LUIS ANTONIO SIERRA | Hace unas semanas, mi amigo – y librero de profesión – me recomendó que leyera Jávea, la última novela de Alberto Torres Blandina, publicada por Candaya. Como buen librero que es conoce bien mis gustos literarios y como amigo mis fobias y simpatías políticas. Me decía que hacía mucho tiempo que no había leído algo tan contundente. Pues bien, adelanto, antes de dar unas pinceladas sobre el libro, que no se ha equivocado ya que Jávea combina con gran maestría lo literario y lo político sin que ninguno de estos elementos chirríe sobre el conjunto.
No voy a ser yo – ya lo han demostrado con gran clarividencia algunos ilustres de la crítica literaria – quien descubra la íntima relación entre literatura y política. Incluso para aquellos que conciben la literatura como mero entretenimiento o, en el mejor de los casos, como un artefacto puramente artístico – recordemos el art for art’s sake que preconizara Oscar Wilde a finales del siglo XIX – la conexión es indiscutible. Aún así, hay autores que, desde su romántica torre de marfil, siguen declarándose apolíticos o asumiendo que sus obras están por encima de los asuntos públicos. Justamente por esto, por afianzarse en estas posiciones, están tomando una postura concreta respecto a lo político – muy conservadora, por cierto – que la hacen efectiva a través de sus artefactos literarios.
Uno de los peligros que puede correr la literatura en su relación con la política es que la primera acabe siendo tan explícita en sus postulados que, en última instancia, roce lo panfletario. Afortunadamente, este no es el caso de Jávea. Bajo la forma de novela confesional o autobiográfica – tan de moda últimamente quizás porque sea el colmo del individualismo neoliberal o la única realidad sobre la que podemos escribir ficción – Alberto Torres Blandina nos muestra con un estilo seco, directo y nada floreado la historia de muchos de esos niños de clase obrera, los llamados hijos de la democracia, que han alcanzado cotas de bienestar difícilmente imaginables por las generaciones que les precedieron. Por otra parte, el autor nos pone frente a las contradicciones del desclasamiento, de ese caramelo neoliberal que se les ha ofrecido a estos mismos hijos de la clase obrera para que renieguen de sus orígenes. Esta circunstancia nos la muestra magistralmente tanto con su propio personaje como con su grupo de amigos más cercanos, aquellos con los que queda para comer arroz y con quienes acaba visitando los arrabales de la ciudad en busca de heroína con la que, quizás, olvidar su traición – en ocasiones inconsciente – a su clase social.
No se trata de ser un purista en cuanto a las lealtades ya que las contradicciones por las que todos pasamos son evidentes y necesarias. De lo que se trata es de no caer, como les sucede a algunos personajes – entre ellos a varios de los comensales mencionados –, en ese esnobismo absurdo que muestra las costuras de un traje en el que pretendemos entrar, pero que en última instancia no se nos ajusta bien. El yo narrador de Jávea también es rehén de las contradicciones, aunque no llega, a nuestro modo de ver, a caer en el paroxismo al que otros sucumben como le sucede a su compañero de viaje por la India. Ese yo tampoco evita hablar de esas contradicciones y de cómo – con diferente suerte – las va toreando; nos muestra el camino transitado, las renuncias, los conflictos internos entre ser leal a las inercias de su clase social o desprenderse de ellas. Su paso por la fábrica de traviesas para sacar el dinero suficiente que sufrague sus estudios universitarios es un buen ejemplo de lo que acabamos de mencionar: las relaciones que establece con sus compañeros de trabajo – y no compañeras ya que parece ser que una fábrica de traviesas no era lugar para mujeres –, el desprecio que siente en ocasiones hacia ellos al arrogarse cierta autoridad moral, la figura del capataz que aun siendo un currito como el resto ha asumido el discurso burgués y pone tierra de por medio con sus subordinados, siendo él mismo otro subordinado. Todas estas circunstancias y otras a las que el lector irá enfrentándose a lo largo de la lectura de esta novela son las que ponen valor a una narración que podía haberse quedado, como mencionaba más arriba, en lo panfletario, pero que, sin embargo, le dan un empaque y una consistencia a esta novela que nos hace ponernos ante el espejo y cuestionarnos algunas supuestas certezas.
Dice un buen amigo mío, que en el pasado desempeñó responsabilidades políticas y cuyo discurso puede parecer un poco trasnochado en este mundo neoliberal que nos ha tocado vivir – yo creo que no –, que pertenecer a la clase obrera no implica vestir un mono azul o colocar productos en un supermercado como nos quieren hacer creer. Sostiene, y con razón, que la idea de clase obrera es mucho más amplia ya que abarca a todos los que vendemos nuestra fuerza de trabajo, sea esta física o no. Y añade, como viene a decir también Alberto Torres en Jávea, que la pretensión debe ser la de igualar por arriba, pero sin perder la cabeza, esto es, mejorar el bienestar, pero sin caer en las trampas del neoliberalismo, del capitalismo, del pensamiento burgués, que cada uno lo llame como mejor le parezca. Se puede tener una casa en Jávea donde pasar el verano, pero no por ello debemos dejar de ser lo que somos u olvidar nuestros orígenes.
Jávea (Candaya, 2020) | Alberto Torres Blandina | 189 páginas |16,00 euros.