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Cómo no ser una chica

cambiar de ideaCAROLINA LEÓN | Entre sus muchas discusiones, hay una discusión interesantísima al interior de este libro, y es la de la necesidad u oportunidad de la autoficción. La autora parece poner mis prevenciones (las de otros lectores y lectoras, quizá) en palabras: ¿de verdad necesitamos otro relato más en primera persona acerca de ligues, emigraciones, descubrimientos, caídas del guindo…? Una es una en todo momento, no puede escapar de quién es, y quien es ¿es suficiente material para establecer una mirada, arrojar su individualidad y todo lo que la construye, hacer al mundo partícipe de ella con algún «fin»? ¿Qué tienen los relatos autobiográficos, más allá de la exposición pública de hechos «ciertos», que atañen a quien los pone en palabras, de enseñanza, aprendizaje o mejora para lectores o lectoras? O ¿por qué nos habrían de importar? Hay un momento en que la autora recoge una réplica de su pareja acerca de la escritura a la que se está dedicando desde que acaba su tesis: «… Es mucho más fácil subirse al carro de la literatura quejumbrosa, y escribir que sufres, sufres, sufres y que mira, mira, mira, yo también he visto cosas feas, más feas que tú, y las he recortado y pegado en un álbum y quiero que me aplaudan por ello».

Me he quedado varias horas dando vueltas a esta afirmación: una gran cantidad de la literatura vivencial que me alimenta en el presente está escrita por mujeres. ¿Estamos haciéndonos las víctimas por encima de nuestras posibilidades, estamos amancebando experiencias degradantes para que nos den puntos en el listón de las degradaciones, estamos creando una literatura de confesiones para ver quién la tiene más larga –la opresión–?

Creo que podemos aventurar dos respuestas a la serie de preguntas. Una: las chicas no son el problema; el problema es cómo han entendido sus experiencias las chicas. Por ser breve: esas mujeres no veían agresión o violación o abuso en muchas de sus experiencias, nadie podría reprochárselo, y no encontraban por tanto el eje desde el que narrarlas. Bienvenido siglo XXI. Dos: las mujeres que se auparon a la escritura a lo largo del siglo XX, y las nuevas generaciones que lo hacen en este, tienen que cubrir un déficit. Inventar mundos de ficción es una tarea que no se va a abandonar, pero de algún modo estamos (están) impulsadas a compensar el déficit de escritura del mundo: mirarlo, interpretarlo, contarlo desde la raíz y con un prisma propio; y no hablo de ninguna cualidad con la que se haya nacido, sino de integrar el diferencial de aquello que se ha vivido, desde la subalternidad de una voz no «autorizada», desde el afuera de «lo universal», desde la parcialidad. Y eso va a ser por ahora en formato de confesión, con las artimañas de la literatura, con toda su inmanencia y con toda su inventiva transformadora.

Estoy usando el libro de Aixa de la Cruz para dar algunas vueltas a mis obsesiones, pero dentro de él hay mucho más que una discusión acerca del material confesional. Cambiar de idea es otro libro autobiográfico más y no lo es en absoluto. Podría haber titulado la reseña «Caer del guindo» o «Autoexamen», porque también es otro título de «despertar al feminismo» en el que su emisor se revisa bajo un prisma nuevo: pero, atención, todo esto es spoiler y el libro se abre con relatos de fiestas de cuarentones, con drogas, con un accidente horrendo, con un montón de «cosas que pasan. Material para esa novela de autoficción que no le debemos al mundo». También contiene divorcios, amistades, suicidios, escenas calientes, intentos de violación, humor negro, autoparodia, heridas abiertas, emigraciones y crisis post-doctorales.

