ILYA U. TOPPER | Si alguien nos nombra en una conversación a Victoria Kent, nuestro mecanismo cerebral responderá de inmediato: ah sí, aquella mujer que votó en contra de otorgar el derecho de voto a las mujeres. Poco importa qué más hizo aquella abogada republicana, feminista, en su vida: su discurso contra el voto femenino era y seguirá siendo siempre su pecado mortal.
Por eso es curioso ver que su gran contrincante, compañera, némesis y vencedora, Clara Campoamor titulara precisamente así su libro-memoria-guante lanzado a su propio bando: “El voto femenino y yo. Mi pecado mortal”.
Sí: así lo vivió ella en aquel treinta y seis, cuando firmó el manuscrito, momentos antes de exiliarse a París (y luego Buenos Aires). Ella, en un asalto a la cumbre prácticamente en solitario –eso sí, respaldado por 160 votos más, una mayoría bastante silenciosa– había conseguido un derecho natural para la mitad de la población de España. No se lo perdonaron. No se lo perdonaron los suyos, que es lo que más duele.
Los hechos históricos los conocen ustedes: Caída la dictadura de Primo de Rivera, España declara la República y convoca unas Cortes Constituyentes. Una comisión de 21 diputados, entre ellos Clara Campoamor, única mujer del equipo, redacta una nueva Carta Magna. Campoamor consigue aprobar la igualdad de la mujer en prácticamente todos los ámbitos, salvo en uno: el voto. Este derecho se tiene que someter a votación general en las Cortes. Y ahí es donde Kent – y otros muchos diputados de la izquierda – se le oponen. El motivo: el temor de que la mujer, influenciada por la Iglesia, vote a la derecha en los próximos comicios y contribuya así a finiquitar la recién nacida República. Porque Kent no estaba opuesta al derecho del voto como principio, oh no, en absoluto. Solo que no era el momento. Que primero había que darle tiempo a la República a establecerse sólidamente, y ya después…
Si a ustedes no les suena el argumento de “Primero se debe… y ya después los derechos de las mujeres”, es que usted ha seguido poco los debates en Marruecos, en Egipto o Palestina. Es exactamente esta frase que toda feminista de estos países escucha a diario. ¿Iguales derechos en el divorcio, despenalización del adulterio, abolición de la poligamia? Sí, pero primero hay que erradicar la pobreza, el analfabetismo, la mortalidad infantil. ¿Perseguir la violencia machista, los asesinatos de honor? Sí, pero una vez que haya terminado la ocupación israelí, no ahora, que solo se divide la sociedad. La mujer, sí, pero no no ahora, nunca ahora.
A este discurso se opuso con valentía Clara Campoamor, y sus discursos rotundos, tajantes, llenos de una convicción de principios, al margen de todo tacticismo político, son de lo más hermoso que se puede leer en política. Ha tenido a bien incluir largos párrafos, páginas enteras, en este libro. Daríamos algo por escucharla. Nos hace falta.
Nos hace falta también en la España de hoy, y no ya por feminista, sino por política. Por recordarnos que la democracia es para todos, y no solo para quienes nos gusten. Porque demasiados hoy, precisamente en la izquierda, siguen la senda de Victoria Kent, expresada en sus palabras: “En estos momentos, y si se tratara de conceder el voto a las mujeres obreras, yo no vacilaría. Pero como no es solo eso, y yo desconfío de que las mujeres de clase media y alta sientan la República, mi voto es resueltamente adverso a la concesión”. En otras palabras – resume Clara Campoamor –, la democracia solo es para quienes piensan igual que nosotros.
Llama la atención de todas formas la obsesión de las izquierdas de la época con la supuesta inclinación clerical de las mujeres. Ellas iban al confesionario, se suponía, ellos no. Tenían mucha razón sus señorías de temer la influencia de la Iglesia – como demostró tres lustros más tarde la ‘cruzada’ de Franco – pero ninguna de pensar que la mujer fuese su quinta columna. Clara Campoamor dedica un capítulo a desmontar esta teoría abstrusa: en los siguientes comicios, demuestra, cifra por cifra, papeleta por papeleta, que las mujeres votaban igual que lo hacían los hombres: por ideario político propio.
Pero como las izquierdas perdieron el poder – no la mayoría de votos – en los comicios de 1933, el voto femenino era el chivo expiatorio (“chivo hebreo”, dice Campoamor), o bien “la lejía de la mejor marca para lavar torpezas políticas varoniles”. Y la cuenta se la cobraron a ella. Fue cuando dimitió del Partido Radical porque este se fue sometiendo a su socio de coalición, la derechista CEDA, y porque su propio jefe, el caudillo (así lo llamaban) Alejandro Lerroux, fue traicionando todos sus ideales. Si es que tuvo algunos, cosa que pone en duda el periodista contemporáneo Manuel Benavides, cuyo libro El último pirata del Mediterráneo no viene nada mal como lectura complementaria sobre aquella enzarzada España.
Hablando de zarzas: si algo se echa en falta en esta edición del libro son un par de páginas con cronograma, un esbozo de los distintos partidos presentes en el Parlamento y quizás un glosario de los nombres más importantes. Campoamor no tuvo que explicar nada: escribió el libro, documento vivo, apenas tres años después del debate, justo después de dimitir.
Los partidos no se rifaron a Clara Campoamor, ya libre de su cargo de directora general de Beneficencia. En 1935, ella pidió ingresar en Izquierda Republicana. Hubo votación; ganó el No con mucho mayor diferencia que las cuatro papeletas que salvaron en la última contienda de 1931 el voto femenino. Hubo mujeres del partido – anota Campoamor con amargura – que mostraron en alto las bolas negras que iban a emplear.
Mi pecado mortal es un amargo ajuste de cuentas con los propios, con esa izquierda en la que Campoamor creía toda su vida, y que le pagó con moneda de plomo, caverna izquierdista, pero caverna de todas formas. Y cuando hoy la releemos no solo será para recordar a la mujer que consiguió, en un asalto casi en solitario, colocar a España como el segundo país de toda la Cuenca Mediterránea en conquistar el voto femenino, solo después de Albania, tres años antes que Turquía, una década larga antes que Italia, Francia o los Balcanes. También para recuperar a una de las figuras de mayores ideales democráticos de las que tenemos noticia. Modesta, pasa muy por encima de los premios y los cargos que rechazó, antes aún de ser diputada, por provenir de monarquía o dictadura; medidos con su vara, hoy no nos salvamos nadie.
Eran otras épocas. Igual de sucias que las de hoy, igual de llenas de corruptelas, zancadillas y cobardías. Pero hubo dos diferencias: una es que en la lista alfabética de diputados del diario de sesiones, a Clara Campoamor y a Victoria Kent no las hay que buscar bajo la C, ni bajo la V ni bajo la K, sino bajo la S. La S de Srta. Lo escribiré entero: la S de Señorita. La otra es que en aquella época hubo una Clara Campoamor en el Parlamento.
El voto femenino y yo. Mi pecado mortal (Renacimiento, 2018) | Clara Campoamor | 270 pags. | 17 €