ANTONIO RIVERO TARAVILLO | Hay muchos poetas en este libro de Álvaro Salvador (Granada, 1950): los citados al frente de secciones y poemas, y los que se apiñan en el concurrido “Manhattan Poetry” de la segunda parte, “Fragmentos de Nueva York”. Aquí aparecen no solo los norteamericanos o el galés Dylan Thomas, sino también los muchos poetas de España o Hispanoamérica que, como sus colegas de lengua inglesa, “vivieron, penaron, amaron, / escribieron, fornicaron, pasearon, / durmieron, defecaron, esperaron, / triunfaron, se divirtieron, se desesperaron, / fracasaron, murieron” allí: de Rubén Darío a Concha Zardoya, pasando por León Felipe o Julia Uceda. Se menciona también entre esos neoyorquinos estables o de paso a Luis Cernuda, que por aquel puerto arribó a América como recuerda en una estampa de Ocnos, “La llegada”. En otro poema suyo, “Birds in the Night”, sobre Rimbaud y Verlaine, Cernuda empleó un verso que, amplificado, ha dado en la anterior enumeración: “vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron”.
Hay palabras de recuerdo, asimismo, para los poetas desaparecidos en 2014, citados ahora solo por sus nombres de pila (“Cada día la noticia de un poeta muerto”). También se dedica un poema extenso a Ezra Pound y su tremendo Canto XLV, el de la usura, donde se intercalan los versos originales del poeta de Idaho muerto en Venecia. El recurso es el mismo que el utilizado por José Hierro en su impresionante “Réquiem”, donde un español es velado en una funeraria de Nueva Jersey y se inserta como contrapunto el texto en latín de la misa de difuntos. Y no se nombra, pero hay mucho del Keats de la “Oda a un ruiseñor” en “El linaje de los mirlos”, con su final por otra parte tan juanramoniano. Usa el granadino palabras distintas a las del poeta de Hampstead, pero en el fondo estamos ante una sola realidad: la sucesión de pájaros que aparentemente son los mismos y que van sucediéndose sin embargo en sus generaciones, aun rozados por el visaje de la inmortalidad, mientras el ser que los contempla avanza él sí único hacia la muerte: “De repente, sospecho / que estos mirlos de hoy no son los mismos mirlos; / que mientras yo envejezco / un linaje de mirlos crece cada verano, / sucediendo sin pausa a sus padres y abuelos / en mi jardín.”
Además, hay varios Álvaro Salvador en este libro: el de la infancia, el impetuoso de la juventud o primera madurez, el catedrático que prevé su jubilación. El niño da pie al que es, en mi opinión, uno de los mejores poemas del volumen: “Ocho de marzo”. Su primera estrofa es espléndida: “Hace ahora la edad de una muchacha / que murió mi madre, / una muchacha adolescente, una muchacha rubia / como la nostalgia. / Hace una edad casi infantil, / una edad púber; / sin embargo, yo no soy ya como ese niño / que buscaba a su madre por entre las rocas.” El hombre ya de cierta edad se pregunta qué sentirán los jóvenes ante los desastres contemporáneos (no la juventud en abstracto, sino el muchacho que hace botellona y “la chica que sueña paraísos / junto a él y junto a él se embriaga /con el mismo veneno”). Y el mismo hombre sexenal y aún lejos de senil, con su experiencia, deja ahí, para quien quiera escucharlo, un “Improbable discurso a los jóvenes”.
Salvador toca temas y registros muy diversos en Fumando con mis muertos, desde el poema tabaquista que da título al libro, una hermosa elegía a los que como humo ya han desaparecido, al divertimento, en sí mismo optimista y juguetón, como su objeto, “La patinadora del Carrefour”, no solo un himno a las piernas juveniles sino también un alfiler de ironía en los rituales y formas del consumismo. Formalmente, el poeta también muestra una formidable variedad, desde el poema en prosa “Ojos y dientes” al verso libre del narrativo y enigmático “Una mujer espera en el andén (cantata para dos voces”) o los abundantes heptasílabos.
Como las anáforas del poema “Ciudad negra”, Álvaro Salvador vuelve y otra vez sobre lo pasado, pero no para quedar ahí sino para avanzar, por los versos, desde este presente de la escritura a un futuro en el que sin duda aún tiene –y él sabe cómo hacerlo– mucho que decir.
Fumando con mis muertos (Fundación José Manuel Lara, 2015), de Álvaro Salvador | 112 páginas | 11,90 €