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Cualquier tiempo pasado…

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JOAQUÍN PÉREZ BLANES | ¿Qué nos hace plantearnos la idea de llevar un diario? ¿La vanidad, la fugacidad de la vida, la naturalidad, una fuerza mayor o un mandato divino? ¿Qué lleva a un escritor a pensar que lo que vaya a plasmar en un diario nos pueda resultar interesante al resto de los mortales? Pero, sobre todo, ¿qué nos lleva a nosotros, lectores, a acercarnos al diario de una persona? ¿La curiosidad, el espíritu fisgón, el gusto por la indiscreción, el puro chisme, la búsqueda de alguna verdad absoluta? Tal vez una mezcla de todo ello. Es probable que tengamos el ánimo de las personas que, nada más escuchar un ruido, no pueden evitar echar un ojo por la mirilla, o bien seamos del tipo de persona que cree más interesante las vidas ajenas que la propia. Quién sabe.

Me gustan los diarios, creo que porque soy del primer tipo de personas—no me resisto al ruido y la mirilla—; aunque también puede que sea porque hace ya unos años me atrapó el diario de Jules Renard con aquella foto de Toulouse-Lautrec defecando en la playa de Crotoy. La imagen no es agradable, se lo advierto, por si deciden buscarla en San Google. Es una imagen más bien escatológica, ideal para quien adora la coprofilia no los diarios. Aquella imagen y las confesiones de Jules Renard despertarían mi interés por los diarios, como si en el acto íntimo de leer lo que pensaba, sentía y vivía un autor, me hiciese estar presente, un camarada más de aquél tiempo pasado.

Igual es eso y ahí radica la esencia de los diarios. Leer sobre el tiempo pasado, revivir el pretérito, para hacerse una idea o para tener un compendio de aquellos años. Hay memorias imprescindibles. Me vienen a la cabeza, a vuelapluma, El mundo de ayer de Stefan Zweig, obra mayor, sin duda, Jules Renard, ya mencionado y altamente recomendable, La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro o Los diarios de Emilio Renzi de Ricardo Piglia, por poner dos nombres de autores hispanoamericanos. Hay tantos que sería interminable la lista. Cada lector/a tendrá el suyo y no estaría de más alguna recomendación en comentarios, mi alma indiscreta se lo agradecerá.

Pero vayamos a la médula del asunto: Una cierta edad de Carlos Ordoñez. He de reconocer que desconocía la obra literaria de este autor barcelonés, conozco bien sus críticas teatrales en El País, pero no tenía idea de su extensa faceta literaria. Reconozco mi ignorancia, así que este es el primer libro suyo que leo ganado por la curiosidad.

Comienza Ordoñez con una clásica captatio benevolentiae, modestia de escritores como Cervantes, habrá de juzgar el lector si lo que escribe merece la pena. Después se adentra en los años vividos, comenzando con 2011 y la entrada del diario que da título al libro: “Comienzas a tener «una cierta edad» cuando caes en la cuenta de que un día más es, irrevocablemente, un día menos”. El comienzo tiene mucho de lugar común y poco de revelación para los que, como Ordoñez, peinamos canas hasta en las cejas. Sin embargo, poco después, se adentra en lugares menos frecuentados, en experiencias y vivencias personales que resultan curiosas, agudas, perspicaces, ingeniosas, divertidas, nostálgicas y el epíteto que guste el lector.

Un diario parece servir para mostrar las entrañas psicológicas del autor, sus miedos, sus inquietudes, sus pensamientos fugaces, sus alergias o sus caprichos, tantas cosas puede albergar un diario… El autor puede mostrarse sociable o misántropo, con un pensamiento robusto o una psique hipocondríaca. Lo que no suele tener cabida en el diario son las bajezas más execrables de uno mismo, eso lo reservan para las relaciones epistolares. Rara vez un autor se atreve a desnudarse tanto como para mostrar su lado más egoísta, sus actos más abominables, las traiciones más repugnantes. Esa parte del ser no suele exhibirse, aunque exista. Los lectores pueden, por ejemplo, aceptar a un introvertido maleducado pero no a un asesino. Esa pobreza humana queda confinada solo para los que la sufrieron en sus carnes. Todos tenemos una pizca de virtud y otra pizca de maldad, como es debido en un buen aderezo, pero hacerlo público son palabras mayores.

Del mismo modo, un diario sirve para dejar constancia de la erudición y el ingenio que posee el autor. Hay poca sencillez y mucha vanidad en los diarios, está en la naturaleza misma de esa escritura, desde el momento en el que el autor se sienta con la clara intención de escribir sobre sí mismo. Esa vanidad se pule y abrillanta para que sea la presunción justa para no parecer pedante o vanagloriarse, en exceso, de sus propias hazañas.

Una cierta edad es todo eso, pero he de reconocer que se lee con frugalidad, que posee mucha erudición, propia y ajena, pero también mucho aire popular. Ordoñez engalana las entradas del diario con citas de lecturas cultivadas y otras más de calle, más de sabiduría popular, que resultan agudas y divertidas, como esa gitana en la consulta del médico explicando la dolencia de su hija: “La niña, que tiene escocío el regocijo”. Es envidiable la versatilidad que tienen algunas personas para darle una vuelta de tuerca al lenguaje, cuando el escritor no hace más que devanarse los sesos buscando la imagen precisa, la metáfora justa, y llega una señora y le utiliza un eufemismo tan campechano como inteligente.

Hay mucha reflexión sobre escritura, literatura, cine y teatro en estas páginas, al igual que mucha melancolía. Reitero que es una obra de lectura agradable, pero no deja de ser el diario de un escritor y, como en todo diario, habrá párrafos que destacar y otros que se olvidarán nada más pasar la página. Es cuestión de gusto y cercanía.

Personalmente, me agrada la penúltima entrada, que me ayudan a cerrar este texto: “Tres señales indicativas de que el día, pese a todo, ha sido bueno: si he atrapado un momento de belleza, si he reído con alegría al menos una vez, y si he podido decir: «Bueno, creo que tengo un borrador, mañana lo paso a limpio».” Eso me basta también a mí, creo que tengo un borrador, ahora voy a intentar apresar ese momento de belleza, después la risa.

 

Una cierta edad (Anagrama, 2019) | Marcos Ordóñez | 336 páginas | 18,90 €

 

admin

2 comentarios

  1. No he leído ninguno de los «libro-diarios» que comentas pero sí uno, no hace mucho, que me gustó aunque nada tiene que ver con la «alta literatura» sino más bien con la humanidad de a pie. Se titula «la novela luminosa», de Mario Levrero.

  2. Querido Joaquín, te recomiendo los diarios de Iñaki Uriarte. Un gran ejemplo de esa pedantería pulida que de la que, con otras palabras, hablas.

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