NATALIA ARNAUD | Parece que antes de leer este libro uno no se ha enterado del todo de qué es exactamente ser pobre. La pobreza como concepto tiene esa cosa incorpórea que podemos trajinar en, no sé, la barra de un bar o la cola del súper. Es una palabra que podemos manejar cómodamente en la boca sin que eso suponga jamás un tropiezo en nuestras vidas. Pero a fuerza de manosearla se convierte en una cosa sin órganos, incolora, indolora, insípida. La pobreza nos asquea, deja restos pegajosos, huele a calor rancio, nos coge siempre desprevenidos y, la verdad, nos gustaría no verla. Por eso hay que leer Silencio administrativo. Sara Mesa, con su bisturí afilado y esa puntería tan fina que gasta siempre que escribe, nos coge de la muñeca, apretando un poco, y nos empuja por un laberinto sombrío que emborrona a cada página nuestro bienestar: “mira, aquí empieza todo”, nos dice, y agachamos la cabeza por una galería de horrores burocráticos, eslabonados como perros que se aparean sin descanso.
Cuando empezamos a ver la trastienda de este sistema podrido, el almacén húmedo atestado de cajas que nadie abre, con nombres y apellidos, nos dan ganas de trincarnos un coñac en vaso de tubo y salir a dar un paseo, a ver si se nos pasa. Pero es imposible no confiar y seguimos leyendo.
Entonces sabemos lo que es no entender el lenguaje de una solicitud, y tener que echar otra solicitud para que alguien nos explique cómo rellenar la primera, sabemos lo que es no tener energía para ir caminando de una oficina a otra, ni dinero para transporte o fotocopias, ni teléfono o Internet para recibir notificaciones a las que, por cierto, tendremos que responder en un plazo estricto, si no queremos perderlo todo y volver a la casilla inicial de este videojuego maquiavélico.
A través de Beatriz, que es como nosotros, va limpita y ha desayunado, acompañamos a Carmen en su periplo de penas por la administración. Carmen es un paquete apañado de desastres: su poquita de cárcel, maltrato, drogas, violación, es casi ciega y de vez en cuando le dan terribles mareos, pero en lo que empeña su precaria fuerza es en conseguir un certificado de empadronamiento que documente que no vive en ningún sitio porque no tiene dónde caerse muerta. Es más fácil entrar en el sistema cuando uno cabe en etiquetas estándares: incendio, desahucio, maltrato. Pero la mayoría de las veces no hay términos redondos, la mayoría de las veces lo que hay es un desastroso entramado de matices cuesta abajo que es imposible mantener firme en un renglón aséptico de formulario, “para solicitar ayuda uno ha de ser pobre, pero no tanto”. Mientras esperan que se abra la puerta, que haya alguien al otro lado, las dos mujeres sufren un proceso distinto de desolación: la mirada ingenua, casi infantil, de Beatriz se desenfoca un poco en cada sacudida, pero Carmen tiene ya endurecidos el ánimo y los dedos, como el petate de tierra en un cuento de Rulfo. Luego está el hecho de que todas las penurias hay que demostrarlas, compulsarlas, certificarlas. Carmen pasea su carpeta de documentos de aquí para allá, arrastrada más por la inercia que por la esperanza, así sabrán que lo está intentando, que se merece la vida. Y para todo citas, llamadas, colas, impresos, chocazos contra ventanillas. Solo para tener el paquete básico que se despacha en una dignidad de bolsillo, con fecha de caducidad, cogida con pinzas de plástico.
Suena Stars en la voz de la Simone y me viene el recuerdo de hace unos meses, cuando un hombre se preparaba para dormir en la calle. Pude ver que aún tenía pegado en el atuendo restos de vida estable: la camisa planchada, los zapatos limpios y una actitud de extrañeza e intrusión al desplegar su saco. No era un pobre “de toda la vida”, sino uno de los nuestros que acababa de pasar al otro lado. Me atravesó el vértigo de ver tan clara la finísima frontera entre un mundo y otro, esa línea que a menudo es muy invisible. Supongo que la escondemos como escondemos lo feo, lo enfermo, y a todos nuestros muertos.
Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático (Anagrama, 2019) | Sara Mesa | 120 páginas | 8.90 euros
Impresionante, el libro y la reseña; ésta, sensible, brillante, soberbiamente escrita y sobretodo abre un apetito voraz para de dejar de leer este libro. Muchas gracias.
¡Gracias, Manuel!
¡Bienvenida, Natalia! Excelente reseña de un libro crudo y certero como una piedra.
¡Gracias, querida!