El libro de Aixa de la Cruz es un relato dividido en seis capítulos sobre la culpa, la transformación y el despertar de una conciencia. Se abisma en sus tres décadas (yo creía que había tenido treinta años intensos y para nada) para extraer hechos vergonzosos, nos comparte detalles que abarcan desde su infancia en el que se ve «acosada» por las otras chicas del colegio hasta el minuto en que reescribe y da vueltas al texto «curativo» en presencia de su pareja, adoba el hecho del «padre ausente», nos confiesa ligues y acosos, pérdidas y ausencias, se retracta de quien es, se retrata en el tedio de la blanca primermundista: «se vive mejor en el epicentro del terremoto ajeno que en el temblor propio». Pero qué importante es sentarse y escuchar y callar ante el temblor propio. En lugar de callar, las autoras del presente prefieren darle forma literaria sin conmiseración. Salir de una misma, confesarse para contarse, mirarse en el espejo de los horrores (cuántas veces viste a un amigo acosar a una amiga y no hiciste nada), pero sobre todo declararse victimaria, colaboracionista, amiga de los enemigos. «… el sigilo con el que cerré la puerta del salón para que no me oyeran».

Las culpas de De la Cruz no son nada, pero son el material del que están hechos los sueños (de otro mundo posible). Si bien se nos puede atragantar en ciertos momentos la tendencia al autoflagelo, al cabo del libro queda algo extremadamente liberador y, digámoslo, sano, vengan así muchas más desnudeces de emperadores que se dieron cuenta de su ridículo y lo celebraron.

Si os ponen en guardia los libros de confesiones, Cambiar de idea tampoco es vuestro libro. «Yo no quería luchar por mis hermanas. Yo quería dejar de ser una hermana»: De la Cruz no está, en verdad, «confesando» tanto como levantando acta: de nuestra necesidad de feminismo desde lo más diminuto. Con una década de diferencia, crecimos en un mundo en que era mucho más fácil apuntarse tantos como «chica que logra cosas en un mundo de hombres» que darse cuenta de la desigualdad sobre las que nos elevábamos, con tacones o sin ellos.

Si bien no todas las historias del libro me han enganchado igual, el conjunto es mucho mejor que bueno. Es excelente. Como literatura confesional, como literatura a secas.

Pero, volviendo al tema de la autoficción, hay un momento en que me pongo en guardia con la autora: en el transcurso de una charla a la que la invitan en Sevilla «Insisto en que las barreras entre la crónica, las memorias, la autoficción y la ficción son inexistentes, porque escribir es recordar y recordar siempre es un acto imaginativo».
En el penúltimo libro que reseñé, Ursula K. Le Guin dedica páginas muy lúcidas a discernir entre lo que es admisible en la no ficción y lo que no lo es (el artículo se titula «Hechos y/o/más ficción»): es un texto enmarcable, porque la estadounidense se dedicó toda su vida a la ficción especulativa y, además, escribió ensayos acerca de su trabajo y sus lecturas: «Puede que los escritores estén reescribiendo el contrato en la actualidad. Tal vez toda la idea del contrato es completamente pre-posmoderna, y los lectores se avienen a aceptar los datos falsos en la no ficción con tanta calma como aceptan la información objetiva en la ficción». No, no tenemos ninguna intención como lectores de corroborar los hechos y los detalles que nos ofrece De la Cruz en su libro, pero sí queremos suponer que sus actos imaginativos no inventan sino que conectan, que es también una facultad imaginativa de primer orden. Que, en aras de confesarse como alguien que no supo ponerse del lado de las hermanas cuando debió, no nos magnifique agravios ni invente pecados «para satisfacer sus fantasías masoquistas y se confiesa más culpable que los culpables».

En todo caso, seremos los lectores / las lectoras las que nos quedaremos con la duda, las que trabajaremos el material de no ficción con su ambivalencia –de recuerdo, de memoria y de reconstrucción– y las que celebraremos que, en las confesiones de las hermanas, encontremos los círculos concéntricos que nos hagan conectar con un más allá de nosotras mismas. «Los límites de la experiencia son los límites de la empatía», dice De la Cruz, pero puede que también la empatía comience donde asumimos la culpa para ir más lejos.

Cambiar de idea (Caballo de Troya, 2019) | Aixa de la Cruz | 14,90 euros | 160 páginas

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