabajo llevan una camiseta con la imagen de Lenin o del Che, tienen nostalgia de un Stalin del que no quisieron saber nada hasta que el país no fue arrasado por los pistoleros de chaquetas de cuero y los tiburones de americanas rosas, forman parte de un clima de revisionismo que vuelve a hablar de “excepcionalidad rusa” o de “puño de hierro”, que convierte todo lo soviético en un objeto para el turismo mientras Putin gobierna el país como si siguiera siendo un agente del KGB, en un tiempo de segunda mano. Hay partidarios y detractores del comunismo o la Perestroika, gente que matiza, verdugos y víctimas, verdugos convertidos en víctimas y al contrario, comunistas sentimentales y demócratas de última hora, valientes y cobardes y los que nunca fueron ni una cosa ni la otra, comunistas recalcitrantes que siguen pensando que para imponer la felicidad a la humanidad o simplemente alcanzar un logro en la Historia sigue siendo necesario un derramamiento de sangre, comunistas convencidos de lo que hacían con honradez en nombre de unos valores, jóvenes protocapitalistas y jóvenes que no creen en nada y jóvenes que siguen teniendo ideales, nostálgicos que lamentan la sustitución de la ‘intelligentsia’ por los caprichos del consumo y que olvidan que para Lenin los intelectuales no eran el cerebro de la nación sino su “mierda”, comunistas convencidos de su ideología por una ciega fe religiosa o por una lógica bien elaborada y llena de lucidez: “¿Acaso alguien se cree que este país se hundió porque la gente descubrió la verdad sobre el Gulag? Eso lo creen los que se dedican a escribir libros. Pero la gente de a pie no vive preocupada por la historia. Sus vidas son mucho más elementales: enamorarse, casarse, ver crecer a sus hijos… Levantar una casa. La desaparición de la URSS se debe a la escasez de botas de mujer y papel higiénico”.

Sean cuales sean en cambio las historias y las tomas o no de partido, el tratamiento de Aleksiévich hacia ellas es el mismo: el del respeto y la dignidad; el de la creación de una lengua fiel a la sencillez y profundidad de esas palabras, a su admirable sabiduría y sus desvaríos alucinados, a su discurso lleno de dolor: a los recuerdos humildes que atesoran la verdad, cargadas de sensatez y de poesía. En la primera parte del libro todo gira en torno a la vida durante la época soviética y su implosión tras la Perestroika. Pero, en la segunda, el foco del montaje polifónico de Aleksiévich se desliza hacia las consecuencias étnico-religiosas que trajo el desplome de la URSS, a la regresión racial respecto a las minorías y los efectos psicológicos en los veteranos de Afganistán, la nueva xenofobia y el viejo antisemitismo, las atrocidades cometidas contra los armenios y la guerra de Chechenia. Son historias que conmocionan por su dureza, estremecedoras también por la hermosura que albergan, dispuestas casi al modo de unas Mil y una noches, con la coda del enamoramiento de una mujer casada con tres hijos por un recluso a cadena perpetua, el coraje de una joven manifestante en la Bielorrusia de Lukashenko o el testimonio de una anciana que, desde su aldea a mil kilómetros de Moscú, dice que su vida es exactamente la misma bajo el comunismo que bajo el capitalismo, que le trae sin cuidado que gobiernen los “rojos” o los “blancos”, que lo que de verdad le sigue importando es que llegue la primavera para sembrar patatas. La grandeza de Aleksiévich está en ensamblarlo todo con una enorme sensibilidad, con un gran oficio literario para la observación y el detalle, mediante aquel diálogo de verdades que pedía a la novela Bajtin y que nos dice que la vida está hecha de pequeños fragmentos: de barro y de lilas. La originalidad de su esfuerzo parece a la postre tan sencilla que uno se pregunta cómo no hay una Aleksiévich en cada país con un pasado totalitario o una memoria complicada. Y su logro es tan verdadero, tan emocionante y tan bello, que hace de la concesión del Nobel de Literatura a su autora un acto de resarcimiento moral y de justicia poética.    

El fin del “Homo sovieticus” (Acantilado, 2015), de Svetlana Aleksiévich656 páginas | 25 € | Traducción de Jorge Ferrer

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