ELENA MARQUÉS | Vivimos en la sociedad de la inmediatez. Acostumbrados a que la luz se haga a golpe de clic, se nos olvida que hasta lo más sencillo sigue su proceso y guarda tras de sí un trabajo arduo. Y el caso del libro, si bien hoy en día todo el mundo escribe como si nada y los editores crecen cual setas en el campo (aunque muchos solo sean meros impresores, y, además, poco cuidadosos con el producto), no es una excepción.
Por eso me ha gustado especialmente conocer, a través de Selma Ancira y El tiempo de la mariposa (subtitulado, para que no nos lleve a engaño, «Un relato sobre la relación personal y literaria entre una traductora, la obra de Nikos Kazantzakis y la lengua griega», algo en principio bien concreto), la existencia del Taller Editorial Gris Tormenta, que en sus distintas colecciones reflexiona, a través de voces tan acreditadas como Cristina Rivera Garza, Thomas Bernhard, Mario Muchnik o Alejandro Zambra, sobre los muchos oficios que intervienen para que unos cuantos lectores se tiendan en su sofá con un buen libro en la mano.
Escrito, como no podía ser de otra forma, en primera persona, la eslavista mejicana nos cuenta la inmersión que supone la tarea impagable de la traducción, la dificultad de trasvasar cualquier texto de un idioma a otro, de una cultura a otra. Algo que todos podemos intuir, especialmente cuando se trata de lenguas tan distintas a la nuestra, en apariencia y origen (aunque nuestro vocabulario se alimente, y bastante, de una de ellas), como el ruso y el griego.
Evidentemente, muchas de las sensaciones e inseguridades que aquí se plantean las he escuchado de boca de otros colegas del gremio, como, por ejemplo, el hecho de que no existan correspondencias totales entre palabras que podrían transmitir algo semejante pero no. En eso no puedo decir que las reflexiones de Ancira sean originales. Sin embargo, la aportación de este ensayo de apenas cien páginas es, para mí, aparte del viaje que comparte con nosotros a través de una naturaleza privilegiada bañada por el Mediterráneo, su contacto con los autóctonos cretenses en busca de significados desconocidos y las interesantes pinceladas etnográficas, que a todo curioso con espíritu viajero le deben agradar, la pasión que transmite y la relación personal que establece con el autor que traduce. A él se acerca con el deseo de entenderlo lo mejor posible, ponerse en su pellejo, respirar el mismo aire, traspasar las fronteras del tiempo, con la seguridad de que al zambullirse en su mundo contribuirá a la calidad del resultado, que así conseguirá decir lo mismo que se dijo en origen. Dar a las palabras el peso con el que nacieron. Crear de nuevo la novela. Una tarea que debe ejercer también de escritora. Porque está claro que una cosa lleva a la otra, y son muchos los traductores que trazan sus propias historias o, a la inversa, los escritores que viven, más que de sus libros, de la versión de los libros de otros.
Yo sí creo que sin esos mimbres de sensibilidad, conocimiento exhaustivo y talento es inútil embarcarse como trujimán, sin cierta libertad interpretativa que la hace afirmar, a la autora de este opúsculo, «Traducir es, pues, conseguir ese sutil equilibrio entre literalidad y creatividad».
No quiero dejar pasar la preciosa definición que Mónica Lavín, autora del prólogo, hace también de ese oficio. «Traducir es hacer visible lo que de otro modo permanecería en la penumbra, es posibilitar una experiencia, como sacar un barco hundido del mar».
Para mí es importante que esas sean las palabras que inicien el texto, pues no siempre somos conscientes de que sin el trabajo de estas esforzadas hormigas-ratones-de-biblioteca nos perderíamos más del noventa por ciento de todo lo escrito y lo por escribir. Un trabajo impagable que aprovecho para agradecer desde aquí, ya que momentáneamente tengo la palabra y la atención de algún lector, no sabemos, en este mundo de inmediatez y de prisas, por cuánto tiempo.
Lo que está claro es que, y citando, por qué no, a Borges, por muchos adelantos vertiginosos con que el progreso nos regale, «De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro», y ni la inteligencia artificial ni los traductores simultáneos que ofrecen Google, Microsoft y otros diccionarios a golpe de clic serían capaces de despertar en nosotros la necesidad de leer la obra de Kazantzakis como me ha pasado a mí con este libro, el deseo de viajar a Creta o de volver a ver las evoluciones de Anthony Quinn en esa danza inventada sobre la arena de la playa de Stavros.
El tiempo de la mariposa (Gris Tormenta, 2024) | Selma Ancira | 112 páginas | 10,92 euros
Raramente, o quizás nunca, he visto traducciones hechos con tanta soltura, tanto desparpajo y tanto mimo que los de Selma Ancira. Hace lo que casi ningún traductor en España hoy se atreve a hacer: jugar con el idioma tal y como jugaba con el la autora o el autor del original.
Lo que hacen los demás, demasiado a menudo se parece al ejercicio de imitar un juego de niños de pueblo montando un circuito prefabricado de disneylandia.
Gracias por acercarnos el libro.